VIDA

Niños de la selva peruana reman hacia el futuro para proteger el Amazonas

Cada dos semanas, decenas de niños de Belén—un barrio flotante de Iquitos—lanzan estrechas canoas al turbio río Itaya. Su misión: combatir la contaminación, la deforestación y las inundaciones que amenazan sus hogares y la vasta Amazonía, a la que con orgullo llaman “su patio trasero”.

Niños en patrulla

El amanecer dora el Itaya mientras Diana, de once años, aprieta el nudo de la empuñadura de tela de su remo. A su alrededor, sesenta compañeros hacen lo mismo, empujando sus canoas desde los juncos fangosos hacia la corriente abierta. Se hacen llamar los Guardianes del Itaya, un nombre pintado en azul turquesa en el casco de su canoa más grande. Cada quince días, se deslizan bajo cortinas de heliconias hasta que emergen las casas sobre pilotes y pasarelas flotantes de Belén: delgadas costillas de madera que se alzan sobre las aguas pardas y cambiantes.

“El río solía brillar,” dice Diana, con la vista fija en la película aceitosa que ondula a su paso. Botellas de plástico, envases de comida e incluso una jeringa agrietada golpean contra sus remos. Cuando la flotilla llega a una vieja plataforma de madera, los niños desembarcan, abren cuadernos maltrechos y celebran una reunión—parte clase de ciencias, parte cabildo comunitario. Con crayones, trazan mapas de puntos problemáticos: una tubería que vomita lodo gris, un cúmulo de redes podridas, un vecino que aún quema basura sobre una balsa de leña.

El apodo turístico de Belén—la Venecia amazónica—oculta una realidad más dura. Solo una mínima parte de sus viviendas tiene conexión a alcantarillado, no hay recolección de residuos y cada mayo, el río crece hasta llegarles a la cintura dentro de sus casas. En 2023, inundaciones récord clausuraron escuelas por seis semanas; dos años antes, una sequía dejó varadas las embarcaciones y obligó a las familias a caminar kilómetros bajo un sol ecuatorial implacable. En este contexto, la asociación de niños—guiada por mentores de una ONG local—se ha convertido en un parlamento improvisado, con sus camisetas multicolores reconocibles al instante desde la orilla.

Aguas llenas de basura inspiran activismo de base

Su primera campaña apuntó al enemigo más visible: la basura flotante. Como Belén no tiene calles, los camiones de basura no llegan; las familias tiran plástico y restos de comida por la baranda y dejan que la corriente se los lleve. Nadie imaginó que unos escolares pudieran influir en el municipio—hasta que lo lograron.

Durante varias tardes pegajosas, los Guardianes golpearon puertas para reunir firmas, grabaron videos con sus celulares suplicando por “un río donde podamos nadar”, y organizaron una marcha flotante, ondeando pancartas desde sus canoas. Las imágenes llegaron a las noticias regionales; las peticiones, al escritorio del alcalde de Iquitos. En pocos meses, se lanzó un programa piloto: recolección de basura en bote dos veces por semana. Es imperfecto: las comunidades más alejadas siguen esperando servicio, y el vertido ilegal continúa por la noche. Pero cerca de la plataforma de reuniones de los niños, el agua ya arrastra menos botellas.

“Demuestra que los adultos escuchan si hablamos juntos,” dice Diana, acomodándose una trenza bajo la gorra. En las mañanas de recolección, los niños aplauden a los trabajadores municipales desde el puente peatonal y luego anotan observaciones: ¿El bote llegó a tiempo? ¿Separaron plástico de residuos orgánicos? Envían las notas a la oficina del alcalde. Así le hacen saber, sutilmente, que unos ojos nuevos y jóvenes vigilan sus acciones.

