Alberto Fujimori: un legado controvertido que moldeó al Perú moderno
El ex presidente peruano Alberto Fujimori, que falleció a los 86 años tras una larga batalla contra el cáncer, deja tras de sí un legado complejo y profundamente polarizador. Celebrado por su papel en la derrota de la insurgencia de Sendero Luminoso, pero condenado por sus abusos a los derechos humanos, su impacto en América Latina sigue siendo significativo.
El ascenso de Alberto Fujimori al poder fue tan inesperado como dramático. Nacido de padres inmigrantes japoneses en 1938, Fujimori era un profesor universitario sin experiencia política cuando se postuló a la presidencia en 1990. Su candidatura fue vista como una posibilidad remota en un país que se tambaleaba por la inestabilidad política y económica. La hiperinflación había alcanzado niveles asombrosos y la insurgencia maoísta de Sendero Luminoso amenazaba el tejido mismo de la sociedad peruana.
La formación académica y tecnócrata de Fujimori lo diferenció inicialmente de la clase política tradicional. Su campaña populista conectó con votantes que estaban hartos de la corrupción y la ineficacia de las administraciones anteriores. Su victoria en 1990 marcó el comienzo de una década turbulenta para Perú, en la que Fujimori condujo al país a través de un colapso económico y un conflicto civil en escalada.
Heredó una nación al borde del colapso total. La inflación se había disparado a casi el 7.500%, y el grupo guerrillero Sendero Luminoso, liderado por Abimael Guzmán, había orquestado un régimen de terror en todo el país, con atentados y asesinatos convirtiéndose en parte de la vida cotidiana. El gobierno de Fujimori se propuso abordar esta doble crisis, pero sus métodos definirían para siempre su legado, para bien o para mal.
Las reformas económicas del “Fujishock”
Los primeros años de Fujimori en el cargo estuvieron dominados por su programa de reforma económica radical, conocido como el “Fujishock”. Aquejada de hiperinflación y deuda masiva, la economía peruana necesitaba un remedio inmediato. Fujimori recurrió a reformas neoliberales, recortando el gasto público, eliminando subsidios y abriendo los mercados peruanos a la inversión extranjera. Aunque dolorosas en el corto plazo, estas medidas terminaron estabilizando la economía y controlando la inflación.
Sin embargo, estas drásticas políticas económicas también tuvieron un costo humano. Para muchos peruanos, en particular los de las comunidades pobres y rurales, el Fujimori representó una era de severa austeridad y penurias. Los precios de los bienes esenciales se dispararon y los niveles de pobreza aumentaron antes de que se sintieran los beneficios de la reforma. A pesar de las dificultades, las medidas económicas de Fujimori se ganaron el elogio de instituciones financieras internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que vieron al Perú como un modelo de cómo un país podía salir de un abismo económico.
La capacidad de Fujimori para controlar la inflación y atraer inversión extranjera le valió el apoyo de la clase media urbana del Perú y de sus aliados internacionales. Pero si bien sus políticas económicas le valieron reconocimiento, fueron sólo un preludio de las batallas que se avecinaban con Sendero Luminoso, la insurgencia maoísta que había hundido al Perú en el caos.
La guerra contra Sendero Luminoso
Tal vez el logro más decisivo y divisivo de Fujimori haya sido su despiadada campaña contra Sendero Luminoso. La insurgencia, que comenzó a principios de los años 1980, había paralizado al país con tácticas terroristas, incluidos asesinatos, atentados con bombas y ataques a funcionarios del gobierno. Cuando Fujimori asumió el poder, Sendero Luminoso estaba a punto de derrocar al Estado.
La estrategia de Fujimori fue directa y brutal. En 1992, ejecutó un autogolpe, disolviendo el Congreso peruano y asumiendo poderes extraordinarios, incluido el control sobre el ejército y el poder judicial. Esto le permitió lanzar una ofensiva militar a gran escala contra Sendero Luminoso y, en septiembre de ese año, el gobierno había capturado a su líder, Abimael Guzmán. La captura de Guzmán fue un punto de inflexión en la guerra, que paralizó efectivamente la insurgencia.
Sin embargo, la victoria tuvo un alto precio. Durante la campaña, el gobierno de Fujimori fue acusado de graves violaciones de los derechos humanos, entre ellas ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y la creación de escuadrones de la muerte que no sólo atacaban a los insurgentes, sino también a los civiles, en particular en las comunidades indígenas y rurales. Uno de los episodios más infames fue la masacre de Barrios Altos en 1991, en la que 15 civiles, entre ellos un niño de ocho años, fueron asesinados por un escuadrón de la muerte vinculado al régimen de Fujimori.
