México convierte satélites y sensores en un salvavidas para los jaguares
En lo profundo de la selva maya, México está reescribiendo silenciosamente la matemática de la conservación, usando collares satelitales, pagos comunitarios y una frágil fortaleza verde para revertir el declive del jaguar. Al mismo tiempo, gran parte de América observa cómo sus grandes felinos restantes se acercan cada día más al silencio.
Contando jaguares donde termina la señal celular
Horas antes del amanecer en Laguna Om, un ejido en Campeche cerca de la frontera con Guatemala, la señal de celular desaparece y otra red toma el control. Aquí, la presencia dominante es Panthera onca, el jaguar que los antiguos mayas llamaban Balam, guardián de la noche y del inframundo. En este húmedo rincón de la Selva Maya, un equipo de biólogos, ex cazadores y líderes comunitarios se dispersa en la oscuridad. WIRED está presente mientras preparan un ritual extrañamente moderno para un animal tan antiguo: no intentan matarlo, sino conectarlo a la nube.
En la cosmología maya, el jaguar encarna la dualidad del universo, la feminidad y la ferocidad, la oscuridad y el renacimiento, el sol viajando por el inframundo. Hoy, ese mismo animal ha perdido aproximadamente el 50% de su rango histórico. Se considera extinto en El Salvador y Uruguay, y en el sur de Estados Unidos se han registrado menos de 10 machos desde 1963. Mientras la mayor parte del continente ve desvanecerse a sus grandes felinos, aproximadamente la mitad de todos los jaguares sobrevivientes resisten en reductos fragmentados del Amazonas brasileño. El resto está disperso en pequeñas y vulnerables subpoblaciones bajo presión de caza y asentamientos en expansión, incluyendo las del Pacífico mexicano y la Selva Maya.
En el papel, la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza clasifica a la especie como “Casi Amenazada”, con datos recientes suficientes para sugerir que pronto podría ser reclasificada como “Vulnerable”, lo que indica un alto riesgo de extinción en estado silvestre. En ese contexto, México se ha convertido en una excepción. Es el único país de América con un censo nacional completo de jaguares, y las cifras cuentan una rara historia positiva. El censo de 2010 estimó unos 4,000 individuos. Para 2018, la cifra subió a 4,800. El tercer censo, completado en 2024, contó 5,326 jaguares, un aumento de aproximadamente 30% en poco más de una década.
Gran parte de ese giro está ligado a Gerardo Ceballos González, biólogo del Laboratorio de Ecología y Conservación de Fauna Silvestre de la UNAM y coordinador de la Alianza Nacional para la Conservación del Jaguar. Como contó a WIRED, su obsesión con la extinción comenzó a los 12 o 13 años tras leer una novela sobre el último pájaro sobreviviente de una especie, un macho solitario llamando a una pareja que nunca llegaría. “Esa imagen me provocó una terrible ansiedad, imaginar estar solo en el mundo”, recordó a WIRED. La educación pública en México y becas de CONACYT le permitieron convertir esa inquietud infantil en una carrera dedicada a evitar la desaparición de especies.

Satélites, jaguares y un nuevo contrato social
Cuando Ceballos y sus colegas preguntaron por primera vez, alrededor de 2010, cuántos jaguares quedaban en México, su estimación inicial era de apenas 1,000. Para resolver la incógnita, lanzaron el primer censo nacional y quedaron sorprendidos al encontrar unos 4,100 animales. Desde entonces, el trabajo se ha vuelto más preciso y tecnológico. En una jornada de 90 días para el conteo más reciente, cerca de 50 investigadores y líderes comunitarios monitorearon aproximadamente 414,000 hectáreas en 15 estados, desplegando 920 cámaras trampa con sensor de movimiento y collares GPS satelitales. Fue el esfuerzo censal más extenso jamás realizado para un mamífero en el país.
En el campamento cerca de Calakmul, WIRED observó cómo la alianza trabajaba con antiguos cazadores de jaguar que ahora rastrean para la conservación. La rutina inicia alrededor de las 4:00 A.M., compitiendo contra el sol tropical para interceptar a un felino antes de que se acueste. El objetivo es inquietantemente similar a una cacería: un disparo preciso con un dardo sedante, pero el resultado es distinto: un collar GPS, un chequeo rápido de salud y luego horas de datos fluyendo al espacio en vez de una piel clavada en la pared. “Pasamos de triangular manualmente señales de radio-collares para obtener quizá 40 ubicaciones al año a collares satelitales que nos dan miles de posiciones casi en tiempo real”, dijo Ceballos a WIRED. Ese cambio refleja lo que muchos ecólogos han descrito en revistas como Science y Conservation Biology como una revolución en el monitoreo de fauna: datos continuos y a gran escala que convierten animales elusivos en realidades mapeables.
