Comunidad indígena ribereña de Panamá busca nuevo sustento tras el fin de la oleada migratoria

Bajo Chiquito, una vez se preparaba cada amanecer para recibir a miles de migrantes que emergían tambaleándose de la selva. Ahora, la aldea emberá permanece en silencio, atrapada entre el alivio y la incertidumbre: su economía devastada, sus calles tranquilas resonando con recuerdos y preguntas sin respuesta sobre lo que viene después.
Del caos al colapso a lo largo del Tuquesa
En 2023, Bajo Chiquito era un lugar de ruido y urgencia. La aldea emberá, accesible solo por río, se convirtió en el primer punto de llegada para más de medio millón de migrantes que cruzaron el infame Tapón del Darién. Algunos días, 2,000 personas llegaban antes del mediodía—descalzos, con ampollas, aterrados.
La comunidad se adaptó rápido. Los patios se transformaron en puestos de Wi-Fi, las cocineras vendían platos calientes por $3, y los niños ganaban propinas guiando a los recién llegados hacia las letrinas. “Antes vendía 100 paletas al día”, dice Jason Mosquera, quien tenía un puesto cerca del río. Ahora, tiene suerte si atiende a diez clientes a la semana.
¿A qué se debe el repentino silencio?
Varios factores cambiaron de golpe. El nuevo presidente de Panamá, José Raúl Mulino, cerró los caminos en la selva y firmó un acuerdo de deportación con EE.UU. Luego, en Washington, el regreso de Donald Trump al poder cerró de facto las vías humanitarias que habían atraído a venezolanos y haitianos a emprender la travesía. Para junio de 2026, el flujo diario por el Darién se redujo a un goteo de un solo dígito.
Es un caso ejemplar de lo que los investigadores de migración llaman “colapso de corredor”: cambios de política en capitales lejanas cierran rutas de golpe, dejando a comunidades como Bajo Chiquito —que construyeron microeconomías enteras en torno al flujo— totalmente varadas.
Regreso a la calma —pero no a la estabilidad
En ausencia de migrantes, los sonidos de Bajo Chiquito han cambiado: ya no hay gemidos ni tonos de satélite, sino pelotas de plástico golpeando la tierra, risas de niños, machetes limpiando campos de maíz.
Esmeralda Dumasá, la nocó (líder tradicional) del pueblo, lo llama “un regreso a lo normal—pero más pobres”. Los agricultores volvieron a cultivar rabo de buey, plátano y maíz a lo largo del río Tuquesa. Pero el dinero, dice, escasea. Muchas familias dependían de los dólares que traían los migrantes—para medicinas, zapatos, útiles escolares.
La comunidad incluso había comenzado a construir un albergue de 900 camas, una estructura de bloques de cemento justo fuera del pueblo, destinada a ofrecer refugio seco durante las tormentas. Ahora está a medio terminar, un vestigio de un momento que terminó más rápido de lo que nadie imaginó. Dumasá quiere que se convierta en clínica o centro de formación. “Lo que dejaron los migrantes”, dice, “debería convertirse en algo duradero para nosotros.”
Los antropólogos que estudian economías rurales coinciden. Investigaciones del Journal of Rural Studies sugieren que las comunidades de agricultura de subsistencia son resilientes tras un colapso de mercado repentino, pero la educación y la salud se ven muy afectadas. En Bajo Chiquito, ya se notan señales: los maestros reportan que alumnos faltan a clases por hambre o porque viven demasiado lejos.

El costo humano que no desaparece
Mientras Bajo Chiquito se adapta a días tranquilos e ingresos menguantes, las secuelas emocionales de la oleada migratoria persisten, especialmente para quienes presenciaron lo peor.
Dra. Katherine Rodríguez, médica que dirigió la clínica del pueblo durante más de un año, dice que aún tiene pesadillas. “Una Nochebuena un árbol cayó sobre las carpas. Tres muertos. Veinte heridos. Una joven perdió a su hermano y la movilidad.”
Esa noche no fue única. Los aldeanos recuerdan días en que cinco cadáveres llegaban arrastrados por las crecidas repentinas del río. El número exacto de muertes en el Darién es desconocido; investigadores de la Universidad de Arizona estiman que la mayoría nunca se cuenta, ya que las inundaciones arrastran los cuerpos antes de que lleguen las autoridades.
A pesar del peligro, la presencia humanitaria continúa. UNICEF y Médicos Sin Fronteras todavía gestionan puestos de salud y purificación de agua en el pueblo. La pregunta es si esos recursos permanecerán ahora que se detuvo el flujo migratorio.
Para los residentes, el trauma no es abstracto. Recuerdan a las mujeres embarazadas dando a luz, a los niños con heridas de machete, a los hombres suplicando agua tras días sin comida. Aunque la crisis técnicamente haya terminado, las imágenes siguen vivas en la memoria colectiva.
Esperando lo que vendrá
Con la economía migrante desaparecida y el turismo aún considerado inseguro, Bajo Chiquito está en un limbo.
Algunos sueñan con convertir el entorno en un modelo de ecoturismo: rutas de senderismo, recorridos de biodiversidad, intercambios culturales. La riqueza natural de la región es mundialmente reconocida. Pero la socióloga agrícola María Fajardo advierte que esto solo funcionará si la infraestructura respeta los derechos sobre la tierra indígena. No hay carretera, ni red eléctrica confiable, ni un plan turístico que incluya a la comunidad como socio igualitario.
Por ahora, algunas familias están experimentando con cooperativas de cacao, mientras otras convierten canoas migrantes en botes para llevar productos al mercado. Es un comienzo, pero está lejos de compensar lo que se ha perdido.
Aun así, una tenue esperanza persiste: que el flujo pueda algún día reanudarse—no por deseo de revivir el trauma, sino porque ese ingreso significaba opciones. “Era peligroso”, dice Mosquera, “pero teníamos trabajo. Ahora, sobrevivimos día a día.”
Esa tensión—entre el alivio de la paz y la necesidad que empuja—no es exclusiva de Bajo Chiquito. Pueblos fronterizos en México, islas griegas y puntos de tránsito en los Balcanes han vivido oscilaciones similares. Un día están en el mapa mundial. Al siguiente, son olvidados—hasta que la próxima crisis vuelve a abrir la puerta.
El río Tuquesa aún fluye. Sus aguas llevan la memoria de incontables cruces: gritos bajo la lluvia, linternas en la oscuridad, mochilas flotando corriente abajo. Hoy, sus orillas están tranquilas. Los niños juegan. Las gallinas deambulan libres. La selva respira.
Pero, como la corriente, nada permanece quieto por mucho tiempo. Ya sea que el futuro de Bajo Chiquito esté en el cacao, las aulas o una nueva ola de caminantes, una verdad se mantiene:
Lo que ocurre en Washington y Ciudad de Panamá llega a esta aldea más rápido que el propio río.
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Créditos: Reportaje e entrevistas por EFE con Jason Mosquera, Esmeralda Dumasá y la Dra. Katherine Rodríguez; contexto político del Migration Policy Institute y trabajo de campo de la Universidad de Arizona; aportes académicos del Journal of Rural Studies y la socióloga María Fajardo, de la Universidad de Panamá.