ECONOMÍA

Punto de ebullición en Ecuador: diésel, disidencia y la lucha por el alma de la nación

Tres semanas de paros de transporte y bloqueos agrícolas han llevado a Ecuador al límite. Tras eliminar el subsidio al diésel, el presidente Daniel Noboa enfrenta un país al borde del estallido: un manifestante muerto, miles de militares patrullando las calles, su caravana apedreada… y el diálogo, aún un fantasma.


La línea roja del subsidio

Los subsidios a los combustibles pueden sonar como jerga tecnocrática, pero en Ecuador son el pulso del país: un mapa vivo de quién puede moverse, comer y trabajar. Cuando el gobierno eliminó el subsidio al diésel—elevando el precio de $1,80 a $2,80 por galón—no solo tocó una partida presupuestaria: tocó los nervios de una sociedad frágil.

El diésel es la sangre del campo. Mueve tractores, autobuses, barcos pesqueros y camionetas que conectan pueblos con mercados. Cuando ese precio se dispara de la noche a la mañana, también lo hacen los alimentos, los fertilizantes, el transporte y la supervivencia misma.

Noboa insiste en que la reforma es necesaria para restaurar la cordura fiscal. El subsidio, argumenta, era una “distorsión” que costaba miles de millones mientras beneficiaba a contrabandistas y a los ricos. Acompañó el recorte con un aumento del IVA al 15% y redujo la nómina pública, prometiendo redirigir los ahorros hacia programas sociales. Pero la austeridad sin confianza es un mal negocio.

En Ecuador, el momento importa más que la medida. Anunciar recortes antes que beneficios es como quitar el techo antes de construir el refugio. Para una población golpeada por la inflación, el crimen y la sequía, la promesa de inversión social futura suena abstracta frente al golpe inmediato de una gasolina más cara.

Las ayudas únicas del gobierno para amortiguar el golpe fueron vistas como curitas sobre una herida profunda. El movimiento indígena, acostumbrado a las promesas incumplidas, leyó la reforma no como modernización, sino como déjà vu. Recuerdan 2019 y 2022, cuando protestas similares por el combustible dejaron sangre en el asfalto. En Ecuador, el diésel nunca es solo diésel: es dignidad.


Dos narrativas implacables

Ecuador vive hoy dentro de dos relatos irreconciliables, mirándose uno al otro como reflejos que se niegan a parpadear.

Desde la perspectiva de Noboa, el Estado defiende el orden frente a tácticas criminales: bloqueos que asfixian el comercio, turbas que lanzan piedras, una caravana presidencial atacada en una zona rural. El gobierno lo calificó de “intento de asesinato”. En este relato, el presidente protege la democracia del caos.

Desde la mirada de la CONAIE, el guion se invierte. No es rebelión, es resistencia. Una lucha ancestral por una vida digna, enfrentada otra vez a soldados, toques de queda y gases lacrimógenos. Imágenes de militares golpeando a un hombre que intentaba rescatar a un manifestante caído se difundieron en redes, encendiendo la indignación más allá de la base indígena. “Nos llaman terroristas”, dijo una marchista, “pero somos nosotros quienes defendemos el derecho a vivir.”

Cada lado tiene parte de la verdad—y un puñado de riesgos. El gobierno teme una repetición de los levantamientos que casi derrocaron a presidentes anteriores. Los manifestantes ven un patrón familiar: diálogo pospuesto hasta que la disidencia explota.

La geografía también habla. El epicentro del descontento es Imbabura, en el norte—irónicamente, uno de los bastiones electorales de Noboa en abril. Cuando tus propios votantes bloquean las carreteras, no enfrentas un problema de disciplina. Enfrentas un problema de consentimiento.


¿Seguridad primero o estabilidad al final?

Noboa llegó al poder con una promesa: restaurar la seguridad en un país aterrado por los carteles y las masacres carcelarias. Pero su estrategia actual corre el riesgo de confundir fuerza con estabilidad. Desplegar 5.000 soldados en Quito puede disuadir el vandalismo; no convencerá a los campesinos de que pueden sobrevivir a un aumento del 40% en el combustible.

Cuando toda disrupción se etiqueta como crimen, se borra la línea entre un sindicalista y un delincuente. Esa confusión puede ser políticamente útil, pero corroe la legitimidad más rápido de lo que restaura el orden.

Una reforma inteligente reconocería que el subsidio, aunque costoso, funcionaba como una red de protección social rudimentaria en zonas donde los programas focalizados nunca llegaron. Si el gobierno insiste—con razón—en eliminar ese instrumento tosco, primero debe instalar herramientas más precisas.

Eso significa un crédito diésel para pequeños productores y cooperativas de transporte, distribuido automáticamente mediante registros, no favores. Significa publicar los ahorros y mostrar exactamente a los ciudadanos en qué se invierten—clínicas, carreteras, alimentación escolar—con un calendario legalmente vinculante. Y significa nombrar un panel independiente que supervise los precios y abusos de mercado para evitar la manipulación y la ignorancia conveniente.

Los reformistas temen que las concesiones sean signo de debilidad. En realidad, compran tiempo. Bajar la temperatura con alivios creíbles no es rendirse: es estrategia. La estabilidad también es una forma de seguridad, y no se impone con fusiles.


Una salida del callejón sin salida

Ecuador necesita adultos en la sala antes de quemar otra generación de liderazgo. Una mesa neutral—quizás mediada por la Iglesia Católica, universidades y organizaciones cívicas—podría acoger una negociación con plazos definidos que ninguna parte pueda presentar como derrota.

La agenda es evidente. El gobierno debe iniciar una investigación independiente sobre la muerte del manifestante, con plazos y rendición de cuentas transparentes. También debe establecer reglas de actuación que protejan la protesta pacífica mientras aíslan el vandalismo, y diseñar un mecanismo temporal de estabilización del diésel para sectores esenciales hasta que entren en vigor las reformas de fondo.

Por su parte, la CONAIE y los sindicatos aliados deberían mantener los bloqueos lejos de hospitales, depósitos de combustible y rutas de emergencia, y abstenerse de emboscar caravanas presidenciales. Pueden exigir diálogo sin paralizar al país.

Ambas partes deben vincular la reforma a inversiones reales y fechadas en infraestructura rural, riego y sistemas de agua. Las concesiones mineras—otro detonante del conflicto—deberían pausarse hasta realizar consultas transparentes.

Ninguno de estos pasos satisfará a los puristas. Pero juntos podrían darle a Ecuador algo invaluable: tiempo para pensar.

Noboa, con apenas 37 años, aún escribe su biografía política. Puede elegir entre gobernar por decreto o gobernar por persuasión. Lo primero gana obediencia; lo segundo, memoria. La verdadera fortaleza no es negarse a cambiar de rumbo, sino tener el valor de hacerlo públicamente.

El liderazgo indígena, endurecido por décadas de traición, debe recordar que ganar una discusión no es lo mismo que ganar el futuro. El diálogo no es derrota: es un puente.

Ecuador ya ha soportado el terror del narcotráfico, la contracción económica y los estragos de la pandemia. No puede permitirse una implosión constitucional más. La batalla no está en la bomba de diésel: está en el contrato social.

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Aún puede convertirse en una historia de éxito: un país pequeño que demuestra que la reforma de subsidios puede convivir con la justicia, que la seguridad puede convivir con la empatía. O podría ser otra advertencia sobre la terquedad confundida con fuerza. El próximo movimiento—del gobierno y del movimiento indígena—decidirá qué historia cuenta Ecuador al mundo.

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