VIDA

El hospital de la selva en Panamá cura a víctimas del tráfico de fauna silvestre — y luego las libera

Al amanecer, un ocelote acecha un pollo de goma bajo un árbol. Cerca, unos monos aulladores prueban sus pulmones. Pero esto no es un zoológico: es una sala de trauma para animales traficados, donde cada latido marca una segunda oportunidad —y una lucha por volver a casa.


Una UCI selvática camuflada

Oculta bajo los imponentes árboles cuipo, justo a las afueras del bullicio de la Ciudad de Panamá, la clínica veterinaria de fauna silvestre más reciente del país trabaja con silenciosa urgencia. La Clínica Veterinaria de Vida Silvestre, inaugurada en febrero en el Parque Nacional Camino de Cruces, no tiene comparación en Centroamérica. No hay visitas guiadas. Ni tanques de vidrio. No es un sitio de exhibición: es un santuario de sanación, rehabilitación y, sobre todo, liberación.

Más de 750 animales ya han pasado por sus puertas—algunos rescatados de camiones de traficantes, otros hallados en cunetas o entregados por dueños bien intencionados pero mal informados. Dentro, bajo luces de acero inoxidable, un kinkajú con costillas fracturadas lucha por sobrevivir. Cerca, en jaulas sombreadas, guacamayas, cigüeñas jaribú y un jaguarundí en recuperación sueltan gruñidos al pasar el personal. La música de fondo es salvaje: chillidos, rugidos, garras sobre losas. Es lo que el equipo llama “el sonido de las segundas oportunidades”.

“Esta es una clínica para la fauna silvestre de Panamá, no para mascotas”, explicó la Dra. Lissette Trejos, directora del centro. “Nuestro trabajo es que estén lo suficientemente fuertes para sobrevivir sin nosotros.”


Un mercado negro de alas y bigotes

La belleza salvaje de Panamá —sus perezosos, loros, monos y grandes felinos— la ha convertido en un imán para los traficantes. El país se encuentra en un corredor de contrabando clave, y la fauna, viva o muerta, se ha vuelto una mercancía de alto valor. Solo en 2024, Panamá abrió 55 investigaciones penales relacionadas con tráfico de vida silvestre. Las aves encabezan la lista. Pero también aparecen perezosos, boas y hasta ocelotes, vendidos como “mascotas exóticas” a los ricos, muchas veces heridos o desorientados.

Un ocelote llegó recientemente a la clínica con un pequeño chaleco tejido, abandonado por alguien que lo trató como un gato doméstico. Aunque ronroneaba y jugaba con los dedos, el biólogo Jhomar Návalo detectó el verdadero problema:

“La mayor herida es conductual”, explicó. “Este gato cree que los humanos son compañeros, no amenazas. Eso es mortal en la naturaleza.”

A veces, los animales son confiscados años después de haber sido capturados. Sigue un limbo legal. Los tribunales deben decidir si una guacamaya con alas cortadas puede volver a volar o si está demasiado domesticada para sobrevivir. Mientras tanto, la clínica cuida de ella, sin permitir vínculos afectivos.

“Las jaulas se llenan más rápido de lo que avanzan los expedientes,” dijo Trejos. “Pero el bosque no puede esperar.”


Reaprender a sobrevivir, garra por garra

La reinserción comienza al ingresar: una etiqueta, un examen médico, un plan.
Pero lo que sigue es lo que diferencia a esta clínica. Aquí, los animales no aprenden trucos: reaprenden el instinto.

Para depredadores como el ocelote, eso significa volver a cazar. Los cuidadores esconden la comida en ramas altas o bajo hojas. A medida que mejora, se le dan menos pistas. El personal usa bloqueadores de olor. Nada de caricias. Ni hablarles.

“La meta es ser invisibles,” explicó la veterinaria Maricarmen Franco. “O al menos, aburridos.”

Los loros entrenan en una sala de vuelo, una cámara con redes que simula las corrientes de aire de la selva. Aprenden a volar largas distancias y a imitar llamados de peligro al ver siluetas proyectadas de rapaces. Los monos bebés, por su parte, se emparejan según su origen genético con futuras tropas. La clínica evita liberar un capuchino del Darién en Bocas del Toro, donde los dialectos y estructuras sociales son distintos.

“Si una tropa no te reconoce,” advirtió Návalo, “te exilian—o te matan.”

Cada detalle importa, desde el ángulo de una rama hasta el olor en las botas de un cuidador.

“Esto es terapia de instinto,” dijo Franco. “No se le enseña a un animal salvaje a ser salvaje. Se le ayuda a recordar.”

EFE/Bienvenido Velasco

El largo camino de regreso al verde

El día de liberación es una mezcla de ciencia y desgarro emocional.
Al amanecer, camiones llevan jaulas camufladas con hojas de palma a puntos remotos. Soberanía para los venados. Un grupo ribereño para los titíes. Un rincón de selva para el ocelote, monitoreado por cámara trampa. A veces los animales huyen de inmediato. Otras, se congelan—abrumados por el viento, el silencio, la libertad.

“Quieres ayudar,” confesó Franco, “pero si lo haces, rompes el hechizo. Y nunca volverán a ser salvajes.”

También hay victorias. Un águila harpía, antes herida de un ala, ahora sobrevuela el Chagres. Un oso hormiguero de tres patas fue visto el verano pasado cargando una cría. Pero no todas las historias terminan bien. Algunas aves regresan cada noche al techo de la clínica. Otras desaparecen—y semanas después se sabe que murieron en peleas territoriales.

“Cada vez apostamos,” dijo Trejos. “Pero la cautividad garantiza el fracaso.”

Aun así, el cambio crece junto a las enredaderas. Escolares visitan el centro y prometen no comprar loros. Guardabosques ya han visto guacamayas reintroducidas anidando en áreas reforestadas. Y con cada animal liberado, la clínica vuelve a entretejer un ecosistema desgarrado por la codicia.

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“La gente cree que curamos animales,” dijo Trejos a EFE, “pero en realidad, estamos sanando a Panamá—una garra, una pluma, un rugido a la vez.”

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