Los nuevos objetivos letales del Ejército de Colombia sacuden las filas y reavivan viejos temores
Un nuevo conjunto de incentivos en el campo de batalla está remodelando la guerra de Colombia contra los grupos armados, presionando a los comandantes para “duplicar resultados” y atacar con certeza parcial. The New York Times y el periodista Nicholas Casey describen un ejército bajo presión—donde resurgen viejos traumas y los civiles pueden pagar el precio.
Vuelve la mentalidad de cuotas a los cuarteles
Dentro del Ejército colombiano, la frustración se ha convertido en aritmética. Órdenes escritas y entrevistas con altos oficiales reportadas por The New York Times y Nicholas Casey describen un clima de mando en el que las brigadas son evaluadas por una suma directa: la “aritmética” de muertes, capturas y rendiciones. Al inicio de este año, generales y coroneles fueron reunidos, recibieron formularios de compromiso titulados “Fijación de Metas 2019” y se les pidió firmar para un aumento de resultados. Los informes internos diarios comenzaron a registrar “Días Sin Combate”, y los comandantes eran reprendidos si sus unidades pasaban demasiado tiempo sin asaltos. El mensaje, según lo interpretaron los oficiales, no era simplemente ser efectivos—era ser visiblemente letales, con frecuencia y de manera medible.
El arquitecto de la directiva, el mayor general Nicacio Martínez Espinel, reconoció haber dado órdenes para “duplicar los resultados operacionales”, argumentando que “la amenaza criminal aumentó” y que mantener el ritmo anterior no cumpliría los objetivos nacionales. Sin embargo, en un país aún marcado por el escándalo de los “falsos positivos” de mediados de los 2000—cuando civiles fueron asesinados y presentados falsamente como guerrilleros para cumplir cuotas—cualquier regreso a la presión basada en resultados cae como un temblor bajo instituciones ya resquebrajadas. Oficiales le dijeron a Casey que el temor no es abstracto: temen que la lógica de los números esté erosionando nuevamente la disciplina de la contención.
Sesenta por ciento de certeza y el costo humano del error
El cambio más inquietante descrito a The New York Times no es solo un aumento en las operaciones; es la reducción del umbral para la acción letal. Una orden instruyó a los soldados a no “exigir perfección”, incluso si persistían serias dudas sobre los objetivos. Otra señalaba que las operaciones debían lanzarse con “60 a 70 por ciento de credibilidad o exactitud.” Oficiales dijeron que el cambio redujo efectivamente las salvaguardas que se habían reforzado tras abusos anteriores, reemplazando la deliberación por el impulso. El general Martínez disputó la interpretación de la instrucción, insistiendo en que “el respeto por los derechos humanos es lo más importante” y que las acciones se mantenían “dentro de la ley”. Argumentó que la directriz se refería a la planificación y no a la ejecución. Pero los oficiales le dijeron a Casey que el efecto práctico es el mismo: la incertidumbre ya no es una luz roja; se trata como un margen aceptable.
En Colombia, ese margen tiene una historia de tragarse campesinos, viajeros y a cualquiera que tenga la mala suerte de ser malinterpretado por una patrulla nerviosa. Investigaciones en The Journal of Conflict Resolution y Latin American Research Review han vinculado desde hace tiempo los incentivos por bajas con la vulnerabilidad civil en contextos de contrainsurgencia, especialmente donde la rendición de cuentas es débil y la inteligencia es confusa. El temor de los oficiales, según lo transmitido por Casey, es que la memoria institucional está siendo sobrescrita por un renovado apetito de pruebas—pruebas que puedan ser fotografiadas, registradas y reportadas hacia arriba.
Describieron incentivos como días extra de vacaciones por aumentar las bajas en combate, un beneficio que puede parecer pequeño hasta que se convierte en una moneda que mide la lealtad. En una reunión relatada por un oficial, un general instó a los comandantes a “hacer lo que sea” para aumentar los resultados, incluso sugiriendo “aliarnos” con grupos armados criminales para obtener información sobre objetivos. En un conflicto donde los paramilitares y las redes criminales han prosperado a la sombra de la debilidad estatal, la idea de una colaboración táctica—aunque sea como sugerencia—muestra cuán rápido se difuminan las líneas cuando el Estado se desespera por mostrar éxito.

La paz se deshilacha, la política se endurece y reaparecen viejos fantasmas
Estas órdenes, reportó The New York Times, llegaron apenas dos años después de que Colombia firmara un histórico acuerdo de paz con su mayor fuerza rebelde, las FARC. Pero la paz ha resultado esquiva: combatientes disidentes volvieron a las armas y otros grupos criminales y paramilitares se expandieron en regiones disputadas. Un grupo guerrillero que nunca firmó un acuerdo perpetró un mortal atentado con coche bomba en Bogotá en enero, recordando que la violencia puede sobrevivir a los tratados cuando las economías territoriales—rutas de cocaína, minería ilegal, mercados de extorsión—siguen intactas.
