Campesinos colombianos cambian la coca por dignidad, café y un futuro duradero

En las verdes colinas de Naranjal, una pequeña comunidad agrícola del Valle del Cauca en Colombia, el sonido de las motosierras talando arbustos de coca ha sido reemplazado por el susurro de las hojas de cítricos y el silbido del café tostándose. Aquí, más de un centenar de familias están demostrando que reemplazar la economía de la droga no se trata de sermones ni de consignas: se trata de compradores, dignidad y tiempo.
De la coca al café, con compradores esperando
La esperanza puede medirse en plántulas. En las laderas que rodean Naranjal, hileras de cacao y café brillan bajo el sol, evidencia de que apostar por la legalidad puede dar frutos cuando los mercados son fundamentales y el dinero llega a tiempo. “Lo mejor es que estamos sacando a los jóvenes de la ilegalidad”, dijo Diana Cano, presidenta de la Asociación de Cultivadores del Cañón de San Quinini (Asoculsan), en una entrevista con EFE.
Durante décadas, los niños aquí aprendían un solo oficio: cultivar coca. No era una elección, era una herencia. Ahora, dice Cano, “los adolescentes acompañan a los agrónomos en lugar de a los vigilantes armados”. Aprenden a injertar, podar, hacer compost y comercializar, no a esconderse. “Todo lo que producimos tiene un comprador asegurado”, explicó. “La legalidad deja de ser algo abstracto cuando paga a tiempo”.
Asoculsan agrupa a unos 400 productores, de los cuales el 40 % son menores de 30 años, que cultivan cacao, ají, café y frutas como maracuyá, lulo y limón. Cada familia siembra no para un comprador ideal, sino para un contrato ya existente. Es, como dice Cano, “la certeza reemplazando al miedo”.
Esto no es improvisación: es infraestructura. La cooperativa negoció directamente con el Grupo Éxito, la mayor cadena de supermercados de Colombia, ahora propiedad del Grupo Calleja de El Salvador. “Éxito compra todo lo que producimos, y eso mueve la economía local”, contó Cano a EFE. Los camiones que antes transportaban pasta de coca en secreto ahora llegan abiertamente por fruta. Los mercados, no los mantras, son los que mantienen a la gente en su tierra.
Mercados antes que mantras
Para Cano, el cambio comenzó con persistencia. “No ha sido fácil”, admitió a EFE, recordando cómo insistió ante los directivos de Grupo Éxito hasta que aceptaron visitar Naranjal. Esa visita lo cambió todo. En lugar de discursos sobre sustitución, los campesinos recibieron algo concreto: una orden de compra.
En el pasado, los gobiernos instaban a los cultivadores a abandonar la coca, pero rara vez ofrecían alternativas. “No vendemos más porque no podemos producir más”, dijo Cano, riendo ante la ironía. El cuello de botella ya no es la demanda, sino la capacidad. Por primera vez, las cadenas de suministro se están construyendo al revés: del estante al suelo.
Esta es la lección crucial que los expertos en desarrollo suelen pasar por alto: no se puede predicar para salir de una economía del narcotráfico. La gente necesita lo que alguna vez ofreció Coca-Cola: estabilidad, flujo constante de ingresos y la sensación de que su esfuerzo conduce a algo. La diferencia en Naranjal es que ese “algo” ahora es legal. Cuando los camiones de fruta reemplazan a los compradores armados y los recibos reemplazan a los rumores, los campesinos no solo sobreviven: respiran.
“Esto prueba que el campo colombiano puede sostenerse por sí mismo si alguien se compromete a comprar lo que producimos”, afirmó Cano. Y ese cambio comienza a extenderse.
Una política de drogas diferente
A nivel nacional, Colombia está replanteando su larga guerra contra las drogas. Durante décadas, las campañas de erradicación financiadas por EE. UU. enviaron soldados y aviones a quemar campos de coca desde el aire, pero las raíces siempre volvían a crecer. Ahora, el presidente Gustavo Petro ha cambiado la estrategia: de la erradicación a la sustitución, del castigo a la cooperación.
“La sustitución no es simplemente cambiar una planta por otra”, explicó Gloria Miranda, directora de la Subdirección de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito, en declaraciones a EFE. “Es transformar economías enteras —desde la producción hasta la comercialización—, una cadena productiva completa que devuelve la dignidad a las comunidades y abre oportunidades de desarrollo sostenible en los territorios golpeados por el narcotráfico.”
Esa dignidad empieza por reducir el riesgo. Las personas más afectadas por el comercio de drogas en Colombia siempre han sido los pequeños agricultores: mujeres, madres solteras y familias atrapadas entre guerrillas, carteles y hambre. Cuando los programas de sustitución ofrecen asistencia técnica, crédito y compradores garantizados, no solo reemplazan un cultivo: reemplazan el miedo por previsibilidad.
El enfoque de Petro puede ser polémico en el extranjero, pero en Naranjal se percibe como pragmático. Trata la coca no como un fracaso moral, sino como un síntoma económico. La cura es la estructura: cooperativas, logística y contratos que permitan a los campesinos planificar en años, no en días. Como dijo Miranda, “la clave es reconstruir economías enteras, no solo campos”.

Midiendo el progreso en toneladas —y en mañanas
El progreso aquí no siempre se ve como política; a veces se ve como pallets de naranjas. Grupo Éxito actualmente compra unas 20 toneladas de productos de Asoculsan cada mes, según su presidente, Carlos Calleja, quien dijo a EFE que el comercio puede ser “el tractor que impulsa el progreso”. Cree que la sostenibilidad requiere modelos, no milagros: sistemas replicables que alineen el beneficio con la paz.
Las cifras no son enormes en términos globales, pero sí revolucionarias en su contexto. Cada kilo vendido es un golpe contra la lógica de la ilegalidad. “Tenemos la prueba de que cuando todos tienen la voluntad, podemos avanzar”, dijo Gloria García, líder comunitaria de El Plateado, en el vecino departamento del Cauca, también en entrevista con EFE. Su pueblo, antes un bastión cocalero, ahora busca unirse a la misma iniciativa. “Las compras están aseguradas, así que no hay excusa para no trabajar”, afirmó.
Esa frase —“no hay excusa”— se ha vuelto un mantra en Naranjal. Cuando el Estado garantiza derechos y el sector privado garantiza la demanda, las comunidades se encargan del resto. Diana Cano no espera ayudas; gestiona una cadena de suministro. Los jóvenes de su cooperativa no huyen hacia el norte; construyen futuro en el sur.
Cada factura es un pequeño acto de rebelión contra la desesperanza. Cada hectárea de cacao es un terreno recuperado para la ley —y para la esperanza—. Lo que comenzó como sustitución de cultivos se ha transformado en algo mayor: una economía que premia la paciencia sobre el peligro.
Si Colombia logra ampliar este modelo —si otros valles y pueblos siguen el ejemplo de Naranjal—, el país cosechará más que frutas y granos. Será tiempo de cosecha: tiempo de que los niños pasen sus días en aulas, los campesinos planifiquen la próxima siembra y las comunidades vivan bajo la luz del día, no bajo el toque de queda.