Los ritmos del ballroom en Bogotá convierten la supervivencia queer en alegría radical y deslumbrante
Bajo luces de neón y ritmos vibrantes, la escena ballroom de Bogotá se ha convertido en un refugio donde personas queer y trans colombianas transforman el baile en protesta, el maquillaje en armadura y las familias elegidas en resguardo frente a una ciudad aún marcada por el machismo y el odio letal.
El ballroom como santuario en una ciudad hostil
Entre luces, lentejuelas y pasos audaces, la comunidad LGBTIQ+ de Bogotá ha convertido la cultura ballroom en un manifiesto vivo. Los balls son parte fiesta, parte campo de batalla, un lugar donde el arte se vuelve grito, el delineador se transforma en escudo y cada giro y caída repite la misma declaración: estamos aquí. En una noche concurrida en la capital, la artista drag Olimpia Chanel se desliza por la pista como artista y matriarca. Ella es la “madre” fundadora de la Iconic House of Chanel en Bogotá, una casa ballroom y red de familias elegidas para personas con orientaciones sexuales e identidades de género diversas. Inspirada en un legado nacido en Harlem hace más de medio siglo, Olimpia demuestra que cada pose y cada mirada es también una lucha silenciosa por la dignidad, la diversidad y el amor propio. “Si hay algo que puedo encontrar en el ballroom y que no existe en otros espacios, sería la diversidad, la hermandad y el amor”, le dice a EFE, resumiendo lo que hace que la gente regrese a estos templos subterráneos de brillo y rebeldía.
De la resistencia en Harlem a las familias elegidas de Bogotá
El ballroom no nació en Bogotá, por supuesto. Surgió en Estados Unidos en los años setenta como un acto de resistencia liderado por comunidades LGBTIQ+ negras y latinas, especialmente en Harlem, Nueva York. En aquellos días, las personas queer racializadas enfrentaban una doble discriminación: una por su sexualidad o identidad de género, y otra por el color de su piel, en una sociedad impregnada de racismo y homofobia. Excluidas de los concursos de drag dominados por mujeres blancas, una mujer trans negra llamada Crystal LaBeija decidió crear su propia escena. De su gesto desafiante nacieron los ballrooms: espacios más seguros donde las personas podían expresarse libremente a través del baile, la performance, la ropa y la actitud, sin miedo a la violencia o al rechazo.
Esa energía tardó décadas en viajar hacia el sur. El ballroom llegó a Bogotá en 2017, en una época en la que muchos bares y discotecas aún negaban discretamente la entrada a personas cuyas identidades escapaban de la norma heterosexual. Incluso en espacios supuestamente “gay-friendly”, las personas trans y de género diverso a menudo eran rechazadas en la puerta o acosadas una vez dentro. En ese clima, el ballroom apareció como un portal inesperado: un lugar para ser libres, para “mariconear”—ser extravagantes, queer sin miedo—y construir comunidad al mismo tiempo.
De esas primeras noches surgió la casa pionera del ballroom en Colombia, la House of Tupamaras, creada para personas que habían sido expulsadas de sus hogares biológicos por ser quienes son y necesitaban un nuevo nido donde echar raíces y formar otro tipo de familia. “Hay muchas personas de la comunidad que no son aceptadas por ser quienes son en nuestro contexto colombiano, que es machista, racista, falocéntrico, xenófobo y más”, cuenta Olimpia a EFE. “Eso nos obliga a crear nuevos espacios donde nos sintamos cómodos y sepamos que vamos a estar bien”. Estas casas no son solo metáforas poéticas. Muchas cuentan con un espacio físico donde sus miembros viven juntos, comparten el arriendo y la vida cotidiana, convirtiendo el parentesco ballroom en solidaridad de carne y hueso.
