Subasta petrolera en Brasil reaviva conflicto climático cerca de la desembocadura del Amazonas

Nueve gigantes energéticos acaban de adjudicarse 34 bloques marinos en Brasil, reabriendo una vieja discusión con nuevos bríos: ¿puede un país que promete liderar la lucha climática seguir financiando sus ambiciones con petróleo extraído a un día de navegación del delta del río Amazonas?
Un martillazo, un suspiro colectivo
En un salón con lámparas de araña en el centro de Río, el martillo de madera del subastador cayó repetidamente hasta que solo una quinta parte de los 172 bloques ofrecidos obtuvo nuevos dueños. Pero qué dueños. Petrobras se alió con ExxonMobil, Chevron se acercó a la china CNPC y Shell se asoció con Equinor y Karoon. Para el mediodía, la Agencia Nacional del Petróleo (ANP) ya había recaudado casi mil millones de reales en bonos por firma de contrato y asegurado compromisos por otros 1.460 millones en inversiones exploratorias.
Esas cifras encantaron al Ministerio de Hacienda, pero dividieron la sala en dos. En una mesa, ejecutivos de Petrobras brindaban por “el próximo gran capítulo” de la historia petrolera de Brasil. En otra, abogados ambientalistas susurraban sobre recursos legales antes de que la tinta de los contratos secara. “Entramos como una nación, salimos hablando dialectos distintos del progreso”, suspiró un analista de políticas de la Fundação Getulio Vargas, con su cuaderno aún abierto en columnas tituladas “impulso al PIB” y “riesgo existencial”.
Pero el verdadero titular no fue el dinero—Brasil ha tenido ingresos mayores—sino la geografía. La mitad de las ofertas ganadoras se ubican en el Margen Ecuatorial, una franja azul inexplorada que incluye Foz do Amazonas, donde el río vierte cinco millones de metros cúbicos de sedimentos al Atlántico cada segundo. Esa pluma, visible desde el espacio, enmarca ahora un debate que comenzó en susurros en los pasillos de Brasilia y hoy se grita en la radio: ¿perforar y prosperar o pausar y proteger?
Perforación profunda en aguas turbias
Para entender la preocupación, basta pasar un amanecer con la oceanógrafa Luísa Costa. Baja un sensor de luz desde un barco de investigación frente a Amapá en aguas color café de seis metros de espesor. “La luz solar muere rápido aquí”, explica. “Si el petróleo sube por esta turbidez, los microbios no lo degradan lo suficientemente rápido”. Su equipo de la Universidad de Pará ha catalogado montículos de arrecifes parecidos al coral, delfines rosados de río y el último bastión del manatí antillano justo dentro de los polígonos ahora trazados para naves sísmicas. Ibama—la misma agencia federal que ha frenado durante una década la solicitud de licencia de Petrobras—califica la zona como “ambientalmente singular”.
Petrobras responde con seguridad ingenieril: preventores de reventones con doble cizalla, plataformas con posicionamiento dinámico guiado por satélite, una flota de respuesta a derrames en guardia permanente. “La tecnología supera al miedo”, declaró un vicepresidente de la compañía a periodistas, agitando un folleto con válvulas submarinas de cierre. Pero la tecnología también tiene puntos ciegos. Un estudio de modelación de 2023, realizado por geofísicos de la Universidad Federal de Río de Janeiro, concluyó que las corrientes cruzadas en la boca del delta podrían empujar una mancha hasta 700 kilómetros al norte, rozando la Guayana Francesa antes de que lleguen los equipos de respuesta. Para aldeas costeras como Oiapoque, donde las redes de pesca son sinónimo de sustento, esos mapas de riesgo codificados por colores caen como avisos de desalojo.
La líder indígena Aline Puxiponé fue clara frente a la sede de la ANP: “El dinero del petróleo se acaba. Los ríos muertos no se recuperan”. Su consigna apenas atravesó la fachada de mármol, pero dentro, jóvenes corredores de energía actualizaban paneles de precios Brent, calculando futuros en incrementos de 85 dólares el barril.

