VIDA

El misterio del asesinato con talio y frambuesas en Colombia expone a la élite de Bogotá y a intermediarios ocultos

Después de que adolescentes bogotanas comieran frambuesas cubiertas de chocolate, el talio mató a Inés de Bedout, de 14 años, y a Emilia Forero, de 13. Ahora una Notificación Roja de Interpol apunta a Zulma Guzmán Castro, mientras los investigadores persiguen a un intermediario vinculado a un teléfono conocido como Zenai a través de fronteras y rumores este invierno.

El regalo que llegó sin remitente

Todo comenzó como tantas tardes en una ciudad privilegiada de Colombia, con la suave confianza de que nada realmente malo puede llegar a un edificio vigilado en Rosales, al norte de Bogotá. El viernes 4 de abril, tres estudiantes del Colegio Los Nogales se reunieron para hornear galletas en un apartamento donde las rutinas eran familiares: entregas, portería, la puerta de la cocina, la coreografía silenciosa de un barrio exclusivo que funciona a base de mensajeros y confianza. Entonces llegó un paquete: frambuesas cubiertas de chocolate, sin remitente, presentadas como un regalo para Martín de Bedout, el hijo cuyo nombre el personal del edificio reconocía porque tantos pedidos iban dirigidos a él.

Los detalles son pequeños y crueles, como suele ser la tragedia. Según se informa, una empleada del hogar le dijo al repartidor que el paquete no era para ese apartamento. El repartidor insistió en que sí lo era; más tarde, los investigadores dirían que había sido instado a insistir, tentado por una propina ofrecida por teléfono. Dentro del apartamento, el postre parecía inofensivo, casi festivo, el tipo de dulce que alguien envía como un gesto casual de amabilidad. El talio, dicen los fiscales, está diseñado precisamente para este tipo de invisibilidad: incoloro, inodoro, insípido y letal en la dosis adecuada. La literatura médica en revistas como Clinical Toxicology y el Journal of Medical Toxicology ha descrito durante mucho tiempo cómo los metales pesados pueden disfrazarse de enfermedades comunes, pasando desapercibidos hasta que el colapso del cuerpo obliga a prestar otro tipo de atención.

Esa atención llegó rápido. Las niñas comieron. Según relatos posteriores entregados a los investigadores, Emilia Forero consumió ocho frambuesas, Inés de Bedout comió cinco y una tercera niña comió tres y sobrevivió, aunque su recuperación requirió atención fuera de Colombia, un exilio silencioso impuesto por la fisiología. Un hermano de 21 años probó una, y ese solo bocado cauteloso, casi nada, dejó suficiente postre para la confirmación forense. Las niñas llegaron a la Fundación Santa Fe conscientes, aún capaces de decir qué habían comido: frambuesas, sushi, galletas, antes de que el veneno comenzara a reescribir la historia en su sangre. La primera muerte ocurrió el sábado 5 de abril; la segunda siguió cuatro días después, un calendario que ahora divide a las familias en “antes” y “después”.

Al principio, el reflejo del país fue culpar a la comida, tratar el incidente como un accidente pesadillesco. Pero la Secretaría de Salud de Bogotá rechazó la idea de una amenaza de contaminación más amplia. Su secretario, Gerson Bermont, dijo que la toxicología apuntaba a algo más allá de la vigilancia rutinaria: “Según las pruebas toxicológicas, lo sucedido no responde a una intoxicación por alimentos sino a un agente que no es objeto de vigilancia por parte de la Secretaría.” El Instituto Nacional de Medicina Legal confirmó la presencia de talio en los cuerpos de las víctimas, y el caso cruzó un umbral invisible, de tragedia a violencia dirigida.

Zulma Guzmán participando en la versión colombiana de Shark Tank. Captura de pantalla de un video de YouTube.

Rastreando las señales telefónicas hasta España y Argentina

Durante meses, los investigadores del CTI trabajaron bajo un secreto casi total. Ese silencio, en Bogotá, nunca está vacío; se llena de especulación, notas de voz de WhatsApp y el tipo de paranoia social que prospera cuando la narrativa oficial va detrás del duelo privado. Para mediados de octubre, los fiscales ya habían impulsado acciones internacionales, incluida una solicitud de notificación azul y la identificación de al menos tres presuntos cómplices. Aun así, la imagen pública del crimen seguía incompleta: un apartamento elegante, un postre entregado, un veneno asociado en la memoria global con casos raros y de alto perfil más que con la vida de barrio.

