Ushuaia, en Argentina, y Longyearbyen, en Noruega, reflejan los extremos polares en los viajes
En los confines más australes de Argentina, Ushuaia enfrenta a su gemela ártica, Longyearbyen, en un espejo de hielo, viento e historia, donde el cambio climático, el turismo polar y la identidad de frontera chocan, como captura con intimidad la reportera de National Geographic, Veronica Stoddart.
Gemelas del fin del mundo, un océano de distancia
En extremos opuestos del planeta, Ushuaia, Argentina y Longyearbyen, Noruega son como sujetalibros del asentamiento humano. Como informa Veronica Stoddart en National Geographic, ambos puestos avanzados se ubican en el límite de lo que parece habitable, rodeados de una vasta naturaleza, pero conectados a circuitos globales de turismo, ciencia y comercio. Una ciudad ostenta el título de ciudad más austral del mundo, la otra el de la más septentrional. Una enfrenta las furiosas aguas del pasaje de Drake y el canal Beagle; la otra mira hacia el helado océano Ártico. Entre ellas se extiende un hemisferio de mar y continente, pero sus historias riman de formas sorprendentes.
Longyearbyen, con apenas 2,400 habitantes de alrededor de 50 países, es la ciudad más grande del archipiélago de Svalbard, situada en Spitsbergen, aproximadamente a mitad de camino entre la Noruega continental y el Polo Norte. Su tundra ártica sin árboles, las estructuras mineras oxidadas y las filas de contenedores le dan la apariencia visual de una frontera industrial. Encajada entre dos lenguas glaciares, el lugar parece, en palabras de Richard Bolstad a National Geographic, “como si estuvieras en la cima del mundo”. Ese sentido de extremidad geográfica es más que marketing; moldea todo, desde la arquitectura hasta la salud mental, como han señalado durante mucho tiempo investigadores polares en Polar Geography al describir el peso psicológico de la oscuridad, el aislamiento y el frío.
En el otro extremo, Ushuaia se extiende por empinadas calles en el archipiélago de Tierra del Fuego, encajada entre las escarpadas montañas Martial, una ramificación de los Andes, y las aguas gris acero del canal Beagle. Con unos 82,000 habitantes, es, técnicamente, una ciudad pequeña, pero aún conserva el aura de un pueblo de frontera. Comenzó como una colonia penal para los prisioneros más peligrosos de Argentina; hoy es la última gran parada de la Carretera Panamericana, el literal fin del camino. Alrededor del 90 por ciento de los cruceros a Antártida parten desde aquí, transformando lo que alguna vez fue un lugar de exilio interno en un punto de partida global para viajes de lujo, expediciones científicas y sueños de mochileros. Investigadores en Annals of Tourism Research describen este tipo de destino como una frontera de “última oportunidad”, donde los visitantes se apresuran a ver glaciares, pingüinos y paisajes vírgenes que creen que pronto podrían desaparecer.
Ambas ciudades, como subraya Stoddart, cuentan con universidades, museos, festivales de música y escenas gastronómicas sorprendentemente sofisticadas. Sus casas pintadas de colores no son solo un toque para Instagram, sino una estrategia contra la tristeza invernal. En Ushuaia, el gerente de operaciones Santiago Mendizabal cuenta a National Geographic que el cambiante juego entre montañas y mar, cómo la luz y el clima redibujan constantemente el horizonte, es uno de los grandes encantos de la ciudad, un recordatorio de que incluso en el llamado fin del mundo, la vida es mucho más que un eslogan para postales.

Donde la oscuridad dura meses y los árboles crecen de lado
La vida en Longyearbyen se organiza en torno a la tiranía de la luz. Aproximadamente de octubre a febrero, el sol nunca sale, sumiendo al pueblo en la noche polar; de abril a agosto, nunca se pone realmente, bañando todo en el resplandor dorado y bajo del sol de medianoche. Los residentes dependen de cortinas opacas en verano y lámparas especiales en invierno para evitar que sus ritmos circadianos se disuelvan. Como ha demostrado la investigación en la revista Sleep Medicine, estos ciclos extremos de luz pueden afectar significativamente el ánimo, la calidad del sueño y la vida social, haciendo de los rituales comunitarios, conciertos, festivales y deportes colectivos una estrategia informal de salud pública.
Ushuaia se ubica justo al norte del Círculo Polar Antártico, por lo que escapa de la noche polar total. Aun así, junio y julio traen días largos y tenues, y de diciembre a enero la luz puede extenderse hasta 17 horas. Si Longyearbyen está definida por el frío, Ushuaia lo está por el viento. Las ráfagas que llegan del pasaje de Drake son tan fuertes que los residentes colocan piedras en los techos, y algunos árboles crecen de lado, permanentemente doblados por los vientos polares. El espectáculo de “cuatro estaciones en un día” es un cliché aquí, pero no es inexacto: sol, lluvia, aguanieve y nieve pueden barrer la ciudad en una sola tarde. Sin embargo, las temperaturas son sorprendentemente suaves, a menudo rondando los 14°C (58°F), un recordatorio de que “sur” no siempre significa “brutal”.
