VIDA

El afamado orfebre argentino funde munición de guerra para una bendición papal

En un estrecho taller de San Telmo iluminado por el resplandor del fuego, el maestro orfebre Juan Carlos Pallarols, de 82 años, funde casquillos de balas de guerras pasadas para forjar un cáliz reluciente destinado al papa León XIV: una copa frágil con la que espera brindar por la paz mundial.

Heredero del fuego y la plata

El taller de Pallarols parece suspendido en el tiempo. Yunques tiznados de hollín reposan junto a un piano de cola; retratos de artesanos ya fallecidos comparten pared con bocetos de bastones presidenciales. “Mi bisabuelo martillaba la plata en Galicia,” cuenta a EFE. “Mi padre continuó en Buenos Aires, y yo nunca dejé la fragua.”

Esas manos familiares han dado forma a objetos de poder durante medio siglo. En 1973, Pallarols elaboró el bastón de mando de Juan Domingo Perón; desde el retorno de la democracia en 1983, todos los presidentes argentinos han posado con un bastón suyo—excepto uno. En 2023, el presidente electo Javier Milei exigió que el mango llevara tres cabezas de perro esculpidas. “Un símbolo nacional no puede tener mascotas,” replicó el orfebre; el bastón fue devuelto y ahora descansa, a medio envolver, en una esquina del estudio.

Pero más allá del boato político, la verdadera pasión de Pallarols radica en transformar la violencia en belleza. Hace una década, comenzó a forjar “rosas de la paz” con munición de las Malvinas, la Guerra Civil Española e incluso la Segunda Guerra Mundial. Cada pétalo contaba dos historias: una de destrucción y otra de renacimiento. Hoy esas rosas florecen en iglesias desde la Patagonia hasta Madrid.

Balas, bronce y una congregación de manos

El proyecto del cáliz profundiza esa alquimia. Vecinos entran al taller con pequeños paquetes: un clavo arrancado de una trinchera en Monte Longdon, una bala 9 mm disparada en Kosovo, virutas de bronce de relicarios en honor a San Héctor Valdivieso. Uno a uno, dejan sus reliquias en el crisol encendido. “Cada fragmento es una oración,” susurra Pallarols mientras saltan chispas.

Insiste en que la copa no irá directamente a Roma. Primero debe recorrer las 24 provincias argentinas—y subir hasta Chiclayo, Perú, donde el papa León XIV fue obispo. En cada parada, en plazas de pueblo y escalinatas de catedrales, personas comunes grabarán sus iniciales en la base del cáliz con un pequeño punzón de acero. “Cuando por fin se lo entregue al Santo Padre,” dice el orfebre, “tendrá en sus manos un coro de miles.”

Investigadores de la Universidad Nacional de Quilmes señalan que Argentina aún almacena unas 400 toneladas de munición desactivada de conflictos pasados; convertir una fracción de ese metal en arte sacro, afirman, “reimagina la memoria a través del oficio.” Pallarols asiente: “Las balas solo son malvadas si las dejamos así.”

EFE/ Enrique Garcia Medina

El principio del bastón

Para él, la simbología debe ser cristalina. Sus bastones presidenciales llevan el escudo nacional, un sol radiante y una banda de madera de andesita—nada más. “Ni rostros ni colores partidarios,” repite. Esa postura le ha valido elogios de constitucionalistas y fastidio de políticos ávidos de adornos personales.

Cuando Milei rechazó el bastón sin perros, los analistas predijeron que el octogenario cedería. En cambio, guardó el bastón en su bóveda y se concentró en el cáliz. “La plata dice la verdad,” encoge los hombros. “No se puede intimidar al metal.”

La historiadora María Sáenz-Quesada escribe que la negativa de Pallarols “recoloca las ceremonias nacionales en las instituciones, no en los egos”: una crítica silenciosa que resuena en un país cansado del espectáculo partidista.

Una copa para el próximo siglo

El cáliz va tomando forma: un tallo trenzado como trigo andino, una copa ancha que reflejará cada rostro que se incline sobre ella. La incrustación provendrá de mates donados por gauchos, cuentas turquesas de tejedoras mapuches y botones de latón usados por enfermeras de la Guerra Civil Española. El borde sigue desnudo, a la espera del vertido final del “metal de la paz”, previsto para finales de este año.

Pallarols planea partir hacia Roma a comienzos de 2025. Si el papa León XIV bebe de la copa durante la misa o la exhibe en una galería vaticana, al orfebre poco le importa. “Lo que importa,” dice, “es que la gente recuerde: fundimos el miedo en esperanza.”

Incluso a los 82 años, trabaja hasta pasada la medianoche, con Bach flotando desde el viejo piano mientras suena el soplete. Visitantes—estrellas de cine, escolares, turistas errantes—entran, hipnotizados por el baile de chispas naranjas sobre la plata. El maestro les entrega una lima: “Tomen, trabajen un minuto, den forma a su futuro.”

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Afuera, el tráfico de Buenos Aires resopla y las bocinas chillan, pero dentro de la fragua el único ritmo es martillo sobre metal, bala en flor, guerra convertida en rezo. Y en esa cadencia constante, Juan Carlos Pallarols persigue la tesis de su vida: que un solo objeto, tocado por muchas manos, puede llevar el anhelo de concordia de una nación al corazón de la cristiandad.

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