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La Última Caída del Hijo del Santo: La Leyenda de Plata de México Da su Último Adiós

Nació detrás de la máscara plateada y aprendió pronto que, en México, un hombre puede ser mito y mortal al mismo tiempo. Durante más de cuatro décadas, El Hijo del Santo cargó con esa contradicción en el ring: sangrando, riendo y llorando detrás de la misma tela reluciente que su padre hizo inmortal. Ahora, a los sesenta y tres años, el heredero del legado más sagrado de la lucha libre mexicana ha fijado tres fechas finales antes de que la máscara regrese a su lugar de descanso.

Un Adiós Escrito en Plata

Cuando El Hijo del Santo apareció frente a las cámaras, el brillo plateado aún parecía vibrar a su alrededor. El anuncio que todos temían —y esperaban— por fin se volvió oficial: una gira de despedida que comenzará el 29 de noviembre en Monterrey, continuará el 6 de diciembre en Guadalajara y concluirá el 13 de diciembre en el Palacio de los Deportes de la Ciudad de México, la misma ciudad donde su padre una vez borró la línea entre el ring y la eternidad.

“No me retiro porque haya perdido la pasión”, dijo con calma. “Me retiro para cerrar mi historia con dignidad, con la frente en alto y con mi máscara intacta.”
La declaración no fue una rendición, sino una estrategia: un último combate contra el tiempo mismo.

A sus sesenta y tres años, su porte sigue siendo orgulloso, su paso elástico. Pero el círculo se cierra. Cuarenta años de victorias y traiciones, de máscaras ganadas y cabelleras perdidas, han dejado su huella no solo en su cuerpo, sino en el mito que encarnó.
“Detrás de cada victoria hay caídas, cicatrices y noches solitarias”, dijo a EFE. “Pero también hay amor: por un legado, por el público, por una máscara.”

Ha conservado esa máscara, la que ningún rival logró arrancarle. Cuando cuelgue las botas este diciembre, dejará el ring invicto en la única lucha que realmente importa en la lucha libre mexicana: la lucha por la identidad.

Convertirse en el Heredero Detrás de la Máscara

Antes de que el mundo lo conociera como El Hijo del Santo, fue Korak, un joven con un título en Comunicación y una sombra demasiado grande para escapar. Su padre —el Santo original— no era solo un héroe nacional, sino una deidad plateada de los sábados por la noche: el enmascarado que luchaba contra monstruos en el cine y dictadores en los carteles.

El hijo luchó en secreto al principio, prohibido de tocar el mito familiar hasta obtener su diploma. Cuando finalmente se colocó la capucha plateada en Nuevo Laredo, caminando junto a Ringo Mendoza, la arena estalló. El apellido provocó ovaciones; el hijo, escepticismo. Nadie se convierte en ícono dos veces.

Pero el público se equivocó. “Santito”, como lo apodaron los fans, luchaba con la misma gracia de su padre, pero con la física a su favor. Más pequeño y veloz, hacía sus vuelos más precisos, sus llaves más cerradas, su espectáculo más agudo. Para finales de 1983, fue nombrado novato del año, llenando los grandes recintos de México —el Toreo de Cuatro Caminos y la Arena México— y demostrando que el mito tenía un segundo corazón.

Su primer campeonato llegó en 1984, cuando arrebató el título Mundial Ligero de la UWA a un joven rudo llamado Negro Casas. La rivalidad que siguió duró toda una vida, dos artesanos orbitando el uno al otro como estrellas gemelas. Su enemistad escribiría capítulos enteros de la historia de la lucha libre—cada derrota, una victoria disfrazada.

Rivalidades, Títulos y el Arte de la Reinvención

A finales de los años 80, era el rostro de una nueva edad dorada de la lucha mexicana. En Los Ángeles, en 1987, su combate de máscara contra cabellera con Casas llenó el Olympic Auditorium con siete mil aficionados, prueba de que la lucha libre no necesita traducción, solo espectáculo.

