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Crisis Sanitaria Venezolana Lleva a los Fieles a las Salas de Sanación de José Gregorio

En una nación fracturada por la política, la escasez y la desconfianza, José Gregorio Hernández se ha convertido en algo raro: un punto de unidad. El humilde médico de los Andes, venerado durante mucho tiempo como el “doctor de los pobres”, es ahora oficialmente el primer santo de Venezuela. Su canonización es más que un hito religioso: es un espejo sostenido ante un país que necesita sanar —su fe en sí mismo, en el servicio y en los demás.

Un Santo Formado por la Ciencia y el Servicio

José Gregorio Hernández Cisneros nació el 26 de octubre de 1864 en Isnotú, un pequeño pueblo rodeado de colinas brumosas en el estado Trujillo. Sus padres eran devotos y pobres, y de ellos heredó tanto la curiosidad como la bondad. A los 13 años dejó su hogar rumbo a Caracas para estudiar medicina. A los 24 ya había obtenido su título en la Universidad Central de Venezuela, y poco después puso su mirada en los laboratorios de Europa.

En París y Roma, Hernández estudió bacteriología y patología, campos que aún estaban en pañales. Intentó dos veces convertirse en monje, pero su salud y su temperamento lo devolvieron a la medicina. “La providencia tenía otros planes”, escribió uno de sus contemporáneos, citado por EFE. De regreso en Caracas, fundó la primera cátedra de bacteriología del país, se unió a la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales, y comenzó a practicar en silencio lo que predicaba: una medicina moderna arraigada en la compasión.

Sus pacientes no eran los poderosos. Eran vendedores ambulantes, obreros, viudas y huérfanos. “Nunca preguntaba si podías pagar, preguntaba dónde te dolía”, dijo el historiador Luis Ramírez a EFE. El apodo de “doctor de los pobres” no nació de la leyenda, sino de la costumbre. Abría su casa a los enfermos y pagaba las medicinas de su propio bolsillo. El 29 de junio de 1919, mientras cruzaba una calle de Caracas para entregar medicinas, fue atropellado por uno de los pocos automóviles de la ciudad. Tenía 54 años.

La ciudad enmudeció. Multitudes llenaron las calles, llorando. Su muerte se sintió personal, casi familiar. Al caer la noche, los hogares de la capital brillaban con velas encendidas. En las décadas siguientes, la gente comenzó a llamarlo San Gregorio, mucho antes de que Roma lo hiciera.

Una Canonización que Cruza Líneas Políticas

La historia de Venezuela rara vez se detiene para alcanzar consensos. Pero la canonización de José Gregorio logró lo que pocos eventos han conseguido: unir al gobierno, a la oposición y al pueblo en la veneración.

El presidente Nicolás Maduro calificó la decisión del Vaticano como “un acto de justicia para un hombre que en vida protegió a los más humildes”, y añadió que su santidad tenía “gran significado en un momento en que nuestra nación se siente amenazada por la mayor potencia militar de la historia”, en aparente alusión a Estados Unidos, según EFE.

Los líderes de la oposición aprovecharon el momento para pedir gracia en el país. Las familias de los detenidos políticos instaron al gobierno a liberar a los presos “en el espíritu de misericordia” que el santo encarnaba. La Conferencia Episcopal Venezolana, haciendo eco de ese llamado, pidió “medidas de gracia” para liberar a quienes están detenidos por motivos políticos. La Fiscalía General negó que existieran tales presos, insistiendo en que los detenidos habían cometido delitos. Aun así, el simple hecho de debatirlo fue inusual: por una vez, los venezolanos discutían cómo honrar el momento, no cómo dividirse por él.

Ese mismo día, otra venezolana, la hermana Carmen Rendiles, también fue canonizada, dando al país dos santos en el mismo altar. Fue, aunque solo por un instante, un momento de reconciliación. “Su santidad pertenece a todos —ricos o pobres, creyentes o escépticos, gobierno u oposición—”, dijo el obispo Tulio Ramírez, vicepostulador de la causa, a EFE. “Eso es lo que lo hace verdaderamente venezolano.”