Ambas comunidades viven bajo estrictos regímenes ambientales. En Longyearbyen, los gatos están prohibidos para proteger a las aves vulnerables, y nadie es enterrado en el permafrost, donde los cuerpos no se descomponen adecuadamente. Los edificios se construyen sobre pilotes elevados sobre el suelo congelado, un diseño que ingenieros citados en Cold Regions Science and Technology consideran esencial para evitar daños estructurales a medida que el permafrost se desplaza bajo la presión de un clima más cálido. Alrededor del pueblo, deambulan cientos de osos polares, una realidad tan presente que los residentes deben portar rifles fuera del asentamiento. En una inusual cortesía ártica, las puertas se dejan sin llave para que cualquiera sorprendido por un oso pueda correr al edificio más cercano. El hábito de quitarse los zapatos en espacios públicos es un vestigio de los días de la minería del carbón, cuando el polvo se adhería a cada bota.
En Ushuaia, las normas ambientales se centran en la gestión de residuos y la protección de la fauna en el Parque Nacional Tierra del Fuego y los ecosistemas marinos circundantes. Cruceros, flotas pesqueras y operadores turísticos están sujetos a regulaciones múltiples destinadas a proteger pingüinos, lobos marinos, aves marinas y ballenas. Sin embargo, modelos climáticos publicados en Climatic Change advierten que tanto las regiones antárticas como árticas se están calentando a tasas muy superiores al promedio global; los glaciares y campos de nieve que atraen visitantes a estos lugares son precisamente lo que las tendencias a largo plazo ponen en riesgo.

Turismo, memoria y el negocio del fin del mundo
A pesar de su precariedad, tanto Ushuaia como Longyearbyen han aprendido a convertir el aislamiento en un activo. En cada extremo de la Tierra, el chocolate artesanal y la cerveza artesanal se han convertido en símbolos de vida cosmopolita. En Longyearbyen, Fruene Café vende bombones hechos a mano y los residentes beben cerveza de agua glaciar de la Svalbard Brewery. En Ushuaia, varias chocolaterías se alinean en las colinas, mientras locales y visitantes disfrutan la cerveza Beagle, un guiño de marca al histórico canal que la rodea.
La gastronomía se convierte en narrativa del lugar. En el restaurante Huset de Longyearbyen, un menú degustación de 14 tiempos exhibe ingredientes árticos: reno, foca, perdiz nival, centolla ártica, erizo de mar, plancton, espino amarillo, acedera de montaña, mora ártica y un atlas comestible de ecosistemas de alta latitud. Cerca, el restaurante Funktionærmessen construye una historia similar en sus platos. En Ushuaia, las aguas circundantes proveen centolla austral, merluza negra, mejillones grandes y salmón real de Patagonia; las estancias aportan el icónico cordero fueguino; los bosques locales, calafate. Restaurantes como Kaupé, Kalma y Le Martial Restó transforman estos ingredientes en alta cocina que aún sabe inconfundiblemente al archipiélago. Estudios en el Journal of Sustainable Tourism señalan cómo esta “gastronomía de territorio” ayuda a que regiones remotas diversifiquen más allá de industrias extractivas, haciendo que el turismo sea menos conquista y más encuentro.
La vida al aire libre es el otro pilar. Longyearbyen ofrece kayak, paseos en cuatriciclo, exploración de cuevas de hielo, ciclismo, pesca, motos de nieve, trineo de perros y caminatas sobre glaciares de Svalbard. De septiembre a marzo, las auroras boreales pueden pintar el cielo; en verano, los visitantes pueden ver osos polares, renos deambulando por el pueblo, zorros árticos, morsas, focas, delfines, ballenas y cientos de especies de aves. Ushuaia, anclada por el Parque Nacional Tierra del Fuego, ofrece senderismo, esquí alpino, snowboard, navegación, kayak, pesca e incluso buceo. El Tren del Fin del Mundo brinda vistas panorámicas de montañas, bosques y glaciares, mientras los paseos en barco revelan colonias de pingüinos, apostaderos de lobos marinos y ballenas errantes.
Pero más allá de las excursiones y los menús degustación, ambos lugares se sostienen por algo menos tangible. En Ushuaia, el eslogan “fin del mundo” está en todas partes: el Museo del Fin del Mundo, el Tren del Fin del Mundo, la Posada del Fin del Mundo, la Oficina de Correos del Fin del Mundo, tiendas de regalos y camisetas que proclaman fin del mundo, pero también oculta una realidad más silenciosa. Como dice Mendizabal a National Geographic, la gente se queda porque la vida ofrece “algo difícil de encontrar en otro lugar”: una comunidad fuerte y una intimidad diaria con la naturaleza. En Longyearbyen, la ejecutiva de marketing Ruth Sainz le cuenta a Stoddart sobre un “efecto Svalbard”, donde “todos ayudan a todos” y el entorno hostil convierte a extraños en vecinos.
Vista desde una perspectiva latinoamericana, la ciudad más austral de Argentina es más que una curiosidad en el borde del mapa. Ushuaia recuerda que las historias regionales de castigo, extracción y marginalidad pueden transformarse en nuevas identidades que abrazan la ciencia, la conservación y un turismo cuidadosamente gestionado, en lugar de ser solo fronteras de recursos. Junto a Longyearbyen, forma un eje planetario de pueblos atrapados en el hielo que nos obliga a preguntarnos qué significa vivir bien en lugares que ya están en la primera línea del cambio climático. En ese sentido, como muestran National Geographic y Veronica Stoddart, el verdadero fin del mundo no es solo un destino; es una prueba de cómo la humanidad elige habitar sus bordes más frágiles.
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