El pasado colonial latinoamericano vive en las plantas de interior europeas

El cactus en tu alféizar y la begonia que desborda de un colgador de macramé parecen inocentes, pero cada hoja lleva un pasaporte colonial: testimonio de travesías centenarias que llevaron plantas latinoamericanas —y a quienes las transportaron— a salones extranjeros.
Semillas de conquista, esquejes de poder
Imagina las carabelas españolas partiendo de Veracruz en 1550. Debajo de los barriles de cochinilla y los sacos de cacao viajan cajas de madera llenas de musgo húmedo. En su interior: esquejes del nopal, sagrado para los mexicas, ahora con destino a las boticas de Sevilla. La historiadora Daniela Bleichmar señala que los frailes de los monasterios ibéricos cuidaban estas suculentas, anotando recetas de tierra en los márgenes de los libros de oración —porque medicina, tinte y prestigio brotaban tan seguros como las espinas. Un siglo después, la corona portuguesa ordenó que cada carraca que zarpase hacia Brasil regresara con diez plántulas nativas para la colección real de Lisboa, un mandato conservado en el Regimento do Horto de 1605. El botín botánico se volvió medida del imperio: traer una hoja nueva equivalía a reclamar una nueva esquina del mapa.
Monasterios, mercaderes y “oro verde”
Para el siglo XVIII, los Borbones reformistas de España habían acelerado el comercio. José Celestino Mutis lideró la Real Expedición Botánica por Colombia, prensando veinte mil especímenes para los herbarios europeos. Un esqueje de hoja cerosa —bautizado más tarde como Begonia, en honor al gobernador colonial Michel Bégon— colgaba de candelabros parisinos en menos de una década. La etnobotánica chilena Ana María Carrasco, en declaraciones a EFE, llama a estas plantas de interior “refugiadas del bosque pintadas con el nombre de sus captores”. Libros de contabilidad en Cádiz revelan la economía detrás del fenómeno: una sola caja de suculentas Crassulaceae se vendía por cinco veces el precio de las vainas de vainilla, lo que les valió el apodo de oro verde. Algunos barcos salientes valoraban más su carga viva que la plata guardada en la bodega.
Madrid, mientras tanto, cayó en una “fiebre del cactus”. El jardinero de la corte Esteban Boutelou escribió en 1804 que la reina María Luisa exigía invernaderos lo bastante cálidos como para hacer florecer la echinopsis peruana. La tecnología siguió a la vanidad: los invernaderos que protegían espinas exóticas también popularizaron las palmas de salón y los árboles del caucho en toda Europa.

Rutas esclavistas, nombres ocultos, hojas silentes
No todos los traslados contaron con fanfarria real. En los cañaverales del interior de Brasil, africanos esclavizados cuidaban jardines de claustro sembrados con Sansevieria —la actual “Espada de São Jorge”. La curadora Bettina Zorn declaró a EFE que esta suculenta de hoja en forma de espada solía abordar los barcos negreros como amuleto espiritual. Ya en tierra, los cautivos yorubas usaban su gel para curar cortes de machete y sus fibras en cinturones rituales. Seguir la dispersión de esta planta por las plantaciones es trazar las mismas arterias del comercio esclavista atlántico.
Otra viajera, el geranio real (Pelargonium), empezó como un remedio sudafricano, cruzó el océano con botánicos jesuitas rumbo a Córdoba, Argentina, y reapareció dos siglos más tarde como Umckaloabo®, un jarabe para la tos alemán —con sus orígenes indígenas conspicuamente ausentes de la patente. La botánica colonial rara vez fue solo ciencia; era apropiación envuelta en verde.
Replantar la historia en las salas de estar
Hoy, científicos latinoamericanos están reescribiendo las etiquetas. En el Centro Jambatu de Ecuador, cada anthurium exportado lleva un código QR que enlaza a relatos kichwa sobre espíritus del bosque. En México, la cooperativa indígena Tosepan Titataniske vende café de sombra junto con potos ancestrales, cada maceta sellada con un proverbio náhuatl. “No podemos arrancar la historia de raíz, pero sí trasplantarla con ética”, dice su coordinadora Julieta Rosales a EFE.
Los museos también se sinceran. La exposición “Colonialismo en el alféizar” en Viena empareja un árbol de caucho vivo con el diario de un misionero que alguna vez comparó su látex con “oro blanco”. Los visitantes salen sabiendo que cada monstera de fácil cuidado en una residencia universitaria proyecta una larga sombra.
Mientras los influenciadores de decoración cazan la próxima “planta del momento” —quizás una monstera variegada arrancada del Darién panameño—, los países de origen enfrentan una decisión: ¿endurecer las leyes de bioexportación y arriesgar excavaciones ilegales, o construir economías verdes que por fin remuneren a los guardianes indígenas? El futuro del auge de las plantas de interior podría depender de esa elección. Hasta entonces, la hoja en tu cocina susurra historias de conquista, resistencia y la posibilidad —si escuchamos— de que crezca algo más justo.
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Créditos: Investigaciones de Daniela Bleichmar (USC), archivos de la expedición de José Celestino Mutis, entrevistas con Ana María Carrasco y Julieta Rosales para EFE, y notas curatoriales de Bettina Zorn.