EFE/ Paolo Aguilar

La ciencia confirma sus temores

Para quien dude de lo que está en juego, los estudios recientes dibujan un panorama desolador. Perú perdió millones de hectáreas de selva entre 2000 y 2020, y la región de Loreto—el vasto mosaico verde que rodea Iquitos—pierde árboles a un ritmo alarmante. Investigaciones advierten que la deforestación está alterando los patrones de lluvia, con temporadas húmedas más intensas y secas más extremas, lo que castiga especialmente a pueblos ribereños como Belén, donde son frecuentes tanto las inundaciones como la escasez de agua.

Muestras tomadas cerca de la plataforma infantil revelan niveles de bacterias muy por encima de los límites sanitarios. La enfermera Teresa Paredes, que realiza clínicas junto al río, ve el costo humano: “Cada semana tratamos fiebres intestinales y sarpullidos,” dice, apilando tarjetas médicas celestes sobre su escritorio. “Los padres saben que el agua está sucia, pero no tienen otra opción.”

Los Guardianes traducen esas estadísticas en historias y murales. Un panel de triplay muestra una motosierra silueteada en rojo; otro, un tocón de cedro llorando bajo un sol abrasador. El arte viaja—primero por los pasillos escolares, luego a una exposición en la biblioteca municipal—difundiendo la preocupación infantil más allá de sus calles anegadas.

Reforestando cedros, sembrando esperanza

Las estadísticas no llenan una canoa, así que los Guardianes decidieron que los árboles sí lo harían. Bajo una malla de sombra detrás de su plataforma, construyeron un vivero con postes de bambú y sacos de arroz usados. Cada semana, agregan tierra y siembran semillas de cedro y capirona, especies amenazadas por la tala ilegal. Para junio, 600 plántulas ya alcanzan la altura del tobillo.

Andrés, de catorce años, se seca el sudor de la frente y sonríe. “Estos pequeñitos van a crecer más altos que nuestras casas,” dice, acariciando una plántula como si fuera un cachorro. Cuando lleguen las primeras lluvias fuertes, los niños amarrarán haces de plantones a sus canoas y remarán río arriba, plantándolos en orillas erosionadas. Escuelas vecinas prometieron monitorear el crecimiento; con pines GPS en celulares donados, rastrearán las tasas de supervivencia.

Espero que eso también viaje lejos. El mes pasado, Marcos, de quince años, participó en un seminario sobre cambio climático transmitido desde Lima. “Yo vivo en un pulmón del planeta,” les dijo a los espectadores. “Si no lo mantenemos respirando, ¿quién lo hará?” Su llamado resuena más allá del Perú—un eco del activismo juvenil que golpea por encima de su peso.

De la ribera al futuro

Los Guardianes del Itaya no detendrán por sí solos la deforestación global, ni purificarán toda una cuenca. Pero en solo dos años han influido en políticas, conseguido recursos municipales y sembrado cientos de árboles—todo mientras resuelven ecuaciones a la luz de velas en chozas sobre balsas movedizas.

Su historia nos recuerda que la capacidad de actuar a menudo llega en embarcaciones pequeñas pero significativas. Algunas llevan remos tallados en madera de desecho; otras, peticiones en carpetas plásticas o plantones acunados como bebés. Juntas, trazan una corriente de optimismo que se opone a la marea de desesperanza que inunda con frecuencia las noticias sobre el Amazonas.

Cuando cae la tarde sobre Belén, los niños arrastran sus canoas a la orilla. Luciérnagas titilan sobre el agua negra, hoy apenas más clara que la temporada pasada. Diana se queda un momento, con la mano sobre el remo. Imagina los árboles del vivero elevándose sobre el río, sus ramas formando bóvedas como catedrales. En esa visión, el Itaya corre más limpio, las inundaciones son más suaves, y un niño que sube a una canoa siente posibilidad en lugar de miedo.

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Clava la hoja del remo en el cieno, marcando una línea que espera que el futuro respete. Luego se vuelve hacia casa, lista para las lecciones de mañana—y la próxima patrulla.

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