El caso dio un giro cuando Juan de Bedout Vargas, economista y profesional de inversiones, se sentó con los fiscales 17 días después de las muertes y declaró bajo juramento durante 3 horas y 20 minutos. Su testimonio no solo relató las últimas horas de normalidad de una familia; abrió un corredor privado hacia el posible motivo. Reveló una relación extramatrimonial con Zulma Guzmán Castro, descrita como una empresaria tolimense de 54 años conocida en algunos círculos de Bogotá por emprendimientos ligados a autos eléctricos, incluyendo Car B. La relación, dijo, ocurrió entre 2017 y 2018, aunque en otros lugares se menciona 2018 tras un concierto en Cartagena, y la línea de tiempo importa menos que la arquitectura emocional que sugiere: la intimidad convertida en posible instrumento de daño.

Su testimonio también dio a los investigadores un detalle de comportamiento que, en retrospectiva, parece una señal de advertencia. Dijo que Guzmán una vez se hizo pasar por agente inmobiliaria para entrar a su edificio e instalar un rastreador GPS en su vehículo, una intrusión captada por cámaras de seguridad. Cuando la confrontó, supuestamente ella no ofreció una justificación elaborada, solo que quería saber qué estaba haciendo. Más tarde, después de haber enviudado y mientras cenaba con una nueva pareja, dijo que recibió un mensaje de Guzmán que se sintió menos como un cierre que como una señal de fijación persistente: “En serio, con cualquier garra, pero yo no. Qué tamaño de imbécil.”

Los investigadores partieron de ese relato íntimo hacia la fría mecánica de las telecomunicaciones. Encontraron al repartidor; había cambiado de trabajo, pero no de número de teléfono, y extrajeron los números usados para coordinar la entrega. Un informe fechado el domingo 14 de diciembre de 2025 describía cómo el rastro conducía a dos teléfonos vinculados a la misma cuenta de correo electrónico, ambos apuntando hacia España. Uno de los dispositivos tenía un código de identificación asociado a Argentina, donde los investigadores creen que Guzmán pasó largos periodos. Ese mismo teléfono, según el expediente, se conectó a antenas cercanas a una clínica dental que visitó y a una veterinaria donde atendieron a sus gatos, diligencias ordinarias convertidas en coordenadas.

También está la escena que, según los investigadores, pudo haberla alertado. A mediados de septiembre, las autoridades allanaron la oficina de una figura de “coaching” personal y “mentalista” que la sospechosa frecuentaba. En el imaginario latinoamericano, donde la autoayuda, los servicios espirituales y el ascenso social suelen mezclarse, el detalle tiene un simbolismo peculiar: un mundo privado de influencia y seguridad súbitamente intervenido por la mano dura del Estado. Si ese allanamiento cambió el comportamiento de la sospechosa es una pregunta que los fiscales no han resuelto públicamente, pero el momento queda ahí, sugerente.

A lo largo del proceso, Guzmán ha insistido en que la están convirtiendo en un personaje en vez de tratarla como ciudadana con derechos. En un mensaje difundido por WhatsApp y replicado por medios, escribió: “Los que me conocen saben que no hui a ninguna parte.” Afirmó que llevaba más de dos años trabajando en Argentina y que había comenzado una maestría en periodismo. Describió viajes por España, una parada en Brasil y luego al Reino Unido por su hijo. “Me acusan, me imagino, pues tuve una relación clandestina con el papá de una de las niñas”, añadió, enmarcando la acusación como castigo por una relación secreta más que como evidencia. En una entrevista citada en el expediente, dijo que el efecto era destruir su imagen “antes de cualquier proceso judicial”, como si el veredicto público hubiera llegado antes que el legal.

Zulma Guzmán, actualmente acusada de envenenar a dos menores en Bogotá, aparece en un video promocional de su empresa, Car B. Captura de pantalla de un video de YouTube.

Cuando el dolor privado de una ciudad se convierte en una prueba pública

El giro más inquietante de la investigación no es el romance, ni los viajes internacionales, ni siquiera la precisión escalofriante de un postre envenenado. Se sugiere que las frambuesas no habrían sido la primera exposición. Las autoridades han explorado la hipótesis de un envenenamiento prolongado después de que el talio apareciera en exámenes toxicológicos de Juan de Bedout y otro de sus hijos, quienes nunca comieron las frambuesas. También examinan la historia médica de Alicia Graham Sardi, esposa de De Bedout, reportada como fallecida por cáncer en 2020 y en otros lugares como 2021, con indicios de que se detectó talio en su cuerpo antes de morir. De Bedout dijo a los fiscales que el hallazgo inicial ocurrió durante la pandemia, mientras la familia estaba aislada en sus fincas, un momento en que los investigadores creyeron que cualquier ingestión pudo haber sido accidental. Pero cuando el veneno, según se informa, apareció de nuevo meses después, tras un intento de desintoxicación, las alarmas privadas de la familia se convirtieron en una pregunta de la fiscalía: ¿podría haber un vínculo entre la enfermedad de la madre y la muerte de la hija?

