La noche de la vergüenza del fútbol sudamericano expone grietas más allá del estadio

Lo que comenzó como una noche de copa continental en Buenos Aires terminó en caos: proyectiles cayendo desde las gradas, un hincha desplomándose desde las terrazas, la policía paralizada. El partido abandonado reavivó la política, el debate sobre la seguridad y una verdad persistente: el espectáculo sigue superando a la seguridad.
Un estadio que se vuelve hostil
Los primeros sonidos eran los habituales de un clásico: cánticos que subían en oleadas, bombos retumbando como truenos. Luego, los radios crepitaron. Los guardias se tensaron. Desde la tribuna superior del Estadio Libertadores de América, donde los hinchas visitantes de Universidad de Chile habían sido ubicados directamente encima del sector de Independiente, comenzó la lluvia: asientos, escombros, instalaciones, incluso inodoros arrancados de los baños. Medios argentinos informaron que también arrojaron excremento; algunos hinchas hablaron de granadas aturdidoras.
Al llegar el entretiempo, el duelo había mutado en un asedio. Al inicio del segundo tiempo, los locales parecían romper las barreras e intentar entrar en el sector visitante. Un hincha cayó desde gran altura y resultó gravemente herido, según informes locales. El árbitro demoró, esperando garantías de orden. No llegaron. A los 48 minutos—con el marcador 1–1 en la noche y Universidad aún adelante 2–1 en el global—lo suspendió por “falta de garantías de seguridad”.
La imagen empeoró la herida. TyC Sports informó que ninguno de los 650 policías desplegados para el partido, ni los guardias del estadio, intervinieron en los momentos más violentos. La CONMEBOL emitió su acostumbrado comunicado, culpando al club anfitrión y a las autoridades locales, antes de derivar el caso a su comité disciplinario. El ritual se sintió rutinario. Las imágenes, tristemente familiares.
La política entra a la cancha
Desde Santiago, la respuesta llegó con rapidez. El presidente chileno, Gabriel Boric, condenó la noche como “equivocada en demasiados aspectos”, criticando la violencia y lo que llamó “evidente irresponsabilidad en la organización”. Prometió garantizar atención médica a los hinchas chilenos y debido proceso en caso de detención.
Su embajador en Buenos Aires confirmó 97 arrestos y cinco hospitalizados, uno por un ataque con arma de fuego. Directivos de Universidad de Chile compartieron la alarma. El director Daniel Schapira calificó el episodio como “un problema de organización”, señalando la peligrosa decisión de ubicar a la hinchada visitante sobre la local. El presidente del club, Michael Clark, lo llamó “una tragedia”, agregando que las culpas podían esperar, pero los fallos de diseño eran obvios.
El presidente de Independiente, Néstor Grindetti, ofreció la versión opuesta: responsabilizó a los visitantes, citando “conducta reprochable”, baños destruidos, artefactos arrancados y arrojados hacia abajo. Insistió en que su club cumplió con sus obligaciones, incluyendo una cuota de 3.500 entradas aprobada por la CONMEBOL. Entre su defensa y las imágenes desgarradoras quedó un vacío imposible de cubrir con palabras.
Culpa, negación y la arquitectura del riesgo
Esta noche de vergüenza no surgió de la nada. El historial de manejo de multitudes en el fútbol sudamericano está marcado por tragedias. En abril, dos adolescentes murieron en Santiago tras un enfrentamiento con la policía fuera de un partido de Copa Libertadores de Colo-Colo. En 2018, el bus de River Plate fue atacado antes de la final de la Libertadores, forzando a disputar la vuelta en Madrid. Cada episodio se trató como excepcional. Muy pocos fueron atendidos como sistémicos.
Las decisiones de diseño agravan el peligro. Colocar a la hinchada visitante directamente sobre la local en una serie de eliminación directa es invitar a la gravedad al juego. El primer objeto arrojado se convierte en un torrente. Una barrera rota se vuelve una batalla campal. Cuando la policía permanece inmóvil y los guardias son superados en número, los estadios dejan de ser recintos y se transforman en acelerantes.
El chileno Felipe Loyola, hoy jugador de Independiente, escribió después que estaba “devastado”. Sus palabras fueron simples: “Esto no es fútbol. El deporte no es violencia.” Su dolor sonó menos a declaración que a súplica.
Los dirigentes pueden reprogramar, trasladar los minutos restantes a una ciudad neutral, o incluso mudar la serie al extranjero, como el precedente permite. Pero el papeleo no borrará el caos en Avellaneda. La pregunta fundamental persiste: ¿por qué, tras décadas de investigaciones y tragedias, los estadios sudamericanos siguen diseñados y gestionados de formas que convierten puntos previsibles de tensión en desastres?

Una rendición de cuentas largamente postergada
El fútbol se alimenta de rituales. Demasiado a menudo, esos rituales se repiten tras la tragedia: clubes culpando a rivales, confederaciones moviendo papeles, gobiernos emitiendo condolencias. La maquinaria sigue; el patrón se endurece. Los estadios quedan con los mismos defectos, las mismas vulnerabilidades, a la espera de la próxima erupción.
La reforma verdadera requiere más que tribunales. Las cuotas de entradas visitantes deben tratarse como problemas técnicos, no trofeos. La arquitectura de los estadios debe auditarse de manera independiente, con estándares exigibles de separación, zonas neutrales y salidas de emergencia. La policía debe actuar de forma preventiva, visible y dispuesta a intervenir, antes de que camillas y sirenas llenen los vacíos. Y los clubes deben hablar con sus hinchas sobre responsabilidad, no solo sobre furia.
Por ahora, la serie de Copa Sudamericana queda suspendida en un limbo burocrático, abandonada con empate 1–1 y Universidad aún adelante en el global. Lo que no está en limbo es el patrón. La lección es conocida, escrita en sangre y fragmentos de porcelana: cuando el fútbol se convierte en una prueba de supervivencia, el marcador no significa nada.
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Schapira, el directivo de Universidad, calificó el espectáculo como “un circo”. Pero los circos tienen maestros de ceremonia. Avellaneda ofreció algo mucho peor: instituciones encogiéndose frente a los demonios más antiguos del deporte. Hasta que el fútbol sudamericano decida que la seguridad pesa más que el espectáculo, habrá más noches como esta—y más disculpas que nadie quiere leer.