VIDA

El médico venezolano que se convirtió en santo sin dejar nunca la calle

En Venezuela, la fe y la razón comparten un rostro José Gregorio Hernández —un hombre que fumaba, reía, daba clases y sanaba— se ha convertido en algo más que un santo. Es el puente entre la ciencia y el espíritu, el intelecto y la fe, lo humano y lo divino.

Un doctor antes del halo

Mucho antes de ser fundido en bronce o impreso en estampitas, José Gregorio Hernández caminaba por las calles de Caracas con su maletín médico oscilando a su lado. No nació santo, sino erudito: un hombre cuya curiosidad y bondad eran inseparables. Podía suturar una herida y, con igual destreza, coser su propio abrigo colorido. Era médico del cuerpo, sí, pero también del alma, mucho antes de que la Iglesia pensara en canonizarlo.

El biógrafo y filósofo Carlos Ortiz dijo a EFE que Hernández fue “un héroe civil, un hombre que impulsó políticas e iniciativas de salud pública en Venezuela”. Agregó que, si una palabra lo define, es intelectual: “un diletante en el mejor sentido, inquieto y riguroso”.

Las historias de sus años en París reflejan tanto el mito como al hombre. Una de ellas, quizá apócrifa, cuenta que unos amigos intentaron tentarlo con una prostituta. Ella regresó después, furiosa —no con Hernández, sino con ellos—. “Canallas”, habría dicho, “me dejaron con un verdadero santo”. Sea verídica o adornada, la anécdota expresa lo que la gente quería creer de él: que la santidad podía habitar en un hombre común, alegre y humano.

Para cuando cofundó la Academia Nacional de Medicina en 1904, Hernández ya era pionero en la enseñanza con microscopios, profesor políglota y uno de los médicos más respetados de Venezuela. Sin embargo, ninguno de esos títulos lo abarcaba del todo. Sus estudiantes recuerdan a un hombre que se quedaba hasta tarde en el laboratorio y caminaba por calles mal iluminadas para visitar pacientes sin dinero. Fumaba, bromeaba, rezaba. Era humano —radiante y plenamente humano—.

Un sacerdote sin sotana

Dos veces intentó Hernández ingresar al sacerdocio. Dos veces fue rechazado: su salud era demasiado frágil para la vida en el seminario. Pero, como explicó Ortiz a EFE, encontró otro camino: “Se encomendó a la medicina como el vehículo para llevar a cabo su vocación de fe, y a la ciencia como prueba de la grandeza del poder de Dios.”

Así, el doctor se convirtió, en palabras de Ortiz, en un “sacerdote sin sotana”. Su bata blanca fue su vestimenta, la clínica su capilla. A cada paciente ofrecía un sacramento silencioso de cuidado: un pulso, una respiración, una oración susurrada a la vez.

Su colega más cercano fue Luis Razetti, otro fundador de la medicina moderna venezolana. Compartían una amistad profunda y un respeto mutuo, aunque sus caminos divergieron. Razetti, ferviente defensor de la evolución, representaba el futuro; Hernández, creacionista, defendía la armonía entre ciencia y fe. Razetti daría su nombre a una escuela de medicina. Hernández, el suyo, a millones de plegarias murmuradas.

La diferencia, sugiere Ortiz, estaba en la calidez. La fe de Hernández, abierta y afectuosa, lo hacía fácil de querer. Era el científico que creía en los milagros, y por eso, la gente creyó en él.

Fiebre fúnebre y el nacimiento de un santo

El 29 de junio de 1919, un automóvil atropelló a José Gregorio Hernández mientras cruzaba una calle de Caracas. Esa misma tarde, la ciudad entera lloró. El propio Razetti firmó el acta de defunción. Pero el duelo pronto se transformó en algo más grande.

Ese día, Caracas perdió el control. El ataúd salió de la casa de su hermano a las diez de la mañana, se detuvo en la universidad donde había enseñado, y llegó al cementerio a las nueve de la noche. La multitud creció hasta decenas de miles. “Hubo gran alarma y agitación”, escribió un testigo, hasta que un sacerdote subió al púlpito a pedir calma.

Cuando el féretro reapareció, el pueblo se abalanzó sobre él. Lo arrancaron de los hombros de los estudiantes, desesperados por tocarlo, por llevarse una parte de aquel hombre que había caminado entre ellos. “Desde esas horas”, dijo Ortiz a EFE, “la devoción se propagó de boca en boca.”

También hubo, añadió, un esfuerzo organizado: sobrinos, admiradores y autoridades eclesiásticas que trabajaron durante décadas para promover su causa. Pero nada de eso habría importado sin la memoria que la gente guardaba en los huesos: la del médico que atendía gratis, que sonreía cuando los demás desesperaban. El domingo pasado, el Vaticano finalmente selló esa memoria en la eternidad. El médico de los pobres se convirtió en San José Gregorio Hernández.

EFE/ Ronald Pena R

Un santo, muchos devotos

La canonización no cierra una historia: la multiplica. Un siglo después, el santo de Venezuela pertenece a todos y a nadie en particular.

En los hogares católicos, su retrato descansa junto a velas y rosarios. En los hospitales, su nombre se murmura antes de cirugías complejas. En los barrios, su imagen brilla en altares espiritistas junto a Simón Bolívar, rodeada de flores, humo de tabaco y oraciones por la salud. Habita tanto la fe como el folclore, la iglesia y la calle.

Estas devociones paralelas a veces chocan. Algunos católicos se estremecen ante los ritos espiritistas; algunos médicos descartan los milagros. Pero esta contradicción puede ser la expresión más auténtica de su legado. “La gente pelea por lo que ama”, reflexionó Ortiz ante EFE. “También pelea por lo que necesita.”

Y Venezuela lo ha necesitado —en dictadura y en democracia, en la escasez y en el exilio— como recordatorio de que la bondad puede sobrevivir a la catástrofe, de que la ciencia y la compasión pueden compartir el mismo pulso.

La humanidad de Hernández sigue siendo su milagro más perdurable. No fue un santo de mármol, sino un hombre que fumaba, cosía, estudiaba y servía. Un creacionista que veía en la ciencia un lenguaje divino; un erudito que nunca dejó de atender a los pobres.

Hoy su nombre se pronuncia en iglesias, laboratorios y casas espirituales por igual. En algunos altares, está junto a Bolívar; en algunas cirugías, junto al bisturí. En cada escenario, la promesa es la misma: que cuidar —con entrega y ternura— es una forma de santidad.

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Esa promesa quedó escrita en la memoria de Venezuela mucho antes de que Roma la confirmara. Un siglo después, la gente aún se cuenta que un médico caminó entre ellos y, con manos firmes y fe serena, los hizo sentirse vistos.

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