La década de los 90 lo hizo internacional. Llevó la cruz plateada a Japón, luchando para las promotoras de Gran Hamada y Michinoku Pro, introduciendo el ritmo aéreo de México a una nueva generación de fanáticos. En casa, cambió de categorías, ganando títulos de peso ligero a medio, moviéndose entre promociones como un peregrino tras el destino.

Ayudó a fundar AAA, la rebelión neón de la lucha de los 90, mentor de una nueva era —Psicosis, Heavy Metal, Eddy Guerrero, Love Machine— y convirtió sus combates en leyenda. El más famoso llegó en 1994, en When Worlds Collide: máscara contra máscara, cabellera contra cabellera, un juego que terminó con sangre en la lona y ovaciones de pie a ambos lados de la frontera. Es, hasta hoy, una de las películas sagradas de la lucha, el puente perfecto entre el arte mexicano y el deporte global.

A mediados de los 90 se atrevió a lo impensable: volverse rudo. Disfrazado como Felino, se reveló en pleno combate en la Arena México, uniéndose a Scorpio Jr. y Bestia Salvaje. Por primera vez, la catedral lo abucheó. Pero el experimento funcionó. El héroe se volvió villano solo para hacer más dulce la redención, más intensa la rivalidad con Casas, más refinado el arte de contar historias.

Para 1997, la enemistad se transformó en respeto mutuo. Hicieron pareja, ganaron títulos y devolvieron dignidad a un deporte a menudo acusado de excesos. Juntos demostraron que incluso los viejos enemigos pueden hallar honor en el mismo cuadrilátero.

De México al Mundo, y de Regreso a Casa

Su pasaporte se llenó de sellos —Japón, Estados Unidos, Centroamérica—, pero su mito siguió siendo mexicano, tejido en la memoria colectiva del país. Luchó en las ciudades donde su padre filmó, combatió donde él nunca estuvo y llevó el ideal de la lucha libre —esa mezcla de acrobacia, teatro y fábula moral— a la era moderna.

El torneo Leyenda de Plata, creado en homenaje al Santo original, confirmó lo que los aficionados ya sabían: la máscara plateada era más que una herencia; era una custodia. Mantuvo vivas las viejas virtudes —gracia en la victoria, dignidad en la derrota— y recordó al público que la lucha no es solo entretenimiento, sino rito: una obra moral para el pueblo trabajador.

“Le debo todo a la gente que creyó que podía continuar el nombre”, dijo a EFE. “Y le agradezco a mi padre por nunca hacerlo fácil.”

Ahora, después de más de cuatro décadas, el cuerpo dice basta. El espíritu, insiste, no. El retiro no es rendición: es puntuación. Monterrey, Guadalajara y la Ciudad de México tendrán cada una su despedida, tres actos de gratitud representados en plata y sudor.

EFE/ Alex Cruz

Por Qué la Máscara Sigue Importando

En México, la máscara de un luchador es identidad e inmortalidad. Perderla es quedar expuesto; conservarla es seguir siendo mito. El Hijo del Santo la conservará. Nunca revelará su rostro. “La máscara pertenece al pueblo”, dijo una vez. “No es mía para regalar.”

Cuando atraviese las cuerdas por última vez este diciembre, la arena vibrará con memoria. En algún punto del público, un padre alzará a su hijo sobre los hombros, como el suyo lo hizo alguna vez. Las luces se atenuarán, el canto crecerá —¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!— y por unos minutos, el tiempo se detendrá en respeto.

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Entonces, el hombre de plata levantará los brazos, no en victoria ni derrota, sino en despedida. Caminará por la pasarela, la máscara reflejando la luz, el mito intacto. Detrás de ella, una sonrisa que nadie verá jamás: prueba de que incluso las leyendas saben cuándo inclinarse antes de desaparecer en la eternidad.

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