Aunque sus partidarios le atribuyen el mérito de haber salvado al Perú del borde del colapso, el saldo humano fue asombroso. Casi 69.000 personas murieron durante el conflicto, y muchas de esas muertes se produjeron durante la represión de Fujimori contra los insurgentes. Para muchos en el Perú, en particular entre la población indígena, el legado de Fujimori está empañado por estas atrocidades.
La caída en desgracia y el camino al exilio
A medida que avanzaba la década de 1990, las tendencias autoritarias de Fujimori comenzaron a eclipsar sus éxitos anteriores. Además de reprimir a los insurgentes, concentró cada vez más el poder en sus propias manos, marginando al poder judicial y silenciando a la oposición. Su dependencia de su jefe de inteligencia, Vladimiro Montesinos, empañó aún más su administración. Montesinos, que más tarde se reveló profundamente involucrado en la corrupción, fue una figura clave en el control de los medios y la supresión de la disidencia.
La percepción del público sobre Fujimori comenzó a cambiar a medida que surgieron revelaciones de corrupción y abuso de poder. En 2000, Fujimori ganó un controvertido tercer mandato en el cargo, pero su victoria se vio empañada por acusaciones generalizadas de fraude electoral. Enfrentado a una oposición creciente y escándalos de corrupción, huyó a Japón durante una visita oficial a Asia, renunciando al cargo por fax. Fue un final ignominioso para un hombre que alguna vez había sido aclamado como el salvador del Perú.
Durante años, Fujimori vivió exiliado en Japón, donde pidió asilo, protegido por su doble nacionalidad. Sin embargo, en 2005, durante una visita a Chile, fue arrestado y extraditado a Perú para enfrentar cargos de corrupción y violaciones de los derechos humanos. En 2007, fue condenado por ordenar las masacres de Barrios Altos y La Cantuta, así como otras violaciones de los derechos humanos. El juicio marcó un momento histórico para Perú, ya que fue una de las pocas veces que un ex jefe de Estado había sido condenado por tales crímenes en América Latina.
Fujimori fue sentenciado a 25 años de prisión, una sentencia que fue aclamada por grupos de derechos humanos como una victoria de la justicia. Sin embargo, incluso en prisión, Fujimori siguió siendo una figura polarizadora. Sus partidarios siguieron viéndolo como el hombre que salvó a Perú del borde de la destrucción, mientras que sus detractores lo vieron como un tirano que había pisoteado las instituciones democráticas del país.
Un legado dividido en América Latina
La muerte de Alberto Fujimori en 2024, tras una larga batalla contra el cáncer, puso fin a un capítulo profundamente controvertido de la historia peruana. Su fallecimiento generó reacciones encontradas: sus partidarios se reunieron para lamentar la muerte del hombre al que consideraban un héroe nacional, mientras que otros recordaron el oscuro período de abusos a los derechos humanos bajo su régimen.
Sin embargo, el impacto de Fujimori se extiende más allá de las fronteras del Perú. Su presidencia fue emblemática de las luchas más amplias que muchos países latinoamericanos enfrentaron durante el siglo XX: batallas contra grupos insurgentes, el desafío de mantener la gobernanza democrática y los problemas profundamente arraigados de la corrupción y la desigualdad.
Las políticas económicas de Fujimori, si bien de naturaleza neoliberal, reflejaron la tendencia mundial de la década de 1990 hacia reformas orientadas al mercado. Países como Argentina, Brasil y México también experimentaron reformas económicas similares durante este período, buscando integrarse a la economía global. El éxito de Fujimori en la estabilización de la economía peruana fue visto como un modelo para otras naciones que enfrentaban crisis similares, aun cuando los costos sociales de sus reformas fueron profundos.
Además, su batalla contra la insurgencia de Sendero Luminoso fue parte de una narrativa más amplia en la lucha de América Latina contra los movimientos guerrilleros de izquierda. Países como Colombia, Guatemala y El Salvador también enfrentaron brutales insurgencias durante la segunda mitad del siglo XX, y en muchos casos, los gobiernos recurrieron a tácticas similares: represión militar, escuadrones de la muerte y abusos generalizados de los derechos humanos. El legado de Fujimori, en este sentido, es emblemático del delicado equilibrio entre seguridad y justicia que sigue atormentando a América Latina.
Para los peruanos, es probable que el legado de Fujimori siga siendo un punto de discordia durante generaciones. Su hija Keiko Fujimori, ahora una figura política prominente por derecho propio, ha seguido defendiendo el legado de su padre, posicionándose como la líder de su movimiento político. Sin embargo, sus ambiciones políticas se han visto obstaculizadas por las divisiones persistentes sobre la presidencia de su padre, así como por sus propios problemas legales.
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Mientras Perú mira hacia el futuro, la nación sigue profundamente marcada por el mandato de Fujimori. Ya sea visto como un héroe o un villano, no hay duda de que Alberto Fujimori cambió para siempre el curso de la historia peruana y latinoamericana.