Miel de mangle, trabajo de mujeres: cómo Panamá y Perú convierten a las abejas en un escudo costero
En la costa del Pacífico panameño y en el norte de Perú, mujeres apicultoras están colocando colmenas en manglares, cosechando miel mientras restauran un escudo climático. Un proyecto transfronterizo combina ciencia y tradición para generar ingresos, proteger la biodiversidad y demostrar que la conservación y los medios de vida pueden coexistir.
Manglares, miel y un pueblo llamado París
En el borde de la Bahía de Parita, a más de 230 kilómetros al oeste de la Ciudad de Panamá, el pueblo de París despierta con la marea y el susurro de las raíces. El manglar aquí es despensa y farmacia, un muro contra inundaciones y una guardería natural, y ahora también un taller zumbante. Vestidas con trajes blancos y velos, ocho integrantes de la Association of Women Lovers of the Mangrove, Amuram, se internan desde un camino arenoso y desaparecen en lo verde, atendiendo cajas de colmenas de madera equilibradas entre raíces de soporte nudosas. Los marcos cubiertos de abejas suben y bajan; las tapas se cierran con golpes suaves; un zumbido bajo y constante indica que las colonias están fuertes.
“La idea es sacar miel, pero también conservar los manglares”, dijo la apicultora Raquel Pascacio, quien bromea diciendo que primero es amiga del bosque y luego productora. “Tenemos muchos agricultores alrededor. Esto los ayuda a ellos, y nos ayuda a tener comida. La miel es buena, pero ¿cómo vamos a comer si no hay abejas?”, dijo a EFE, trazando una ecuación simple que vincula a los polinizadores con la yuca, las frutas y los cultivos costeros. Cada colmena puede albergar hasta 80,000 abejas y, en una temporada fuerte, producir hasta seis galones (unos 22 litros) en dos meses, un flujo de efectivo que se convierte en jabones, cremas, productos de polen y la diferencia entre subsistir y progresar.
Apicultura climáticamente inteligente, respaldada por la ciencia
Lo que parece rústico es en realidad diseño cuidadoso. Panamá es un gigante del manglar, con unas 170,000 hectáreas de árboles arraigados en sus costas caribeña y pacífica, almacenando carbono, amortiguando marejadas ciclónicas y dando refugio a pesquerías. Los manglares son resistentes, pero no invencibles: mares más cálidos y lluvias irregulares alteran el equilibrio. En diciembre, Amuram se unió a una iniciativa binacional con el Institute of Agricultural Innovation (IDIAP) de Panamá y la National University of Tumbes de Perú, respaldada por la agencia de cooperación española AECID. La premisa es sólida: construir medios de vida que dependan de manglares saludables, y las comunidades se convertirán en sus protectoras más firmes.
“Esta apicultura de manglar puede ser una actividad económica sin dañar el ecosistema, aprovechando su potencial”, dijo Itziar González, coordinadora de la Cooperación Española en Panamá, a EFE. El trabajo de campo refleja esa promesa. La investigadora de IDIAP Ruth del Cid Alvarado introduce sensores en las colmenas para monitorear las variables ambientales que fortalecen o debilitan una colonia. “Monitoreamos la temperatura y la humedad, que son muy sensibles para la colonia”, dijo a EFE. “Con estos sensores podemos hacer ajustes técnicos oportunos. Ahora mismo tenemos una temporada de lluvias muy fuerte, con mucha humedad y precipitación, y eso es muy sensible para las abejas.”
También hay botánica en las cajas. Los mosaicos de manglar rebosan de fuentes de néctar: el mangle blanco Laguncularia racemosa, el Conocarpus erectus, que alimentan a las pecoreadoras que trazan el litoral en vuelos circulares antes de “bailar” direcciones sobre el panal. El resultado es una miel oscura y mineral, con un toque de aire salado y taninos: a taste of place que no puede falsificarse en una fábrica.

De Tumbes a la Bahía de Parita, un aula compartida
El aula del proyecto abarca una hora de océano. En Tumbes, en el extremo noroeste de Perú, un santuario de manglar de 2,972 hectáreas se abre al Pacífico, sus canales respirando con la marea. Allí, investigadores y comunidades trabajan con melipona, abejas sin aguijón que producen menos volumen pero generan una miel compleja y medicinal, apreciada en los Andes. “Estamos analizando las propiedades físicas, químicas, microbiológicas y nutricionales de estas mieles, de Perú y Panamá”, dijo César Joel Feijoo Carrillo, profesor de la Universidad Nacional de Tumbes, a EFE. Su equipo, en alianza con la University of Santiago de Compostela, combina mesas de laboratorio con botas llenas de barro para que las mediciones se traduzcan en dinero.
