ECONOMÍA

La revolución de las etiquetas para el ganado en Brasil: ¿puede la trazabilidad salvar la Amazonía… y su carne?

En los calurosos pastizales de Pará, los vaqueros colocan brillantes aretes de identificación en el ganado inquieto, mientras la industria cárnica brasileña, valuada en miles de millones de dólares, enfrenta un momento de verdad. Los compradores globales exigen ahora pruebas de que los filetes no provienen de bosques talados. La trazabilidad podría ser su salvación… o su última advertencia.


Una etiqueta para cada vaca, un ajuste de cuentas para el rebaño

En el rancho de Reginaldo Rocha, en Pará, las reses braman en el corral mientras destellan etiquetas amarillas y azules entre el polvo. “Solo me quedan 200 —tengan paciencia—”, dijo el ranchero de 59 años a la agencia EFE, inclinando su sombrero contra el sol del mediodía. Está orgulloso de la vida que ha labrado en el borde del bosque desde los años 80, pero el orgullo ya no basta.

Rocha recuerda cuando ampliar el pasto era un símbolo de progreso. Ahora, la expansión despierta sospechas. “Nos criminalizan por trabajar”, afirma. Aun así, sabe que las reglas han cambiado. “Si no rastreamos, tendremos dificultades para vender.”

Solo en Pará viven 25 millones de reses —tres veces su población humana—, y el estado promete etiquetarlas todas antes de finales de 2025. El plazo es ambicioso, quizá imposible, pero pesa la necesidad. Cada etiqueta conectará la vida de una vaca con coordenadas GPS, registrando dónde nació, se engordó y se vendió. Si alguno de esos puntos coincide con tierra deforestada, la historia termina ahí.

“La etiqueta es un pequeño libro contable”, dice Rocha. “Cuenta mi historia… y también puede arruinarla.”

Durante décadas, la riqueza cárnica de Brasil se midió en hectáreas taladas y hatos en expansión. Ahora la métrica se ha invertido. La misma frontera forestal que convirtió al país en una potencia proteica se ha convertido en su mayor pasivo.


Los mercados ahora vigilan los pastos

El mercado global ha dejado de pedir las cosas con amabilidad. En agosto, Estados Unidos impuso un arancel del 50 % a las importaciones de carne brasileña por motivos ambientales. La nueva ley europea de “cadena libre de deforestación” pronto obligará a los exportadores a probar que sus productos no provienen de zonas taladas. El mensaje es claro: sin pruebas, no hay acceso.

El gigante cárnico brasileño —con casi 20 mil millones de dólares en exportaciones anuales— ha descubierto que el papeleo importa tanto como el pasto.

“La trazabilidad ya no es una pegatina de calidad; es el precio de entrada”, dijo Rocha a la EFE. El gobierno federal parece coincidir: aprobó un sistema nacional de rastreo del ganado que se implementará entre 2027 y 2032, siguiendo el ejemplo de Pará. Pero las reformas en el papel no cerrarán la brecha de credibilidad si los rancheros y empacadores no actúan juntos.

El eslabón débil de la industria es bien conocido: el oscuro tramo medio de la cadena de suministro, donde los terneros cambian de manos. “Sabemos dónde terminan, pero no siempre dónde empiezan”, explicó un funcionario de cumplimiento de una gran empacadora.

Por ahora, los ganaderos honestos como Rocha están atrapados entre la sospecha del exterior y la resistencia interna. “Nos ven como villanos, pero alimentamos al mundo”, dice. “Yo solo quiero vender mi carne.”


Cerrando la puerta trasera de la deforestación

En Pará, todos saben cómo funciona el “lavado” de ganado. Un rancho multado por tala ilegal vende su hato a un vecino “limpio”, que luego envía los animales a un matadero que jura que su proveedor directo cumple la ley. En los papeles, la carne está impecable. En el terreno, el bosque ha desaparecido.

