El agricultor colombiano que enseñó a Ecuador a saborear su propio café

En una cresta envuelta en niebla cerca de Quito, un migrante colombiano convertido en agricultor transformó la Finca Frajares en un aula viva para el café de especialidad de Ecuador. Su experimento en agroturismo sugiere una verdad más profunda: el sabor, la dignidad y la conservación pueden crecer juntos si lo decidimos.
De piezas de carro a corazones de café
Hace treinta años, Francisco Restrepo empaquetó su vida en Colombia y condujo hacia el sur, persiguiendo no oro ni petróleo, sino una segunda oportunidad. El camino lo llevó a las verdes costillas del Chocó andino ecuatoriano: a setenta kilómetros del skyline colonial de Quito, donde la niebla y el canto de los pájaros se mezclan en un mismo murmullo tranquilo.
Al principio, intentó con ganado. La tierra dijo no. El suelo era demasiado frágil, los pastizales demasiado empinados. Así que, en 2013, Restrepo escuchó, retiró las cercas y plantó plántulas en su lugar. Ese cambio —de ganado a hojas— redefiniría no solo su vida, sino también el significado de la resiliencia rural en los Andes.
Plantó café Arábica, aquel que prospera en altitud y cuidado. Guiado por la curiosidad, encontró un mentor en el reconocido barista David Miño, y pronto comprendió algo profundo. “Los estudiantes de barismo sabían preparar café”, dijo Restrepo a EFE, “pero no conocían lo que es una plantación. Por eso empezamos con las visitas.” Lo que comenzó como trabajo de campo se convirtió en Finca Frajares, una finca que también funciona como aula, donde viajeros y estudiantes aprenden la historia del grano antes de que se prepare.
Aquí, la procedencia no es un eslogan en un empaque; es una conversación entre el agricultor y el visitante. Terrazas y mesas de cata serpentean entre hileras de verde, donde Restrepo enseña cómo la altitud cambia la química y cómo la paciencia puede saber a chocolate o jazmín. En una era donde el café se consume más rápido de lo que se comprende, Frajares recuerda al mundo que cada taza comienza con alguien que decidió quedarse y escuchar a la tierra.
Donde la altitud se convierte en sabor, la ciencia en arte
A 1.750 metros sobre el nivel del mar, Finca Frajares se sitúa donde el oxígeno se adelgaza y el sabor se concentra. En Ecuador crecen tanto Robusta como Arábica, pero solo esta última, insiste Restrepo, “lleva la corona del café de especialidad”. La ciencia es sencilla y poética a la vez: a mayor altitud, las noches frías retrasan la maduración del fruto, obligando a la planta a almacenar azúcares, concentrar aromas y refinar la acidez.
“Para que un café supere los 85 puntos en cata, el fruto debe alcanzar al menos 12 grados Brix”, explicó a EFE, detallando cómo el contenido de azúcar se traduce en calidad. En sus laderas crecen Caturra, Típica, Borbón Rosado y Geisha, cada uno con su personalidad. “Geisha es floral”, dijo. “Borbón más dulce, Caturra más chocolatoso.” Los visitantes trituran hojas entre los dedos, huelen la tierra y prueban el aire que hace que los granos cobren vida.
Esto no es jerga de marketing. Es geografía sensorial: la respuesta andina al terroir. Los talleres de la finca conectan ciencia y arte, enseñando que el sabor no nace en tostadores o cafeterías, sino en el largo diálogo entre la planta y la altitud. Lo que el mundo llama “especialidad”, Restrepo lo llama trabajo con dignidad.
Las artes lentas de la fermentación y el fuego
En Frajares, el recorrido se convierte en ritual. No hay prisa, no hay espectáculo. Solo el ritmo de las manos y del tiempo. Los visitantes observan a los recolectores recoger cerezas, rojas como rubíes, doradas como miel. Los frutos se flotan en tanques para eliminar defectos, luego se despulpan para exponer las semillas envueltas en mucílago, una capa translúcida donde vive la dulzura. “Durante esas 24 horas —explicó Restrepo a EFE— la semilla absorbe todo del mucílago, que es especialmente rico en tonos frutales y dulces.”
Después de la fermentación, los granos se secan durante diez días en camas elevadas bajo techos de vidrio, absorbiendo la luz de la montaña. Solo entonces se despulpan y se preparan para el fuego. Tostar, en manos de Restrepo, se siente como una traducción: el calor interpreta el dialecto del grano sin gritarle. Cada segundo importa. Demasiado calor quema los aceites; muy poco deja la historia a medias.
Molido es la firma final. “Molimos según la preparación —dijo—. Una prensa francesa necesita molienda gruesa; espresso, mucho más fina.” Cada elección sirve al sabor, no a la conveniencia. En un mundo adicto a la velocidad, Frajares se mantiene como una rebelión silenciosa. Demuestra que la lentitud, guiada por intención, se convierte en su propia innovación.

EFE/Sebastiao Moreira
Agroturismo como gestión responsable—y el próximo paso de Ecuador
Es fácil romantizar lo que Restrepo construyó. Pero Finca Frajares no es un cuento de hadas; es un argumento. El agroturismo a esta escala no es caridad; es estrategia. Cuando los viajeros recorren las hileras y lo escuchan decir: “Empezamos con las visitas porque los estudiantes podían preparar café pero no sabían dónde empieza”, vislumbran una cadena más justa: donde el conocimiento y el valor permanecen más cerca de la fuente.
Si Ecuador quiere que su “oro marrón” compita con Colombia o Etiopía, debe invertir más allá de los eslóganes. Necesita carreteras, centros de secado, laboratorios de cata y crédito para pequeños productores. Debe tratar a los agricultores como socios, no como proveedores de materia prima. Y debe proteger los bosques nubosos andinos que hacen posible la altitud, recompensando a quienes conservan la sombra, la biodiversidad y el agua limpia.
Facilitar el agroturismo —con permisos claros, estándares de seguridad y promoción— convertiría fincas como Frajares en embajadoras vivas. Porque cuando los visitantes ven el proceso, no solo prueban café; lo comprenden.
Frajares no comenzó con capital, sino con valentía: un migrante que se reinventó mediante paciencia y aprendizaje compartido. Cada día, mientras Restrepo clasifica los granos a mano, descartando los imperfectos, practica una filosofía de cuidado invisible para la mayoría de los consumidores. El café de especialidad no es lujo; es un convenio. Los agricultores prometen cuidar, los bebedores prometen pagar justo, los gobiernos prometen proteger la tierra que lo hace todo posible.
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Cuando esas promesas se cumplen, una finca como Finca Frajares se convierte en más que un negocio. Se convierte en un santuario: donde azúcar y significado crecen lado a lado, y donde cada taza es a la vez un sustento y una lección sobre cómo vivir con la tierra.