El camino hacia la santidad es largo, y en el caso de José Gregorio comenzó oficialmente en 1949. Fue declarado Siervo de Dios en 1972 y más tarde Venerable. Pero el Vaticano exige prueba: un milagro. Lo encontró en Yaxury Solórzano Ortega, una niña de 10 años de Guárico que sobrevivió a un disparo en la cabeza en 2017 después de que su madre rezara a José Gregorio. “La ciencia no pudo explicar su recuperación”, dijo el obispo Ramírez a EFE, “así que la fe llenó el espacio que la ciencia no pudo”.

En 2021, el papa Francisco aprobó el milagro y beatificó a Hernández en una ceremonia transmitida en vivo desde Caracas, donde las multitudes lloraron como si un siglo de devoción hubiera sido finalmente escuchado. El paso final —la canonización— llegó después de que el Vaticano confirmara un segundo milagro, también relacionado con una curación inexplicable.

Pero el pueblo nunca esperó el permiso de Roma. Durante generaciones, el retrato de José Gregorio ha estado junto a la Virgen y San Antonio en los altares domésticos. Se le venera no solo en iglesias, sino también en capillas callejeras, donde las velas arden junto a estetoscopios y frascos de medicina. Su imagen también vive dentro de las tradiciones sincréticas, parte del mosaico espiritual venezolano que mezcla la devoción católica con raíces africanas e indígenas.

Algunos dentro de la Iglesia temieron que esta fe híbrida retrasara su santidad. Otros la vieron como la prueba más válida de su alcance. “Él escucha a todos —médicos, enfermos, desesperados, dudosos—”, dijo María Luisa Gómez, una devota que le enciende una vela cada domingo, en declaraciones a EFE frente a la iglesia La Candelaria.

EFE/ Miguel Gutiérrez

De las Colinas de Isnotú al Santuario de La Candelaria

Tras su muerte, los peregrinos acudieron a la tumba de José Gregorio en el Cementerio General del Sur. Se encendieron tantas velas que una vigilia llegó a incendiar la lápida, según los obispos venezolanos. En 1975, sus restos fueron trasladados a La Candelaria, una pequeña iglesia en el centro de Caracas que hoy sirve como santuario de gratitud.

Dentro, las paredes están cubiertas de ofrendas: muletas, fotos, notas escritas a mano, anillos de boda. El aire huele a cera y oración. Los visitantes hacen fila a diario, susurrando agradecimientos por empleos conseguidos, enfermedades curadas y penas sobrellevadas. “No es superstición; es esperanza”, dijo el padre Numa Molina, uno de los custodios del santuario, en declaraciones a EFE. “Nos enseña que la medicina y la fe no son enemigas. Son dos caras del cuidado.”

Mientras tanto, Isnotú, su lugar de nacimiento, se ha convertido en un sitio de peregrinación, donde los visitantes suben la colina hasta una modesta capilla con vista al valle. “La gente viene con lágrimas y se va más liviana”, dijo el padre José Jiménez, custodio del santuario, a EFE. “Sanó cuerpos en vida y ahora sana corazones.”

Para Venezuela, cansada de décadas de división, José Gregorio Hernández ofrece otro tipo de cura —no política ni económica, sino moral. Recuerda al país que el servicio puede ser sagrado, que la ciencia puede ser misericordiosa y que la compasión es una revolución en sí misma.

En un mundo hambriento de héroes, el “doctor de los pobres” destaca precisamente porque no intentaba serlo. Solo hacía su trabajo, con amor, humildad y fe. Y en una época en la que tanto la ciencia como la santidad son puestas en duda, el nuevo santo de Venezuela une ambas.

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Un siglo después de su muerte, José Gregorio Hernández aún hace visitas a domicilio —a través de oraciones, de historias, y de la silenciosa convicción de que la bondad también puede ser divina…

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