La presión política también se intensificó. Colombia enfrentó exigencias de la administración Trump para mostrar avances contra el narcotráfico a pesar de cerca de 10 mil millones de dólares en ayuda de EE. UU. a lo largo de los años, y el presidente Iván Duque—un conservador que hizo campaña contra el acuerdo de paz por considerarlo demasiado indulgente—reemplazó a los altos mandos en diciembre. Documentos publicados por Human Rights Watch, citados en el reportaje de Casey, señalaron que nueve oficiales vinculados a abusos anteriores fueron nombrados en cargos de alto rango, incluyendo figuras que ahora dirigen ofensivas a nivel nacional. El general Martínez dijo que no participó en homicidios ilegales y que no está siendo investigado por la fiscalía. Aun así, el simbolismo importa en un país donde la continuidad en el mando no es solo administrativa—es moral.
El historial sigue siendo impactante. De 2002 a 2008, hasta 5,000 civiles o guerrilleros fueron asesinados fuera de combate, según las Naciones Unidas, y al menos 1,176 miembros de las fuerzas de seguridad fueron condenados por crímenes relacionados con esas muertes. Para muchos colombianos, esas cifras no son historia; son una advertencia.
Una reunión en enero cristalizó el cambio. Cincuenta generales y coroneles se reunieron en un hangar en las montañas a las afueras de Bogotá y, al regresar de un receso, encontraron formularios de compromiso esperándolos. El documento pedía a cada comandante que enumerara los totales del año anterior—rendiciones, capturas, muertes—y luego fijara una nueva meta. Los oficiales dijeron que la instrucción fue directa: duplíquela. A los pocos días, la directiva llegó por escrito, firmada por el general Martínez. Poco después, oficiales de inteligencia y comandantes regionales se reunieron en Cúcuta, en la frontera con Venezuela, donde se les dijo que ahora los resultados importaban, incluso si eso significaba obtener información de grupos armados ilegales para derrotar a rivales.
Las consecuencias comenzaron a salir a la luz. Oficiales dijeron a The New York Times que identificaron asesinatos y arrestos sospechosos. Uno citó un informe del 23 de febrero que describía un enfrentamiento en el que tres miembros poco armados del Clan del Golfo supuestamente se enfrentaron a un pelotón de 41 soldados—un relato que el oficial consideró inverosímil. Más visible fue el asesinato de Dimar Torres, un exguerrillero que se había desmovilizado bajo el acuerdo de paz. Su cuerpo, hallado alrededor del 22 de abril cerca de la frontera con Venezuela, presentaba una herida de bala en la cabeza. Un video de celular de los pobladores captó a soldados cerca de una tumba a medio cavar; testigos dijeron que los militares intentaron hacerlo desaparecer. El ministro de Defensa, Guillermo Botero, defendió inicialmente el tiroteo como una lucha por un arma, luego un comandante regional se disculpó públicamente. Oficiales dijeron a Casey que muchos otros casos nunca saldrán a la luz.
Las señales institucionales reforzaron el temor. Una diapositiva titulada “Días Sin Combate” circuló internamente, clasificando a las brigadas según el tiempo que llevaban sin combatir. En la literatura de contrainsurgencia—desde Security Studies hasta World Development—se sabe que estos tableros distorsionan el comportamiento, privilegiando la acción sobre la precisión. En Colombia, donde la inteligencia rural suele ser fragmentaria y los civiles transitan por los mismos caminos que los combatientes, el riesgo de identificación errónea es estructural, no incidental.
El contexto político dificulta la contención. El presidente Iván Duque gobierna bajo la presión de demostrar mano dura y en medio del escepticismo hacia el acuerdo con las FARC que él mismo rechazó. Al mismo tiempo, las economías ilegales persisten y los grupos armados se fragmentan y recombinan más rápido de lo que las instituciones pueden adaptarse. La tentación de volver a métricas que “funcionan” en el papel es poderosa. Sin embargo, el propio ajuste de cuentas de Colombia mostró el costo de esos atajos: la legitimidad se derrumba cuando el Estado mide el éxito por cuerpos.
Oficiales que hablaron con The New York Times dijeron sentirse atrapados entre las órdenes y la memoria. Sirvieron durante reformas destinadas a evitar la repetición de los falsos positivos, solo para ver cómo los estándares vuelven a relajarse. El general Martínez insiste en que el ejército está siendo malinterpretado, que los comandantes eligen sus propios aumentos y que la legalidad rige las operaciones. Pero el texto de la orden—aceptando 60 a 70 por ciento de certeza—proyecta una larga sombra, especialmente cuando se combina con incentivos y presión pública para producir resultados.
La pregunta ahora no es si Colombia enfrenta amenazas reales; las enfrenta. Es si el país cree que la paz puede asegurarse comprimiendo la duda, o si ha aprendido que la certeza—ganada lentamente, verificada rigurosamente—es la única moneda que protege a los civiles y fortalece al Estado. Como reportó Nicholas Casey, el ejército vuelve a contar. Los colombianos recuerdan a dónde llevó esa aritmética una vez.
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