El volcán Arenal de Costa Rica demuestra que el bienestar es más que una palabra de moda en el turismo

A los pies del volcán más fotogénico de Costa Rica, La Fortuna ha reescrito silenciosamente la historia de lo que puede ser viajar. Antes un pueblo fronterizo para buscadores de emociones que perseguían la lava ardiente, se ha reinventado como un santuario de restauración, donde las aguas termales se unen con la conservación y el bienestar se siente menos como una estrategia de mercadeo y más como una experiencia significativa.
De la lava al descanso
Cuando el volcán Arenal dejó de hacer erupción en 2010, el resplandor nocturno que atraía a miles hacia sus laderas desapareció. Los lugareños temieron que los turistas también desaparecieran. En cambio, el silencio se convirtió en una invitación. Sin el rugido de las explosiones, la gente empezó a notar una música más suave: el susurro de las palmas, el chapoteo de los ríos, la profunda quietud que llega cuando la tierra finalmente descansa.
El cambio fue sutil pero transformador. La identidad de La Fortuna pasó de la adrenalina a la conciencia: de admirar la violencia de la naturaleza a saborear su gracia. Los guías comenzaron a ofrecer caminatas de observación de aves al amanecer en lugar de excursiones al volcán. Los agricultores transformaron sus pastos en huertos orgánicos y ecoalbergues. Los dueños de spas se dieron cuenta de que el calor volcánico que burbujeaba bajo sus pies podía calentar algo más que las aguas termales: podía encender una economía basada en el cuidado.
Los visitantes ya no llegaban para perseguir el espectáculo, sino para desacelerar. Se sumergían en pozas sombreadas por orquídeas, caminaban por senderos forestales que serpenteaban alrededor de raíces gigantes y se marchaban con algo más raro que una selfie: la sensación de haber participado, no solo pasado por ahí. El volcán se quedó en silencio, y el pueblo encontró su voz.
Una promesa sostenible, no un eslogan
El renacimiento de La Fortuna no fue un milagro; fue una elección. Las personas que antes vivían al ritmo de la tierra y la cosecha comenzaron a aplicar esos mismos instintos al turismo. “La evolución de la región ha convertido a una comunidad de agricultores en emprendedores del turismo sostenible y regenerativo”, dijo Tadeo Morales, presidente de la Cámara de Turismo y Comercio de Arenal, en una entrevista con EFE.
Las palabras suenan elevadas, pero la prueba está a la vista. En apenas cincuenta y dos kilómetros cuadrados, el pueblo ahora alberga ochenta y seis hoteles, sesenta parques naturales y unas doce mil camas, todos operando bajo estrictos estándares ambientales. Las construcciones se alejan de los cauces de los ríos para proteger las aguas. Los senderos rodean árboles antiguos en lugar de cortarlos. Los desechos se clasifican antes de convertirse en contaminación. Los guías actúan también como naturalistas y narradores, capacitados para explicar no solo lo que se ve, sino por qué importa.
Aquí, la sostenibilidad no es una certificación; es un pacto cívico. Los ingresos del turismo no se evaporan en los resorts: mantienen a las familias arraigadas en su tierra. La comunidad entiende que la salud del bosque y sus medios de vida son inseparables. Cada visitante que elige lo local en lugar de lo lujoso, que rellena una botella en lugar de comprar plástico, agrega un hilo a esa resiliencia compartida.
La evolución del pueblo —de un puesto de observación de lava a un centro de bienestar— demuestra que el crecimiento no tiene que destruir lo que atrajo a la gente en primer lugar. Puede restaurarlo.
Bienestar con sustancia
En La Fortuna, el bienestar no se trata de velas aromáticas ni de modas importadas. Se trata de la cercanía con algo real. Las caminatas matutinas se desarrollan bajo copas de árboles repletas de tucanes y tangaras, donde la humedad se siente medicinal. Las tardes son para piscinas minerales calentadas por el corazón dormido del volcán. La cascada que lleva el nombre del pueblo aún golpea el suelo selvático con el sonido mismo de la creación.
Pero el bienestar aquí también significa conexión: con las personas tanto como con el lugar. Los viajeros visitan fincas de café y cacao, donde aprenden cómo las prácticas de comercio justo sostienen aldeas enteras. Las caminatas nocturnas entrenan los ojos urbanos para descubrir ranas arborícolas, luciérnagas y constelaciones. Un masaje puede darse en un pabellón de bambú junto a un río, donde la banda sonora no es una lista de reproducción, sino el sonido del agua en movimiento.
“La idea no es escapar de la vida, sino sentirse más vivo en ella”, dijo Morales a EFE. Los guías locales describen el bosque como medicina y a la comunidad como la farmacia: un ecosistema que sana porque está intacto. Los visitantes suelen llegar agotados y se van más lentos, más humildes y curiosamente esperanzados.
Y detrás de la serenidad hay pragmatismo. Cada noche extra que un viajero pasa en un albergue de propiedad local financia el mantenimiento de senderos, becas y programas de reciclaje. El bienestar es un concepto circular: te cuidas a ti mismo cuidando el lugar que te acoge.

EFE/ Jeffrey Arguedas
Las cifras —y la responsabilidad
El turismo es la savia vital de Costa Rica. De una población de cinco millones, casi tres millones de visitantes llegan cada año. Aproximadamente medio millón de costarricenses dependen de ese flujo de viajeros para ganarse la vida. Pero la prosperidad tiene su precio: el uso excesivo, la saturación y la complacencia pueden erosionar lo que hace especial al país.
Por eso el modelo de La Fortuna importa: vincula el bienestar económico con la salud ecológica. Como uno de los lugares más biodiversos del planeta, Costa Rica carga con la responsabilidad de proteger casi el cinco por ciento de las especies de la Tierra. Si el turismo aquí no logra equilibrar el beneficio con la preservación, el paraíso se convierte en mercancía.
El gobierno y el sector privado están prestando atención. En septiembre, sesenta y cuatro agentes de viajes de Brasil, Colombia, Paraguay, Ecuador y Canadá recorrieron La Fortuna y sus alrededores para estudiar la combinación única de naturaleza, cultura y comunidad del área, según explicó Christian Doñas de Proimagen Costa Rica a EFE. “Nuestro objetivo es atraer visitantes a través de la sostenibilidad, el ecoturismo, la riqueza cultural, la gastronomía y una amplia gama de experiencias”, afirmó.
El volcán que alguna vez aterrorizó a los lugareños ahora los sustenta. Las aguas termales que antes hervían sin ser vistas ahora representan riqueza compartida. El pueblo ha aprendido que la tranquilidad puede ser una economía, y la empatía, un plan de negocios.
Los visitantes también pueden aportar. Elijan hoteles certificados como sostenibles. Coman en sodas familiares en lugar de cadenas. Den propina a los guías que enseñan, no solo señalan. Y recuerden que la paz que vinieron a buscar depende del cuidado que dejan atrás.
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La historia de La Fortuna no trata solo de turismo; trata de transformación. Cuando la lava dejó de fluir, comenzó otra cosa: un acto colectivo de protección disfrazado de ocio. Aquí, el bienestar no es una palabra de moda. Es el sonido de la lluvia sobre las hojas, el calor del agua volcánica y la silenciosa convicción de que sentirse bien y hacer el bien deberían ser la misma cosa.