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Descubre a las leyendas mexicanas Maná y su legado perdurable en el rock

Durante casi cuatro décadas, Maná ha retumbado desde Guadalajara como un trueno, fusionando ritmos latinos con la actitud del rock en himnos que resuenan tanto en fiestas de barrio como en arenas de rascacielos. Sus conciertos, discos y activismo incansable prueban que la música puede mover tanto corazones como la historia.

Los cimientos de una fuerza icónica del rock mexicano

Imagina la escena musical de México a mediados de los años ochenta: el synth-pop dominaba las emisoras, los cassettes de metal importado se vendían en los tianguis, y persistía una gran incógnita: ¿podía una banda local unir la percusión autóctona con la energía del rock de estadios? En medio de esa incertidumbre surgieron cuatro jóvenes músicos, liderados por el vocalista Fher Olvera y el potente baterista Álex González. Se llamaron Maná, una palabra susurrada desde una novela de aventuras polinesia que significa “energía positiva”. El nombre les quedaba perfecto.

Los primeros conciertos fueron batallas sudorosas y con poco presupuesto. Cuerdas de guitarra rotas, amplificadores prestados y un público que desconfiaba de una banda de rock en español. Pero cada presentación dejaba una huella inconfundible: melodías que coqueteaban con el reggae, el pop y el folclor, acompañadas de letras que se atrevían a hablar sobre la destrucción ambiental o la apatía política. El álbum de 1992, ¿Dónde Jugarán los Niños?, detonó más allá de las fronteras de México, vendiéndose más rápido de lo que los distribuidores podían prensarlo, y consolidó el rock en español en las listas internacionales. De repente, la banda que todos decían que jamás llegaría al mainstream llenaba recintos desde Buenos Aires hasta Barcelona.

Rompiendo récords y moldeando la identidad latinoamericana

El éxito no detuvo su marcha, solo amplió el campo de batalla. El Staples Center de Los Ángeles se rindió primero: trece conciertos consecutivos con entradas agotadas, una hazaña que ningún otro artista había logrado en ningún idioma. Luego vino una residencia en arenas sin precedentes y, más recientemente, cuatro noches con lleno total en el Kia Forum, superando el récord local de Bruce Springsteen. Las cifras impresionan: once álbumes de estudio, más de 45 millones de copias vendidas, decenas de entradas en las listas de Billboard, siete álbumes en el número uno del ranking latino en EE. UU.

Pero los récords cuentan solo la mitad de la historia. Basta con mirar al público en un concierto de Maná: adolescentes envueltos en la tricolor mexicana junto a abuelos que recuerdan el primer sencillo radial de la banda. Familias enteras corean la silbante introducción de Rayando el Sol como si fuera el himno nacional. En ciudades con grandes comunidades migrantes, los conciertos se convierten en catarsis: noches en las que personas que crecieron a miles de kilómetros de distancia cantan el mismo coro con el mismo acento y sienten nostalgia juntas.

Al otro lado del Atlántico, los críticos británicos alguna vez se preguntaron cómo era posible que una banda que cantaba en español llenara el Wembley Arena de Londres. Salieron convertidos, escribiendo columnas sobre un grupo que empuñaba maracas como si fueran guitarras eléctricas y transformaba la frustración política en celebración colectiva. Cada gira demuestra que fronteras, visados e idiomas se desvanecen cuando un riff de mil vatios se encuentra con una letra que llega directo a la memoria.

Más allá de la música: la influencia social y ambiental de Maná

Mientras los discos de platino se acumulaban, Fher y Álex llevaban otra cuenta. Los titulares sobre tortugas marinas en peligro y selvas arrasadas los llevaron a fundar la Fundación Ecológica Selva Negra, una organización sin fines de lucro que ha sembrado decenas de miles de árboles, limpiado playas y cabildeado por la protección de especies amenazadas en todo el continente. Que una estrella de rock se involucre en causas benéficas no es nuevo. Pero el enfoque de Maná raya en la obsesión: financian criaderos de tortugas, asisten a audiencias legislativas e incluyen anuncios de servicio público ambiental en sus conciertos.

Los fans acostumbrados a las canciones de amor se encontraron de pronto aplaudiendo campañas de reforestación. La estrategia funcionó. Las organizaciones conservacionistas reportan aumentos en las donaciones después de cada parada de la gira, y jóvenes oyentes ahora citan a la banda como la razón por la que cambiaron botellas plásticas por reutilizables. Cuando le preguntaron a Fher qué importaba más, si las listas o la caridad, respondió: “Las canciones abren la puerta. Lo que hagamos con esa puerta define el tipo de mundo que dejaremos a nuestros hijos.”

Esa misión se filtra en su música. Cuando los Ángeles Lloran, un homenaje estremecedor al ambientalista asesinado Chico Mendes, aún enciende encendedores—y ahora linternas de celulares—cada noche. Su activismo ha inspirado a una nueva generación de rockeros latinos que ya no ven contradicción en mezclar letras de protesta con ritmos bailables. Maná demostró que, en realidad, las dos cosas van de la mano.

Sonidos en evolución y horizontes futuros

Los fans esperaron diez largos años por nuevas canciones originales, temiendo que la banda que marcó su adolescencia se retirara lentamente al cómodo estatus de leyenda. En cambio, Fher emergió de una tormenta de ansiedad personal y anunció una nueva etapa creativa: prueba de que incluso los veteranos del rock pueden seguir persiguiendo la inquietud artística. Antes del nuevo álbum, Maná planea lanzar Noches de Cantina, un disco con clásicos reinventados junto a estrellas jóvenes como Sebastián Yatra y Christian Nodal. Los primeros adelantos revelan viejas melodías envueltas en trompetas de mariachi, ritmos urbanos y toques de flamenco, hilando generaciones en ráfagas de tres minutos.

En camerinos, Álex bromea diciendo que lo más difícil de la longevidad es cuadrar agendas: adolescentes descubren la banda en apps de streaming mientras sus padres contratan niñeras para ir al concierto. Pero esa amplitud temporal, insiste el baterista, es precisamente la esencia de todo. “Cuando un chico de quince y un adulto de cincuenta cantan ‘Vivir Sin Aire’ al unísono,” dice, “te das cuenta de que la música supera la edad.”

El camino por delante está lleno de hitos por alcanzar: un probable récord de 50 millones de ventas, quizás una gira por el 40 aniversario, tal vez un sencillo sorpresa que combine bajos del rock con el dembow del reguetón para mantener a todos adivinando. Sea cual sea la forma que elija Maná, el plan no cambia: escribir desde las entrañas, tocar como si fuera la última noche en la Tierra y usar los reflectores para acercar el mundo un poco más a la justicia.

Casi cuarenta años después de su primer ensayo en un garaje estrecho de Guadalajara, Maná sigue siendo prueba de que el arte puede rugir, consolar y movilizar al mismo tiempo. Traspasaron las barreras del idioma sin abandonar sus raíces, llenaron arenas sin rendirse al brillo corporativo y defendieron causas ambientales sin caer en el sermón. En ese proceso, le dieron a América Latina una banda sonora para el desamor y la esperanza, y le mostraron al mundo que el rock mexicano no es eco de tendencias anglosajonas, sino un latido propio.

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Y cuando se apagan las luces de la casa tras el cuarto encore y el último platillazo resuena en la noche, una verdad persiste: el sonido de Maná es imparable porque le pertenece a cualquiera que se atreva a cantar.

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