Sin embargo, la tecnología por sí sola no explica por qué la curva del jaguar sube en México mientras cae en otros lugares. El escenario de esta recuperación es la creciente Reserva de la Biosfera de Calakmul, ahora parte de lo que las autoridades llaman Gran Calakmul: un bloque forestal de aproximadamente 1.5 millones de hectáreas, reconocido por la SEMARNAT como la segunda reserva de selva tropical más grande de América, después del Amazonas brasileño. Este corredor alberga unos 500 jaguares, más de 60,000 especies de plantas y animales, 94 especies de mamíferos, 350 especies de aves y cerca de 160 especies clasificadas como amenazadas. Selvas tropicales como esta, según estudios en revistas como Proceedings of the National Academy of Sciences, no son solo almacenes de carbono; regulan las lluvias, estabilizan el clima regional y sostienen economías rurales que dependen del agua y el suelo.

Infraestructura, extinción y el precio de la supervivencia
La escala no garantiza seguridad. Calakmul enfrenta tala ilegal, incendios provocados para cambio de uso de suelo y tráfico de fauna. En ese territorio disputado, la estrategia mexicana ha adoptado un pragmatismo marcadamente latinoamericano. “Es vital no romantizar”, dijo Ceballos a WIRED. Hay un mito persistente, conocido en toda la región, de que las comunidades rurales viven automáticamente en armonía con la naturaleza. En realidad, cuando hay pobreza y ningún beneficio económico por mantener el bosque en pie, ganan las motosierras. La respuesta de la alianza ha sido hacer que la selva pague. A través de pagos por servicios ambientales, manejo forestal comunitario, ecoturismo y proyectos de carbono como REDD+, ejidos como Laguna Om reciben dinero por mantener el bosque intacto. Grupos internacionales como Global Conservation han invertido alrededor de 100,000 dólares anuales en los últimos seis años para financiar patrullajes, equipar guardabosques que caminan hasta 10,000 kilómetros al año y mantener sistemas de monitoreo. Como suele decir el equipo de conservación, la gente protege la casa del jaguar porque ahora esa casa ayuda a pagar sus cuentas.
Esta lógica desafía una larga historia latinoamericana en la que la conservación a veces ha significado cercar tierras y excluir a las propias comunidades que las habitan. En cambio, el programa del jaguar se acerca más a lo que científicos sociales describen en Ecology and Society o World Development: un nuevo contrato social rural, donde la protección de la biodiversidad se trata como un trabajo que merece salario, no como una obligación moral impuesta por el capital o desde el extranjero. En un país que lidia con desigualdad, violencia y derechos de la tierra en disputa, un aumento del 30% en la población de un gran depredador es más que una estadística de biodiversidad; es prueba de que cuando la gente local recibe pago por cuidar, el bosque puede valer más vivo que quemado.
La tensión entre desarrollo y supervivencia está escrita en las vías del Tren Maya, el proyecto de infraestructura insignia que está transformando el sureste. Para una especie que puede requerir entre 2,500 y 10,000 hectáreas cada una, la fragmentación del hábitat suele ser una sentencia de muerte. Ceballos dijo a WIRED que los científicos sabían que no podían detener el tren, así que se enfocaron en limitar el daño. Guiados, como él dice, por la ciencia y no por la ideología, su equipo modeló los riesgos, atropellamientos, aislamiento poblacional y la fragmentación de corredores forestales, y negoció con la agencia gubernamental Fonatur. El resultado, afirma, es una línea con un número sin precedentes de pasos de fauna y una ruta que evita las zonas núcleo de las reservas y respeta las áreas de amortiguamiento. Sigue siendo polémico, pero refleja una realidad latinoamericana más amplia: la infraestructura viene, y a menudo rápido; la pregunta es si se construirá con o contra los sistemas vivos que atraviesa.
En su libro reciente Antes de que desaparezcan, Ceballos advierte que la actual ola de extinciones rivaliza con la que acabó con la era de los dinosaurios, en eco con lo que muchos biólogos en Science han llamado la “sexta extinción masiva” del planeta. Si se pierden suficientes especies a este ritmo, argumenta, los cimientos de la civilización moderna —alimentos, agua y estabilidad climática— empiezan a tambalearse en pocas décadas. En Calakmul, esa advertencia abstracta se convierte en trabajo cotidiano. Guardabosques con GPS, científicos analizando datos satelitales y ejidatarios debatiendo el uso de la tierra forman una frágil línea de defensa entre un bosque funcional y uno arrasado.
A pesar de las crisis más amplias del país, las cifras del jaguar avanzan en la dirección correcta. “A pesar de lo complicada que es la situación en el país, la población ha aumentado. Demuestra que cuando tienes una estrategia articulada, las cosas funcionan”, dijo Ceballos a WIRED. Cuando cae la noche sobre el campamento en Laguna Om, los collares siguen enviando señales, dibujando líneas fantasmales de movimiento en un mapa digital. “Estamos en un momento crucial”, dice. “Si consolidamos esto, habrá jaguares en México para siempre.”
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