El regreso de Eduardo Nájera: cómo un hijo de el Vikingo está reescribiendo el futuro del baloncesto mexicano
						El hombre que alguna vez abrió camino a codazos en la pintura de la NBA camina ahora con paso más lento —dos cirugías de cadera hacen su parte—, pero su andar sigue teniendo propósito.
Eduardo Nájera ya no persigue estadísticas ni franquicias. Persigue un recuerdo, a un padre, y un futuro que lleva su apellido grabado en bronce y el pulso de su país en los pulmones del juego.
Su nueva inversión no está en Wall Street, sino en Dorados de Chihuahua, el club del polvo norteño que dejó atrás hace décadas, el mismo escudo que alguna vez vistió su padre.
Un hijo del polvo y la disciplina
El campo donde su padre, Servando “El Vikingo” Nájera, entrenaba ni siquiera era un campo.
“Cuando te digo que era tierra, es porque no había nada verde”, contó Eduardo a The Athletic.
De niño, lo veía correr entre nubes de polvo bajo un sol implacable, aprendiendo pronto que el talento es adorno y la disciplina, la verdadera moneda.
Ahora, ser copropietario de Dorados es cerrar un círculo. El logo en la camiseta es el mismo que su padre portaba en los años 70, cuando era primera base con poder de bateo. El tiempo borró mucho de esa era —el estadio renovado, la ciudad transformada—, pero el emblema sigue uniendo a padre e hijo como un tatuaje.
El cuerpo de Servando lo traicionó con los años. Murió el pasado diciembre, a los 82, demasiado frágil para asistir a un partido. Pero antes de partir, le dijo a Eduardo que su participación con Dorados lo hacía sentir orgulloso.
“Se sentía honrado y orgulloso”, recordó el exjugador. Para el hijo, fueron palabras de bendición… y de mandato.
Es fácil romantizar el arco narrativo —el campo de tierra, el primer mexicano nacido en el país elegido en el draft de la NBA, el regreso a casa como inversionista—, pero Nájera no lo permite.
“El polvo no era poesía”, dice. “Era educación”. Trabaja hasta romperte, y luego sigue trabajando.
Esa ética lo convirtió en el santo patrono de los bloqueos en la NBA, el hombre que hacía el trabajo sucio que las estrellas no querían hacer. Nunca pareció un jugador franquicia; parecía alguien dispuesto a sangrar para mantener uno en pie.
Ojos hambrientos en Norman
Antes de la propiedad y el legado, hubo un adolescente flaco en Oklahoma con un inglés apenas comprensible y una mirada que su entrenador jamás olvidaría.
“Hay chicos en cuyos ojos puedes ver hasta Ámsterdam”, dijo el técnico Kelvin Sampson a The Athletic. “Pero los de Eduardo estaban hambrientos. Este chico se moría de hambre, pero también necesitaba ayuda.”
Había llegado desde Chihuahua a través de una familia anfitriona en Texas, incapaz siquiera de pedir una pizza por teléfono. El examen ACT se interponía entre él y una beca universitaria; fallar significaba regresar a casa.
Estudió hasta borrar el lápiz sobre la hoja y aprobó con dos semanas de margen. Cuando llegaron los resultados, Sampson lloró. No por el recluta, sino por el chico que había derrotado a las probabilidades sin red de seguridad.
El hambre se tradujo en resultados. Nájera logró un doble-doble en su primer juego universitario, fue titular los cuatro años y, como sénior, promedió 18 puntos y 9 rebotes antes de que los Dallas Mavericks pronunciaran su nombre en la segunda ronda del draft de 2000.
Aquel joven mexicano que no podía ordenar comida por teléfono tenía ahora un casillero al lado de Dirk Nowitzki y Steve Nash.
El deporte estadounidense adora la fábula del “esfuerzo”. Pero el camino de Nájera también fue una prueba de fe institucional: un entrenador que miró más allá del idioma, tutores que no se rindieron y un programa que creyó que un adolescente mexicano podía liderar a un equipo estadounidense.
No fue una historia de caridad, sino de oportunidad: lo que ocurre cuando los sistemas hacen espacio para un acento distinto de la ambición.

El cuerpo recuerda, el espíritu no se rinde
Su carrera en la NBA duró doce temporadas, cinco de ellas en Dallas, donde se convirtió en el verdugo silencioso de la liga: más que jugador, una tormenta con camiseta. Quien se enfrentaba a Nájera, salía adolorido.
Esa intensidad, sin embargo, tuvo factura. Una cirugía de disco el año pasado, una de cadera este año, semanas entre andaderas y bastones.
“Sabía que estaba sacrificando mi cuerpo”, dijo. “Pero no me arrepiento de nada. Lo amé.”
El amor, sin embargo, cambió de forma. Cerca del final de la carrera de Nowitzki, Nájera lo tomó aparte:
“Le dije que debía parar, porque luego no iba a poder caminar.” Era la sabiduría de alguien que ya había pagado esa cuenta.
Ahora, su riesgo vive en otro lugar: en hojas de cálculo, patrocinios y reportes de scouting.
La propiedad es su nueva forma de resistencia. Su participación en Dorados no es nostalgia; es una manera de reconfigurar el valor del atleta mexicano.
Ve esperanza en jóvenes como Karim López, el sonorense de 18 años que brilla en la liga profesional de Nueva Zelanda y podría ser elegido entre los diez primeros del draft de la NBA.
Si eso sucede, Nájera dejará de ser la excepción y se convertirá en el precedente.
Ese es su lema silencioso: abre la puerta y cuida el pasillo para que otros puedan cruzar.
Sueños en Ciudad de México y el negocio de pertenecer
Nájera habla con suavidad, pero no oculta su ambición: quiere un equipo de la NBA en Ciudad de México antes de ser demasiado mayor para cortar la cinta inaugural.
“Sigo esperando”, dijo a The Athletic. El comisionado Adam Silver ha elogiado la idea, aunque advierte que los mercados estadounidenses tienen prioridad. Nájera se encoge de hombros: todo sueño empieza como una apuesta lejana.
Ciudad de México ya demostró que puede albergar partidos de la NBA con entradas agotadas y logística impecable. El obstáculo no es la pasión, sino la paciencia.
Por eso su inversión en Dorados importa: construye infraestructura antes que invitación —operación de arenas, modelos de patrocinio, programas comunitarios— que algún día podrían sostener una franquicia.
Divide su tiempo entre Texas, Playa del Carmen y Chihuahua, caminando por el renovado estadio de Dorados, donde hoy crece el césped sobre la tierra donde su padre entrenaba. Lo llama “progreso tangible”.
La metáfora es imposible de ignorar: la infraestructura sigue a la fe.
Su papel ahora es mitad constructor, mitad traductor: conecta patrocinadores con comunidades, balances con canchas.
“Para mí”, dijo, “esto me llegó al alma.”
Es fácil confundirlo con nostalgia, pero es una estrategia disfrazada de sentimiento.
El hijo del Vikingo apuesta a que la pertenencia será la próxima frontera del deporte mexicano.
Cada vez que Nájera camina por el túnel de Dorados, piensa en su padre corriendo contra el viento, y en el niño que aprendió que la disciplina dura más que la suerte.
Esa lección construyó una carrera. Ahora está construyendo una liga.
No pide estatuas ni lemas, solo continuidad. El campo de polvo desapareció. La hierba es verde.
Y en ese cambio de color vive el plano maestro del futuro del baloncesto mexicano:
la ética de un vikingo, la inversión de un hijo y una nación, por fin, lista para escribir su propia historia.
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