NEGOCIOS Y FINANZAS

Cómo la lucha de un agricultor peruano inspira movimientos por la responsabilidad climática

El duelo legal de Saúl Luciano Lliuya contra el gigante energético alemán RWE ha terminado, pero el temblor que provocó sigue recorriendo el mundo. El agricultor andino planteó una pregunta explosiva: ¿deberían las empresas que calientan el planeta pagar la factura por su protección?

El campesino que señaló a un gigante

Saúl Luciano Lliuya nunca buscó titulares—solo tranquilidad. Desde su pequeña parcela sobre la ciudad de Huaraz, veía el resplandor de la laguna Palcacocha bajo glaciares en retroceso. Cada primavera, el nivel del agua subía más, y cada noche imaginaba una losa de hielo desprendiéndose, desatando una pared de agua que borraría hogares y memorias en minutos. Una tarde hizo lo impensable: envió una carta a un consorcio energético alemán exigiendo 17.000 euros—la fracción que calculó le correspondía a la empresa por su parte en las emisiones de carbono que habían acelerado el deshielo.

Algunos lo llamaron valiente; otros, ingenuo. Pero él persistió, cargando datos glaciares de los Andes y gráficos de emisiones a una corte alemana más acostumbrada a disputas de patentes que a dramas climáticos. Su demanda, modesta en lo económico, brillaba por su simbolismo: si un tribunal podía vincular el tubo de escape de una corporación con una laguna creciente, la era de contaminar sin consecuencias podría terminar.

Huaraz es hermosa como lo son las cuerdas flojas: equilibrada entre el asombro y el desastre. Los picos nevados alimentan un collar de lagunas turquesas que riegan campos de papa y sacian una ciudad en expansión. Pero cada litro de agua derretida es una cuenta regresiva; la laguna Palcacocha hoy contiene cuatro veces el volumen que almacenaba al comenzar el siglo. Un solo sacudón—un deslizamiento, un desprendimiento glaciar—podría liberar una mezcla de hielo y rocas capaz de arrasar el valle.

Los vecinos de Lliuya han visto las señales de advertencia: grietas en muros de adobe, pastos anegados mucho después de la lluvia, historias de ancianos que recuerdan una inundación que mató a cientos en los años cuarenta. Apoyaron su demanda no por dinero, sino por una prueba de que sus temores importaban más allá de los Andes—prueba de que alguien, en algún lugar, también escuchaba el reloj que avanza.

Ecos judiciales que se niegan a morir

El tribunal regional de Hamm escuchó, ponderó opiniones de expertos y concluyó que el peligro inmediato era demasiado incierto para continuar. Caso cerrado, al menos en el papel. Pero escondida en la sentencia había una frase que encendió foros jurídicos en todo el mundo: bajo la ley civil alemana, un gran emisor podría ser responsable por una porción proporcional del daño climático si el demandante prueba los hechos. Los jueces habían entreabierto una puerta—lo suficiente para que otros litigantes vieran la luz.

Los abogados ambientalistas no tardaron en actuar. Si una empresa produce el 0,5% del carbono global, ¿por qué no debería pagar el 0,5% de los costos de adaptación, desde Bangladés hasta Barbados? El fallo no otorgó compensación a Lliuya, pero le entregó algo quizás más potente: un reconocimiento judicial de que, algún día, las cifras podrían sostenerse.

La ciencia puede modelar corrientes oceánicas en supercomputadoras y rastrear una sola molécula de CO₂ desde una chimenea hasta la estratósfera, pero convencer a un juez es más difícil. Hay que demostrar que una emisión específica empujó a un glaciar local más allá de su umbral de estabilidad, y que el riesgo de inundación resultante no es solo posible, sino inminente. La jurisdicción complica aún más el asunto: ¿puede un tribunal peruano citar a declarar al CEO de una empresa europea? ¿Puede un tribunal alemán dictar cuán altas deben ser las defensas contra inundaciones en Huaraz?

Aun así, el manual evoluciona. Nuevas demandas integran datos satelitales, reportes corporativos y estudios de atribución climática que cuantifican cuánto más cálida, húmeda o violenta se ha vuelto una región debido a emisores identificables. El equipo de Lliuya argumentó que la empresa en cuestión era una de las más contaminantes de Europa y, por tanto, propietaria de una parte medible del peligro en Palcacocha. El tribunal dijo: “Aún no”, pero nunca dijo: “Nunca”.

Riesgos andinos, repercusiones globales

Los glaciares de los Andes tropicales se encogen más rápido que sus pares polares. A medida que retroceden, primero inundan los valles y luego los dejan secos cuando las estaciones secas se alargan. Para los pueblos agrícolas, ese doble golpe—demasiada agua, luego muy poca—amenaza cultivos, turismo y patrimonio cultural. El gobierno peruano ha intensificado la construcción de represas y los sistemas de alerta temprana, pero los presupuestos se tensan entre crisis concurrentes.

Si futuros demandantes tienen éxito donde Lliuya no lo tuvo, los fondos de adaptación podrían fluir desde los balances corporativos hacia defensas de altura: salidas reforzadas para lagunas, barreras antialudes, subsidios para reubicación. Un precedente así se replicaría en todos los continentes. Islas del Pacífico asediadas por el mar creciente, aldeas africanas que pierden cosechas por olas de calor—todas podrían presentar una factura, desglosada en partes por millón.

Para Lliuya, el veredicto duele, pero también satisface. Vuelve a sus campos sabiendo que rompió el silencio de salas poderosas. Activistas celebran el caso como una chispa en yesca seca; las corporaciones reevalúan sus estrategias legales. Analistas financieros murmuran sobre la “responsabilidad climática” como un nuevo costo en la lista, junto a salarios y materias primas.

Mientras tanto, el hielo sobre Huaraz sigue derritiéndose. Ingenieros vigilan el nivel de la laguna; voluntarios practican simulacros de evacuación; los niños aprenden ciencia del cambio climático antes que divisiones largas. En alguna oficina jurídica iluminada por hojas de cálculo y luces fluorescentes, una joven abogada cita la demanda de un agricultor peruano y redacta la próxima querella, armada con datos más precisos y una concesión tácita de que los contaminadores, algún día, podrían pagar.

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El cielo andino se tiñe de rosa sobre Palcacocha. El agua está quieta esta noche, pero todos oyen el crujido del glaciar. La pregunta ya no es si existe responsabilidad, sino cuándo dirá una corte: “Aquí está la prueba—y este es el precio.”

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