Su fuerza se conecta con otros procesos de base dentro de la comunidad LGBTIQ+ de Colombia. Un ejemplo es la Ley Comunitaria Trans, una “Ley Trans Comunitaria” redactada por más de 100 organizaciones, activistas y redes de apoyo para garantizar el derecho a la identidad de género y otros derechos históricamente negados. Más de 1.355 personas participaron en su consulta nacional, cuyos resultados se presentaron en Bogotá en mayo de 2023. La necesidad es urgente. Aunque el ballroom está en la ciudad desde 2017, la violencia no ha disminuido. Solo en 2024, la red “Sin Violencia LGBTI” documentó 175 asesinatos de personas LGBTIQ+, un telón de fondo sombrío para la alegría en la pista de baile.

Nuevas categorías, nuevos cuerpos, nuevas formas de brillar
La primera ola del ballroom en Bogotá solo conocía tres categorías: vogue, runway y lip sync. Estaban pensadas para cualquiera que quisiera expresarse, liberarse y ser visto desde el escenario. Con el tiempo, a medida que más personas llegaban con sus propias historias y necesidades, el movimiento evolucionó. Hoy, la escena presume una amplia gama de categorías, cada una una ventana específica para el talento: desde moda y rostro hasta performance de género y narración a través del movimiento.
La artista trans Pia Cañón, conocida en el escenario como Baby Lilith, explica a EFE que las categorías surgen de las diversas necesidades individuales de las personas queer. El objetivo es dar a cada quien un espacio donde “su ser, su arte” pueda salir a la luz sintiéndose parte de una comunidad basada en la hermandad y el crecimiento mutuo. La artista drag Valentina Uribe, quien se presenta como Microcósmica, ve el mismo proceso como un viaje colectivo de descubrimiento. “El hecho de que haya diferentes categorías y diferentes espacios nos permite encontrar con qué nos sentimos más cómodas, con qué nos sentimos más identificadas”, le dice a EFE. “Conocemos a otras personas que nos enseñan cosas distintas; es un proceso muy mágico y hermoso de autodescubrimiento que también se construye en comunidad.”
En cualquier noche, esa magia es tangible. Alguien puede entrar tímidamente, sin saber quién es o cómo moverse, y salir con un nombre de casa, una familia elegida y una categoría que por fin se siente como hogar. La competencia es real—los trofeos importan, los puntajes se gritan, los jueces son examinados—pero bajo la rivalidad corre una corriente de protección. En un país donde aún puede costar la vida ser abiertamente queer o trans, ser juzgado por un juez de ballroom suele ser una forma más amable de juicio que la que espera afuera.
Arte, apoyo mutuo y el deber de cuidar
El ballroom en Bogotá no es solo performance; también es una silenciosa máquina de apoyo mutuo. Durante algunos balls, los organizadores invitan a los asistentes a donar alimentos no perecederos, ropa, útiles escolares, productos de higiene y dulces. Las donaciones luego se entregan a la Fundación Sonrisas Sin Fin, una fundación que apoya a familias de bajos recursos. Las reinas cubiertas de brillo y los bailarines de vogue quizás no parezcan trabajadores sociales tradicionales, pero están tejiendo una red de seguridad que va mucho más allá del escenario.
Para muchos participantes y espectadores, lo que hace inolvidables estas noches no es solo la moda o las batallas, sino el ambiente. “Lo que más me gusta es la vibra”, dice Tatiana, una de las asistentes entrevistadas por EFE. “Se siente muy original, muy libre. La gente es increíblemente auténtica. Vale la pena visitar estos espacios para que la diversidad pueda vivir, porque eso es lo que somos los seres humanos: diversos.” Sus palabras resuenan con lo que Olimpia Chanel y los demás padres de casa ya saben. En una Bogotá aún marcada por el patriarcado y el prejuicio, el ballroom es mucho más que una moda prestada de una serie de HBO o un documental de Netflix. Es un archivo vivo de resistencia, un lugar donde los jóvenes reescriben sus historias en ochos y pasarelas, y donde la supervivencia misma puede lucir como un desfile impecable y brillante por una pasarela improvisada.
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