Feijoo destacó la vuelta de tuerca del modelo: con melipona, es “less but better”. Menor volumen, mayor valor, si las cooperativas logran capturar la prima. Ese margen financia los elementos menos glamorosos que permiten a los productos rurales llegar lejos: mejores cajas y velos, refrigeración, empaques, etiquetas y transporte. También exige paciencia; el flujo de néctar sigue su propio calendario. La semana pasada, agricultores y profesores de Tumbes viajaron a Panamá para intercambiar notas, observar inspecciones y afinar protocolos compartidos: cuándo dividir una colonia, cómo sombrear las cajas para estabilizar la temperatura, cómo cosechar sin debilitar la colmena antes de una semana de humedad extrema. El intercambio ya está cambiando prácticas en ambas costas.
Dinero de la miel y el futuro de la protección costera
La promesa se siente robusta porque resuelve muchos problemas a la vez. Los manglares son carbon vaults y storm buffers: acción climática eficaz y barata que además sostiene pesquerías. Pero la conservación sin empleo es frágil. En París, Panamá, mujeres que antes caminaban por el bosque buscando mariscos o leña ahora lo recorren para cuidar un activo que se multiplica. Las colmenas requieren cuidado; los manglares, protección. Ambas labores se refuerzan mutuamente.
Los beneficios se expanden. Los agricultores en los bordes del bosque ven estabilizarse sus cosechas gracias a una mejor polinización. Los mercados obtienen un producto local con una historia que viaja, desde puestos hasta tiendas boutique urbanas. Las escuelas realizan demostraciones, trajes pequeños, degustaciones y una lección simple: cómo una flor blanca del mangle termina convertida en ámbar en una cuchara. El ritmo de vida se alarga; los hogares comienzan a pensar en temporadas, no en días.
Los riesgos persisten. Las lluvias fuertes elevan la humedad de las colmenas y fomentan enfermedades; la sequía frena los flujos de néctar. La solución es adaptación: sensores para alertas tempranas, forraje diversificado, mallas de sombra y una red transfronteriza de solución de problemas que detecta alertas antes de que escalen. La escala también importa. Unas pocas docenas de colmenas pueden transformar un vecindario; miles requieren planificación para evitar saturar el mercado o agotar las flores disponibles. Pero las mujeres de Amuram no persiguen un boom: están construyendo un medio de vida que se ajusta al ecosistema.
Para González, Feijoo y del Cid, la recompensa es social tanto como ecológica. La capacitación, el equipamiento y las estructuras cooperativas les dan a las mujeres una plataforma y una fuente de ingresos. Caminar el manglar con un velo de apicultora se convierte en un manifiesto silencioso: las cuidadoras y las beneficiarias son las mismas personas. A medida que la miel de melipona de Tumbes y la miel de manglar de Parita Bay ganan reputación, las cadenas de valor se extienden hacia lugares que antes se consideraban destinos finales más que nodos. “Esto es un ganar-ganar”, dijo Feijoo a EFE. “Gana el ecosistema, ganan las comunidades, ganan los investigadores y gana toda persona que usa miel o sus derivados.”
Ciencia, historia y el mercado que escucha
El sabor es un argumento, y esta miel presenta un caso hermoso. Más oscura que las florales de montaña, espesa con un toque de bruma marina, lleva la química de un mapa vivo. El proyecto trata ese sabor como un dato: perfiles de laboratorio que certifican origen y calidad, números de lote vinculados a manglares específicos, códigos QR que llevan al comprador, desde un mercado en Lima o Ciudad de Panamá, a un marco colocado entre raíces. La procedencia no es solo marca; es poder de negociación para productores pequeños en un mundo saturado.
Con esa prueba llega la ventaja. Las cooperativas pueden negociar mejores condiciones con compradores, obtener precios premium por miel de manglar o melipona verificada y financiar lo esencial: etiquetas, frascos, refrigeración y un motor lo suficientemente fuerte para operar el extractor. La ciencia alimenta la historia, y la historia alimenta la contabilidad. “Less but better”, como dice Feijoo, deja de ser un lema y se vuelve un plan.
Donde las abejas guían, los bosques siguen
De vuelta en Bahía de Parita, la marea ha cambiado. Las mujeres apilan ahumadores y velos en una caja plástica, deslizan marcos pegajosos en una canasta y cargan su equipo hacia el pueblo. Detrás de ellas, el manglar murmura y las abejas siguen escribiendo el léxico luminoso del día sobre lo verde. Pascacio lo resume con claridad. La miel es dinero, sí. Pero sin abejas no hay fruta, y sin manglar no hay escudo.
Lo que ocurra después se decidirá en actos pequeños y constantes: una alerta de sensor atendida en una tarde húmeda, un taller en el que niñas se prueban velos y se imaginan a sí mismas vistiendo blanco, un envío cuya etiqueta cuenta una historia que hace que un comprador se detenga. Conservación y sustento pueden compartir el mismo sistema de raíces. En el Pacífico panameño y la costa norte del Perú, la prueba está en el frasco, y en el bosque que aún se mantiene en pie donde la marea avanza lenta.
Lea También: El mosaico vivo del Perú: cómo las minas de sal de Maras mantienen vivo el Ayni