En su relato, De Bedout enfatizó que su esposa no murió por talio, sino por cáncer, “una enfermedad muy dolorosa”, y describió a los médicos explicando el intento desesperado del cuerpo por defenderse, produciendo “células buenas y malas”. El lenguaje no es médico, pero sí humano: un viudo tratando de mapear la ciencia sobre el duelo, buscando coherencia narrativa donde tal vez no la hay. Trabajos académicos en Forensic Science International y el Journal of Analytical Toxicology han discutido cómo los rastros toxicológicos pueden interpretarse con el tiempo, a veces generando tantas preguntas como respuestas, especialmente cuando las exposiciones son intermitentes, los síntomas inespecíficos y eventos vitales como la enfermedad crean explicaciones superpuestas.

Luego está el nombre que surgió como un alias en una ciudad que vive de apodos: Zenai. Los investigadores han dicho que intentan localizar a una mujer conocida en algunos círculos por ese nombre, cuyo teléfono creen que fue usado para hacer llamadas relacionadas con la entrega. La teoría no es teatral; es práctica. Si la sospechosa fue la presunta arquitecta, los fiscales quieren entender quién, si alguien, sirvió de puente entre la intención y la ejecución, quién contactó al repartidor, quién se aseguró de que el paquete cruzara la portería y quién ofreció la propina que convirtió la negativa en insistencia. Majer Abushihab, abogado de la familia Forero, elogió el trabajo del equipo investigador y describió un “muy amplio y serio caudal probatorio”, agregando: “Sabemos que hay más personas en la mira de la Fiscalía.” El caso, sugirió, avanza hacia una red más que hacia un actor solitario.

Los investigadores también han sido directos sobre lo que representaba el postre. “La dosis era letal”, dijeron. “Las querían acabar.” Esa frase, tan tajante que suena como un cuchillo, captura el terror moral en el centro de la historia. Esto no fue una contaminación al azar. Fue, creen los fiscales, un acto planeado dirigido a niñas, ejecutado a través de los mismos sistemas de entrega que hacen que la vida urbana moderna parezca fácil. El caso obliga a Bogotá a mirarse a sí misma: a cómo la comodidad depende del trabajo anónimo, a cómo la riqueza crea la ilusión de seguridad, a cómo los rencores privados pueden convertirse en violencia pública.

El padre de Emilia, Pedro Forero, escribió sobre la vida de su hija que comenzó 14 años antes, llena de “esperanzas, alegrías y sueños”, y calificó de “incomprensible” que alguien pudiera arrebatarle eso. Es una frase que podría haberse escrito en cualquier país latinoamericano, en cualquier época, porque la región entiende, en sus entrañas, cómo la violencia roba futuros y cómo las familias se ven obligadas a llorar no solo muertes, sino las vidas no vividas que se prometieron.

Ahora el caso se encuentra en la intersección de lo intensamente local y lo inconfundiblemente global: un postre envenenado en Rosales, un rastro telefónico que apunta a España y Argentina, una Notificación Roja de Interpol en 196 países, un ultimátum que exige que Zulma Guzmán Castro se entregue antes del 31 de diciembre o enfrente el proceso como prófuga. La justicia, si llega, lo hará a través de papeles, registros de antenas, testimonios y resultados forenses. Pero el daño ya viajó por otro medio: el miedo, que en Colombia se mueve más rápido que los comunicados oficiales y permanece más tiempo que los titulares.

Lo que queda es lo más difícil de sostener para cualquier sociedad: la incertidumbre sin rendirse al rumor, el duelo sin convertirlo en espectáculo y una exigencia de rendición de cuentas que no confunda acusación con prueba. En algún lugar de este caso hay una verdad simple e insoportable: las niñas creyeron que un regalo podía ser un regalo. Y Bogotá, viendo cómo la investigación se amplía para incluir a Zenai, para incluir viejos informes toxicológicos, para incluir la historia privada de un matrimonio y una aventura, se ve obligada a enfrentar cuán frágil puede ser esa creencia.

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