Sueños verdes pagados con negro
El gobierno de Lula enmarca la subasta como un puente: perforar ahora, descarbonizar después. Economistas de transición energética de la Universidad de Campinas estiman que Brasil necesitará US $35.000 millones al año hasta 2050 para cubrir su transición limpia—turbinas eólicas en el Nordeste, mega parques solares en el Cerrado y nuevas líneas de alta tensión para llevar esa energía al sur. Hoy, las regalías del presal cubren tal vez una cuarta parte de esa factura. El ministro de Minas y Energía, Alexandre Silveira, sostiene que el crudo fresco engrosará el tesoro nacional mientras se construye la infraestructura verde.
Los críticos replican que ese puente parece más bien un muelle hacia ninguna parte. Esta primavera, un artículo revisado por pares en Ecological Economics advirtió que los proyectos de aguas profundas aprobados después de 2025 podrían tener dificultades para ser rentables si la demanda global de petróleo alcanza su pico a principios de los años 2030. El espectro de los activos varados ronda los balances de Petrobras: desmantelar una sola plataforma ultraprofundas puede costar más que todo el presupuesto anual de ciencia de Brasil.
En tierra, la misma empresa promueve un centro de hidrógeno verde de R $7.000 millones en Pecém. “Pero el hidrógeno no se financia solo”, admitió un director de Petrobras, mirando una diapositiva titulada “Flujo de Caja de Nuevos Barriles”. La paradoja es clara: Brasil necesita dinero del petróleo para dejar el petróleo. Que esa cuenta cierre o no, depende de la velocidad con que se adopten vehículos eléctricos en Pekín y Berlín—fuerzas tan lejanas como decisivas, como el oleaje atlántico en la marea amazónica.
Licencias, demandas y la marea que viene
Los contratos firmados son apenas mapas; el verdadero enfrentamiento está en el papeleo que aún falta. Cada operador debe presentar un Informe de Impacto Ambiental lo bastante robusto como para aplacar a Ibama, la marina y al menos seis municipios costeros. Cooperativas pesqueras exigen fondos compensatorios por adelantado; los consejos indígenas insinúan demandas judiciales, invocando el derecho a consulta libre, previa e informada garantizado por la Constitución.
Mientras tanto, los inversores globales evalúan el costo reputacional. Un fondo de pensiones orientado por criterios ESG se deshizo de acciones de Petrobras a pocas horas de la subasta. Sin embargo, el precio de las acciones subió dos por ciento—prueba de que, en los mercados, los barriles aún pesan más que los tuits.
Los veteranos recuerdan la saga del mar de Barents en Noruega en 2013: una venta de concesiones jubilosa seguida de años de batallas legales, demoras sísmicas y retiros parciales cerca del hábitat del oso polar. La historiadora energética Tereza Villela sugiere que Brasil seguirá ese guión, con manglares en lugar de témpanos.
Por ahora, nueve compañías poseen 34 piezas de un rompecabezas submarino. El despliegue de plataformas podría comenzar a mediados de 2027, lo que pondría las primeras perforaciones exploratorias al alcance visual de los carteles de la COP30 en Belém. Esta yuxtaposición promete imágenes incómodas si el gobierno no logra vender su narrativa de “petróleo para las renovables”. En los muelles de Macapá, los soldadores miran tablones de empleo con la esperanza de contratos para ductos; río arriba, biólogos marcan manatíes con ansiedad por las explosiones de sonar.
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Así, Foz do Amazonas se convierte en algo más que una lección de geografía; es la ecuación moral de Brasil escrita en agua salada y betún. Perforar y arriesgar riquezas ecológicas que el dinero no puede reemplazar, o dejar el crudo bajo el lodo y buscar miles de millones en otro lado. La marea seguirá cambiando mucho después del último comunicado de prensa, pero la decisión que se tome en estos próximos años manchará—o salvará—las costas por generaciones. Mientras el sol de la tarde se inclina sobre el salón de subastas de Río, una línea de una pancarta indígena persiste: “No todo tesoro está enterrado; algunos respiran y viven”. Que los nuevos buscadores de Brasil vean esa verdad antes de que la primera barrena toque el sedimento es la historia que aún se está escribiendo.