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El mosaico vivo del Perú: cómo las minas de sal de Maras mantienen vivo el Ayni

Muy por encima de Cusco, donde el aire se adelgaza y los Andes parecen inhalar luz, una ladera brilla en blanco. Desde un dron, las pozas de sal de Maras parecen un glaciar congelado y fracturado en mil espejos. Pero para las familias que las trabajan, esas terrazas no son reliquias: son el latido de una economía viva, una que todavía funciona con reciprocidad, no con codicia. Aquí, en el Valle Sagrado de los Incas, cinco siglos de sal y solidaridad continúan resistiendo los algoritmos de la vida moderna.

Ayni en la era de los algoritmos

Aquí, el trabajo no comienza con la orden de un jefe, sino con una pregunta susurrada entre terrazas: ¿a quién toca ayudar hoy? Uriel, un salinero de cuarta generación, sigue el mismo ritmo que sus antepasados. “Hoy trabajamos en mis pozas, y mañana trabajaremos en las de mis amigos,” dijo a la AP, como si explicara una ecuación más antigua que el capitalismo mismo.

Esa ecuación tiene nombre: ayni, el principio quechua de ayuda mutua. No es caridad. Es equilibrio. En un mundo obsesionado con el trabajo sin pausa, los hashtags y la fama viral, el ayni perdura como un acto silencioso de rebeldía. Cada estanque reluciente de sal es de propiedad privada, pero se sostiene colectivamente. Las familias comparten trabajo, tiempos y saberes, transformando la montaña en una coreografía de evaporación y confianza.

Su cooperativa, Marasal, vende sal nacida de un mar prehistórico que alguna vez cubrió esta tierra. Como explicó la geóloga Roseanne Chambers a la AP, el agua subterránea aún transporta ese antiguo océano hacia la superficie, donde el sol y el viento esculpen cristales a partir de la salmuera. El proceso es simple, paciente y exacto: abrir los canales, remover, secar, rastrillar, repetir. El resultado no es solo condimento; es identidad: una firma mineral de altitud y resistencia.

Cinco siglos de salmuera y pertenencia

El Ministerio de Cultura del Perú afirma que la sal se extraía aquí mucho antes de que los incas tallaran su imperio en piedra. En el siglo XX, los burócratas intentaron nacionalizar la producción. Después del golpe de 1968, una empresa estatal tomó el control… pero la ladera se negó a comportarse como una fábrica. Las familias siguieron cuidando sus pozas, esperando a que la burocracia se desvaneciera. Y eventualmente, así fue. Los comunes sobrevivieron a los golpes.

Cada estación seca, de mayo a octubre, cada poza produce entre 150 y 250 kilos de sal al mes, según datos citados por la AP. Cuando llegan las lluvias, la producción cae casi a cero. Los mineros no luchan contra las estaciones; se adaptan. Esta es una economía que conoce los límites de la extracción.

“Si una familia desea vender su poza, debe hacerlo a otro residente,” explicó Florencio, un salinero cuya línea familiar se remonta siete generaciones atrás, en declaraciones a la AP. En otras palabras, las pozas de sal permanecen locales. La riqueza no desaparece en la especulación ni en conglomerados turísticos: se recircula entre las mismas familias que siempre han vivido en esa pendiente. Es capital lento con conciencia.

Y eso es lo que hace que Maras sea extraordinario. Estas terrazas no son piezas de museo que deban conservarse bajo vidrio; son un modelo de gobernanza escrito en arcilla y luz solar. Cuando los forasteros hablan de “protegerlas”, suelen querer decir “congelarlas en el tiempo”. Pero los salineros están haciendo algo más complejo: modernizan en sus propios términos.

Ayni Peru

La matemática cooperativa de la supervivencia

Un saco de sal pesa cincuenta kilos—ciento diez libras de luz solar solidificada en piedra. Los trabajadores lo cargan por senderos estrechos hasta los puntos de pesaje, con la espalda doblada y la respiración corta. A partir de ahí, algunas familias venden a través de Marasal; otras lo hacen por su cuenta. El sistema es flexible pero justo—una mezcla de comunidad y autonomía.

La regla de Uriel de “turnarse” suena poética, pero es pura pragmática. La ayuda mutua amortigua los impactos de las malas cosechas, las enfermedades y las tormentas. Les permite resistir los altibajos del turismo, cuando el mundo redescubre Maras en Instagram y cuando las multitudes desaparecen. Y los protege de los intermediarios explotadores que, durante siglos, drenaron la riqueza de los productores andinos.

Como dijo el guía turístico Juan Carlos Palomino a la AP: “Para los peruanos rurales, es más importante dejar trabajo en la tierra para las próximas generaciones que maximizar la riqueza.”A algunos eso les suena ingenuo. Pero en una era de colapso ecológico, dejar algo atrás puede ser la forma más sofisticada de progreso que existe.

El ayni, después de todo, no es solo bondad—es estrategia. Mantiene el sistema vivo sin agotarlo. Convierte la escasez en solidaridad.

Turismo, sabor y el futuro de las pozas

En el cercano Pichingoto, Ilda dirige una pequeña tienda tallada en la roca, donde vende sal pura y mezclas con hierbas aromáticas. Su hija barre el piso—“tan ordenado como puede estar un local tallado en piedra,” bromeó a la AP. Una sola regla rige todos los comercios: “Los residentes deben manejar las tiendas.” Esa frase protege tanto el sustento como la dignidad. Así es como Maras acoge al mundo sin rendirse ante él.

Pero la fama es un rayo de sol de doble filo. Las pozas ahora atraen a influencers con tanta frecuencia como a comerciantes. Demasiados pies pueden dañar las frágiles terrazas; demasiado empaque puede banalizar lo que tomó generaciones perfeccionar. La respuesta no es el aislamiento, sino la soberanía: reglas que mantienen el valor dentro del valle. La cooperativa impone propiedad local, salarios justos y programas educativos que combinan métodos ancestrales con estándares alimentarios modernos. El desarrollo aquí avanza al ritmo del consenso, no de la conquista.

El futuro del Perú puede depender menos de los megaproyectos y más de lugares como este: paisajes de trabajo donde la cultura misma es la tecnología. Las terrazas de Maras son una máquina ancestral que sigue funcionando con lógica propia—transformando luz solar, pendiente y salmuera en supervivencia. Su verdadero producto de exportación no es la sal. Es la sabiduría.

Y volvemos al ayni, esa palabra sin gemelo perfecto en inglés. Significa ayuda mutua, sí—pero también confianza, ritmo y reciprocidad. Como dijo Uriel, “el trabajo de mañana vendrá porque el de hoy fue compartido.

Crédito a la AP por las citas y reportes. Crédito a las familias de Maras por demostrar que el progreso no tiene que borrar el pasado. Su sal brilla en cada cocina y en cada bolsa de recuerdos—pero el regalo más profundo es invisible: un recordatorio de que la verdadera riqueza no es lo que posees, sino lo que sostienes… juntos.

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