El decomiso de motocicletas de un olímpico en México revela el precio del poder fugitivo
En la Ciudad de México, los fiscales apilan relucientes motocicletas como trofeos, pero el cromo apunta a rutas más oscuras: un olímpico canadiense desaparecido, Ryan Wedding, y una economía transfronteriza de cocaína donde el prestigio, el miedo y la burocracia se persiguen entre tres naciones en este momento.
El decomiso como mensaje
Las fotografías parecían casi celebratorias: filas de motocicletas “de alta gama”, pulidas y posadas, el tipo de colección que normalmente vive detrás de cuerdas de terciopelo o dentro de un garaje privado con guardias en la entrada. En cambio, el lunes y nuevamente en imágenes fechadas el 29 de diciembre de 2025, la exhibición llegó por canales oficiales, con el FBI de Los Ángeles presentándola como prueba de cooperación y avance—un apretón de manos internacional hecho de acero y fibra de carbono. Las autoridades dijeron que socios mexicanos habían incautado “un gran número de motocicletas” que se cree pertenecían a Ryan Wedding, con un valor estimado de 40 millones de dólares, tras una coordinación que incluyó al Departamento de Policía de Los Ángeles, la Real Policía Montada de Canadá y fuerzas de seguridad mexicanas.
Detrás del espectáculo hay una lógica más fría. En la economía narco, los decomisos no son solo aplicación de la ley; son control de la narrativa. Buscan pinchar el mito de la intocabilidad, mostrar que el Estado aún puede abrir puertas, registrar habitaciones y sacar pruebas en cajas. La Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana de México dijo que el operativo incluyó sesenta y dos motocicletas, dos vehículos, obras de arte, dos medallas olímpicas, drogas y otros objetos, tomados de cuatro propiedades en la Ciudad de México y el Estado de México durante la ejecución de órdenes de cateo. Días antes, las autoridades habían adelantado la operación con más cautela, describiendo al objetivo como un “ex atleta olímpico” en la lista de los diez fugitivos más buscados de Estados Unidos, sin nombrarlo. La implicación era inconfundible: el hombre que alguna vez descendió por una pista de halfpipe ahora parece vivir en un mundo donde la riqueza se guarda como contrabando y la reputación viaja con protección armada.
Por eso importan las motocicletas. A diferencia de fajos de efectivo o ladrillos de droga, las colecciones de lujo funcionan como prueba social. Insinúan acceso, estabilidad y ocio—cosas que un fugitivo no debería poseer. Cuando la policía las exhibe públicamente, no solo priva a un sospechoso de sus bienes; intenta despojarlo de un aura cuidadosamente cultivada, la versión criminal de una ceremonia de medalla olímpica.
Un sueño invernal reescrito en el exilio
El arco que coloca a Wedding en el centro de este cuadro es, en su contorno, brutalmente moderno: una vida que comenzó en la dureza común del norte y terminó—al menos por ahora—en un presunto imperio transnacional. Nacido en 1981 en Thunder Bay, Ontario, ascendió por el sistema de deportes de invierno de Canadá y llegó a los Juegos Olímpicos de Invierno de 2002 en Salt Lake City, Utah. La historia luego gira sobre una bisagra familiar: la caída, la oportunidad perdida, el shock psicológico. De regreso en Vancouver, la disciplina del deporte se transformó en un hambre de intensidad, y el trabajo que pagaba—como portero en clubes nocturnos frecuentados por figuras del crimen organizado—lo acercó a redes donde la violencia y la oportunidad se intercambian como favores.
Los investigadores dicen que el primer negocio fue la cannabis, construido a gran escala y movido hacia el sur, apoyándose en una infraestructura que ya entendía la logística e intimidación transfronteriza. Esa fase se lee casi como un aprendizaje en cadenas de suministro: aprender qué se mueve, quién puede moverlo, cómo se negocian las fronteras con dinero, miedo y rutina. Para 2008, las autoridades dicen que apuntó más alto, intentando mover veinticuatro kilogramos de cocaína de San Diego a Canadá antes de que una operación encubierta frustrara el plan. En 2010, un tribunal estadounidense lo sentenció a cuarenta y ocho meses en una prisión federal en Texas, después de haber pasado ya diecisiete meses en detención preventiva en San Diego—tiempo que, según las autoridades, lo endureció en vez de disuadirlo.
El detalle de la prisión no es una nota al pie; es el punto de inflexión. En un hemisferio donde las organizaciones criminales suelen describirse como estados paralelos—con reglas internas, canales de reclutamiento y resolución de disputas por la fuerza—la prisión puede convertirse en un acelerador. Para 2011, tras la extradición a Canadá, las autoridades dicen que Wedding tenía un objetivo más claro: controlar el flujo de cocaína hacia su país natal aprovechando el suministro y la fuerza del cártel de Sinaloa en México.

La advertencia de Medellín y el precio de un nombre
Si las motocicletas incautadas representan estatus, las acusaciones de asesinato representan la otra mitad del gobierno narco: el castigo. Wedding fue acusado formalmente en un tribunal federal de Los Ángeles en 2024 por cargos que incluyen dirigir una empresa criminal continua, asesinato relacionado con esa empresa y varios delitos de drogas. En noviembre de 2025, los fiscales añadieron acusaciones de que ordenó el asesinato de un testigo federal. La víctima, Jonathan Acebedo García, un colombiano-canadiense que según las autoridades manejaba la logística de transporte, había accedido a cooperar después de que el FBI desmantelara parte de la red en Los Ángeles en el verano de 2024. El 31 de enero de 2025, fue baleado en la cabeza varias veces en un restaurante en Medellín, Colombia—una ciudad cuyo nombre aún lleva un eco histórico, como si los viejos guiones narcos del continente siguieran encontrando nuevos actores.
Las autoridades dicen que se cree que Wedding está en México, protegido por el cártel de Sinaloa, y el Departamento de Estado de EE.UU. ofrece hasta 15 millones de dólares por información que lleve a su arresto y/o condena. Funcionarios lo han comparado con Pablo Escobar y Joaquín “El Chapo” Guzmán, y en declaraciones públicas relacionadas con el caso, la fiscal general de EE.UU. Pam Bondi y el director del FBI Kash Patel lo han presentado como una amenaza singular—un lenguaje que busca justificar una atención extraordinaria y convencer al público de que esto no es chisme de crimen de celebridades, sino un asunto de control institucional.
Sin embargo, desde una perspectiva latinoamericana, la historia más inquietante es estructural. Un fugitivo puede ser perseguido en todo México, juzgado en Los Ángeles, temido en Montreal y capaz—según los fiscales—de alcanzar a un testigo en Colombia. Esa geografía es el punto. Describe un hemisferio donde la economía de la droga es menos un solo cártel que un ecosistema, unido por rutas de camiones, nodos corruptibles y la pericia silenciosa de personas que aprendieron logística mucho antes que ideología. En ese sentido, las motocicletas no son solo juguetes. Son un recibo—prueba de que la violencia y el glamour aún pueden compartir el mismo garaje, y que la industria más persistente del continente sigue reclutando nuevos rostros, incluso aquellos alguna vez iluminados por las cámaras olímpicas.
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