CIENCIA Y TECNOLOGÍA

La batalla de América Latina contra la cocaína podría recibir refuerzos diminutos: moscas

Las moscas de la fruta—apenas más grandes que una coma—están reescribiendo la historia de la investigación sobre la cocaína. Su aversión innata a la droga está guiando a científicos latinoamericanos hacia los genes que impulsan la dependencia humana, lo que sugiere posibles tratamientos que algún día podrían aflojar el control centenario de la cocaína en la región.


Cuerpos diminutos, vastos mapas genéticos

Toma un frasco de laboratorio y verás a Drosophila melanogaster correteando por el vidrio. A simple vista no parece nada especial. Pero los biólogos moleculares recuerdan que estos insectos comparten cerca de tres cuartas partes de los genes vinculados a la adicción humana. Esa coincidencia, detallada este año en el Journal of Neuroscience, los convierte en sustitutos ágiles de los humanos: se reproducen en días, cuestan centavos en alimentación y aceptan modificaciones genéticas con la misma naturalidad con que las personas aceptan una taza de café.

¿La sorpresa? Dales a elegir entre azúcar común y azúcar con cocaína, y se alejan de la droga cada vez. “Las moscas actúan como si la cocaína fuera ácido de batería”, bromeó el psiquiatra Adrian Rothenfluh en una entrevista con EFE. Su equipo en la Universidad de Utah descubrió que solo cuando los científicos silenciaron las neuronas del gusto amargo en los insectos, estos volvieron por una nueva dosis—confirmando que un solo circuito sensorial puede sofocar una vía de recompensa que, de otro modo, sería poderosa. En humanos, ese circuito está atenuado; en moscas, grita “peligro”.


El código del amargor

¿Por qué la diferencia tan drástica? Las moscas saborean con sus patas e incluso con los cortos “brazos” que tienen bajo la cabeza. En cuanto esas extremidades tocan cristales de cocaína, los receptores del sabor amargo se activan, inundan el cerebro con señales de rechazo, y el insecto se aleja. Cuando el laboratorio de Rothenfluh atenuó genéticamente ese receptor, las moscas se comportaron como debutantes en una fiesta—probando azúcar con cocaína dentro de las 16 horas posteriores a la exposición.

En cuanto a la conducta, los paralelismos son inquietantes: dosis bajas hacen que las moscas giren en círculos alrededor de sus frascos; dosis altas las dejan inmóviles, imitando una sobredosis humana. Su escala diminuta permite a los investigadores intercambiar genes individuales, observando cómo surgen o desaparecen los impulsos. Cada ajuste revela un fragmento del laberinto bioquímico que, en humanos, alimenta los atracones compulsivos. “Es como seguir tubos de neón en una habitación oscura”, dijo Rothenfluh. “Apagas una luz y ves qué queda”.


La larga sombra latinoamericana

En los Andes, las implicaciones son personales. El historiador Paul Gootenberg señala que los pueblos indígenas masticaban hojas de coca para obtener energía desde hace milenios, mucho antes de que los químicos occidentales refinaran la cocaína a fines del siglo XIX. Para la década de 1980, los laboratorios colombianos y peruanos exportaban toneladas del polvo blanco, financiando carteles que aún acechan barrios desde Medellín hasta Chiclayo. Estudios de salud pública de la Universidad de los Andes muestran un consumo local en aumento junto con el comercio global—poniendo al límite a clínicas de tratamiento y sistemas penitenciarios.

En ese contexto, el rechazo de una mosca a la cocaína se siente casi subversivo. Si los investigadores logran imitar en humanos ese cortafuegos sensorial—o identificar puntos genéticos débiles que hacen a algunos usuarios especialmente vulnerables—América Latina podría pasar de campo de batalla a centro de innovación. “Cultivamos la coca; ¿por qué no cultivar la cura?”, preguntó la neurogenetista peruana María del Carmen Quiroz, cuyo laboratorio en Lima está replicando los experimentos de Utah con cepas locales de moscas.


EFE/ Caitlyn Harris / University of Utah Health

De frascos a comunidades

El camino es claro: mapear los genes de las moscas que suprimen los impulsos; verificar si sus equivalentes humanos difieren en pacientes que luchan por dejar la droga; diseñar fármacos o herramientas de terapia génica que restauren esa señalización protectora. Las moscas aceleran esa cronología porque miles pueden analizarse en una noche—mucho más rápido de lo que sería éticamente posible con ratones o personas.

El laboratorio de Rothenfluh ya identificó una mutación en el transportador de dopamina que reduce a la mitad la búsqueda de estimulantes cuando se corrige en moscas. Farmacólogos brasileños están probando ahora moléculas que aumentan la actividad de ese mismo transportador en modelos de roedores. Si los primeros ensayos de seguridad resultan positivos, los ensayos en humanos podrían comenzar en menos de cinco años—un suspiro en la ciencia de la adicción.

Para las familias en las favelas de Río o los barrios de Bogotá, incluso el progreso más modesto importa. “Las opciones de tratamiento para el trastorno por uso de cocaína siguen siendo dolorosamente limitadas”, advierte un editorial de 2024 en Pan-American Psychiatry. La terapia conductual funciona en algunos casos; las tasas de recaída rondan el 50 por ciento. Una pastilla que reduzca los impulsos a nivel genético podría cambiar esas cifras—igual que los antirretrovirales transformaron el tratamiento del VIH.


Esperanza con alas frágiles

Nadie dice que las moscas resolverán las guerras contra las drogas en América Latina. Pero en una región marcada por la doble vida de la hoja de coca—medicina sagrada por un lado, exportación letal por el otro—ver a una criatura rechazar la cocaína sin titubear ofrece un destello de optimismo. Cada avance en el laboratorio desvela una nueva capa de secretos neurológicos, acercando el día en que la adicción se trate como cualquier enfermedad crónica, no como un fracaso moral.

Una estudiante de posgrado empuja un frasco en Utah, observando a los insectos revolotear sobre gotas de azúcar. “No tienen idea de que llevan el futuro de la medicina contra la adicción en sus alas”, se ríe. Tal vez no. Pero en algún lugar más allá del vidrio, en ciudades donde suenan sirenas y las clínicas rebosan, el rumbo de incontables vidas humanas podría girar por descubrimientos vislumbrados por primera vez en estas criaturas minúsculas—prueba de que, a veces, la salvación llega en el paquete más pequeño posible.

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Créditos: Reportaje: redacciones de EFE en Washington y Bogotá. Fuentes científicas: Laboratorio de A. Rothenfluh, Universidad de Utah; Journal of Neuroscience (2025); Revisión de Salud Pública de la Universidad de los Andes (2024); Sociedad Brasileña de Neurofarmacología. Contexto histórico: P. Gootenberg, Andean Cocaine (2009).

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