Las etiquetas buscan cerrar esa puerta trasera. Pero la transparencia tiene doble filo. “Muchos ganaderos están a la defensiva —va a ser muy complicado llegar a tiempo—”, dijo Sandra Catchpole, jefa de cumplimiento de Masterboi, empresa que ha estado donando etiquetas a sus proveedores, en declaraciones a la EFE.

Otros enfrentan rechazo social. Pedro de Abreu, un ranchero de 40 años apoyado por ONG ambientales, dice ser “el único entre sus vecinos” que etiqueta su ganado. “El productor es flojo… Los que nos adaptamos deberíamos recibir una recompensa”, dijo a la EFE, entre risas y súplicas.

Increíblemente, algunos compradores ahora evitan hatos etiquetados, prefiriendo no heredar un rastro digital que pueda revelar sus propias infracciones. Es una lógica perversa: cuanto más transparente eres, menos tratos cierras.

Cambiar esa mentalidad requerirá incentivos, no solo castigos. Líneas de crédito para productores cumplidores, exenciones fiscales y cupos garantizados de sacrificio para hatos verificados cambiarían los incentivos de inmediato. Un mapa público en línea de ranchos certificados ayudaría a minoristas y compradores globales a favorecer a quienes mantienen su ganado —y su conciencia— limpios.

“El ganadero que sigue las reglas debería ser celebrado, no castigado”, afirmó Catchpole.

EFE/Isaac Fontana

De carga burocrática a ventaja competitiva

Es tentador reducir todo a la vieja fábula moral de la Amazonía: el noble bosque contra los codiciosos ganaderos. Pero la historia real trata de estrategia. Brasil tiene una oportunidad que pocos países pueden igualar: demostrar que la agricultura y la conservación pueden coexistir, y que la trazabilidad no es una carga, sino una marca.

Este noviembre, Pará será sede de la COP30 en Belém. Los diplomáticos sobrevolarán los mismos ríos y bosques que alimentan la industria ganadera brasileña. Imaginen si llegaran a un estado que ya hubiera cumplido su meta de etiquetado: una Amazonía donde el origen de cada animal sea rastreable, cada envío verificable.

“Sin pruebas, no hay futuro para la carne brasileña”, dice Rocha.

La trazabilidad es más que un mapa de vacas. Es un mapa de responsabilidad, uno que podría atraer inversiones verdes y abrir nuevos mercados. Vincular las etiquetas con prácticas de pastoreo y alimentación también podría ayudar a medir las emisiones de metano, convirtiendo los ranchos brasileños en laboratorios de ganadería baja en carbono. El mismo sistema que protege los árboles podría, algún día, generar créditos de carbono para los rancheros que reduzcan sus emisiones.

Nada de esto ocurrirá por decreto. La trazabilidad sin aplicación es teatro; la aplicación sin apoyo a los pequeños ganaderos es suicidio. El gobierno debe facilitar el cumplimiento —con unidades móviles de etiquetado, caravanas veterinarias y sistemas que funcionen sin conexión—. Mientras tanto, el sector privado debe liderar. Si los grandes frigoríficos de Brasil exigen trazabilidad de por vida, el resto de la cadena se alineará en cuestión de meses. Si se estancan, el mercado se moverá a otro lado.

Al final, la etiqueta no es un castigo: es un pasaporte.

Rocha se seca el sudor de la frente y contempla su ganado, con las orejas relucientes bajo el sol. “La gente habla del bosque como si fuera nuestro enemigo”, dice en voz baja. “Pero vivimos dentro de él. Lo conocemos mejor que nadie.”

Esa paradoja —el ganadero como amenaza y guardián a la vez— es el desafío y la oportunidad de Brasil. Las etiquetas no borrarán esa tensión, pero ofrecen algo nuevo: evidencia. Un filete que llega con coordenadas, no con excusas.

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En el mercado, la prueba es poder. En la Amazonía, es la diferencia entre perder el bosque y aprender a vivir con él.

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