El director mexicano Luis Estrada finalmente lleva Las muertas a Netflix, sin censura y sin disculpas

Tras tres décadas de intentos, el cineasta Luis Estrada ha adaptado Las muertas de Jorge Ibargüengoitia en una serie valiente para Netflix. El programa revisita los crímenes de las Poquianchis con una producción totalmente mexicana, exponiendo no solo los horrores del pasado, sino también la persistente cultura de corrupción en México.
Termina la espera de tres décadas en el templo del cine mexicano
Para Luis Estrada, director de La ley de Herodes y El infierno, la adaptación de Las muertas ha sido su ballena blanca. En la alfombra roja de la Cineteca Nacional de la Ciudad de México, admitió que la serie fue el “mayor reto” de su carrera. Por primera vez renunció a su papel habitual de autor absoluto.
“No tengo idea de cuánto terminó costando la serie; ese no es mi ámbito y no me importa. No me faltó nada”, dijo Estrada a EFE. “Me acompañaron en todo momento y me dejaron hacerlo con libertad e independencia, que era mi principal preocupación, porque en todas mis otras películas yo era el jefe. Aquí fui un empleado”.
La confesión tuvo un aire irónico. Estrada aceptó un sueldo con tal de que la historia mantuviera su filo. Durante treinta años, los productores mexicanos se resistieron a la mezcla de sátira y brutalidad de Ibargüengoitia. Ahora, en un escenario global de streaming, Estrada la ha entregado “sin ningún tipo de censura”, una frase que sonó tanto a promesa como a provocación.
Un crimen que no deja de resonar
La serie revive uno de los casos más notorios de México: las Poquianchis, una familia de mujeres que manejó vastas redes de burdeles en la mitad del siglo XX, ocultando muertes y asesinatos de las mujeres que explotaban. La adaptación de Estrada las renombra como las hermanas Baladro, pero los ecos son inconfundibles.
La actriz Paulina Gaitán, quien interpreta a Serafina Baladro, dijo a EFE que su tarea fue evitar la caricatura. “Estamos interpretando personajes muy complejos; son monstruosas”, comentó. “Pero para mí era importante buscar, de algún modo, la humanidad en Serafina—y siento que está ahí. Es sensible; aunque le falten unos tornillos, siente y tiene corazón”.
Ese matiz, que se niega a reducir a los villanos a grotescos, honra la mirada satírica de Ibargüengoitia. Su novela de 1977 diseccionaba la crueldad con fría ironía, convirtiendo el escándalo en un espejo de la sociedad. Estrada sigue ese camino: la serie evita el sensacionalismo barato para mostrar cómo la explotación se sostenía con chismes, impunidad, pobreza y silencio oficial.
Una megaproducción mexicana hecha para competir
La primera serie de Estrada no es pequeña. Cuenta con 5,000 extras, 217 sets y 170 actores regionales—cifras más comunes en Hollywood. El actor Alfonso Herrera dijo a EFE que la producción “puede absolutamente estar a la altura. Es inaudito—y casi imposible—montar algo así. No quería perdérmelo”.
El alcance es una declaración de confianza: los equipos, diseñadores y actores mexicanos pueden reconstruir una época completa con precisión. Cantinas, terminales de autobuses, burdeles, oficinas municipales—todo el ecosistema de complicidad—se recrea con autenticidad minuciosa. La línea de tiempo va de 1945 a 1964, periodo en el que el PRI consolidó el poder y los mercados del vicio florecieron a la vista de todos.
El veterano actor Joaquín Cosío, conocido por El Infierno, dijo a EFE que el imperio de las hermanas refleja la podredumbre estructural de México. “Parece que los gobiernos mexicanos recientes han intentado erradicar la corrupción que antes era una marca registrada de nuestra política”, comentó. “Pero sigue muy presente”. En Las muertas, la corrupción no es una subtrama; es la atmósfera en la que los crímenes respiran.
La política en el encuadre, no solo en los diálogos
Estrada siempre ha preferido la sátira por implicación, y Las muertas continúa ese método. La cámara se detiene en permisos pasados por alto, inspecciones aprobadas sin revisión, pruebas convenientemente extraviadas—los pequeños gestos con los que el poder se reconoce y luego mira hacia otro lado.
La serie llega 47 años después de la novela de Ibargüengoitia, pero aterriza en un México que aún se pregunta: ¿a quién se protege y quién desaparece? ¿Qué crímenes escandalizan y cuáles se vuelven rutina? La insistencia de Estrada en la ausencia de censura es menos bravata que necesidad. La violencia de la historia no puede suavizarse sin traicionar su sentido.
En el estreno, Estrada lucía tanto triunfante como resignado: triunfante por haber filmado finalmente el proyecto, resignado porque sus temas siguen siendo vigentes. Gaitán también sugirió que la serie confía en que los espectadores soporten la incomodidad si ello trae comprensión. La fastuosa producción—los extras, los sets, el detalle minucioso—está al servicio de esa apuesta.

El país fuera de pantalla, el país en pantalla
La noche en la Cineteca se sintió como una reunión: Estrada, un cineasta que ha pasado décadas ridiculizando la política mexicana; un elenco y un equipo completamente mexicanos reconstruyendo un trauma nacional; y un público ya empapado en el escándalo de las Poquianchis. Sin embargo, la adaptación de Estrada también es un reajuste profesional. Aceptó el rol de “empleado” para obtener el alcance y los recursos que Netflix podía ofrecer, cambiando algo de control por la garantía de independencia en el contenido.
El resultado no es solo una rareza de prestigio, sino una entrada en el registro cultural de México—ocho o diez horas de narrativa que siguen la complicidad como sistema, no como un crimen aislado.
Por eso Las muertas puede sentirse menos como un espectáculo de true crime que como una radiografía cívica. Las Poquianchis perduran en la memoria porque sus crímenes fueron a la vez extremos y ordinarios. Estrada, libre para incomodar, arroja luz sobre esa cotidianidad: los burócratas, los policías, los vecinos que eligieron no ver.
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Si la serie resuena, será porque no se limita a dramatizar un caso. Reconstruye el país que lo hizo posible—y sugiere que, medio siglo después, la arquitectura de la impunidad sigue en pie.