VIDA

El regreso del criollismo peruano: cómo la música de La Victoria le está ganando el pulso al Halloween

En el corazón congestionado de La Victoria, el aire de octubre vibra con algo más antiguo que los disfraces o los dulces. Detrás de una modesta puerta en una calle estrecha, las guitarras se afinan y los cajones marcan el compás: un latido que corta el ruido de la ciudad.
De un lado del calendario, el brillo importado del Halloween; del otro, el Día de la Canción Criolla, la fiesta peruana del ritmo y la memoria. Dentro de este pequeño salón, el veredicto ya está dado: el criollismo sigue reinando la noche.

Dentro del templo del criollismo en La Victoria

Al cruzar las puertas de la Asociación Cultural Musical Domingo Giuffra, el bullicio limeño se disuelve. El salón es estrecho, el aire huele a fritura y barniz, pero cuando la música comienza, el espacio se expande.
Desde hace cincuenta años, este bastión barrial ha sido un santuario del sonido costeño —polcas, marineras limeñas, landós, festejos, valses—, el ADN vivo del alma urbana del Perú.

“Somos un baluarte del criollismo aquí en La Victoria; queremos cultivar lo nuestro, lo tradicional”, explicó Mercedes Mendoza, presidenta de la asociación, en una entrevista con EFE. Su voz suena con la convicción de quien sabe que sostiene una trinchera que otros abandonaron.

En el escenario —un pequeño espacio entre mesas de plástico—, el maestro Valdivia, último laudista de su generación, desgrana una melodía tan frágil como un suspiro y tan firme como una promesa. El público aplaude con la sincopada cadencia costeña que suena a desafío: el ritmo de una ciudad que recuerda quién es.

Esto no es nostalgia. Es resistencia disfrazada de alegría.
Desde 1944, cuando el presidente Manuel Prado Ugarteche instauró el 31 de octubre como Día de la Canción Criolla, la fecha ha celebrado el arte nacional. Pero en las últimas décadas, la marea neón del Halloween ha invadido las calles limeñas, atrayendo multitudes jóvenes con máscaras y luces.
Aquí, sin embargo, el barrio resiste: botellas de cerveza sudando sobre las mesas, guitarras sudando entre manos. Un recordatorio de que la herencia no es un hashtag: es un hábito.


Celebrar sin embalsamar

La tradición puede morir tanto por amor como por abandono. El exceso de elogios puede fosilizarla.
En la asociación Giuffra, la supervivencia depende de la acción. “Tenemos un buen grupo que ama lo nuestro y lo cultiva. Lo enseñamos a los jóvenes, especialmente en el día de la canción criolla. Es como un cumpleaños: una fiesta nacional para nosotros”, dijo Mendoza a EFE.

En este escenario, el legado no se memoriza: se baila.
Las guitarras dialogan con los cajones, las voces se seducen en compás de vals, y los pasos de la marinera —mitad cortejo, mitad duelo— ensayan la gracia complicada de ser peruano.
“El criollismo resume nuestra esencia, nuestra identidad, lo que somos, lo que nos gusta y lo que queremos seguir siendo”, añadió Mendoza.

La batalla no es solo artística. La cultura criolla exige espacio en las escuelas, plazas y presupuestos municipales. Recuerda a los funcionarios que la cultura no sobrevive en papeles, sino en sonido.
Una ciudad que organiza más jaranas que desfiles de disfraces no rechaza la modernidad: la reclama como suya.

Cada año, mientras los himnos del pop global y las playlists de Halloween copan las radios, los defensores del criollismo presentan su contraargumento no con discursos, sino con canciones que sobreviven a las modas.

EFE/ John Reyes Mejia

La misión de un productor: modernizar sin perder el compás

Para que el patrimonio perdure, necesita nuevos arquitectos.
Tras la pandemia, Carlos “Coco” Llaque asumió un propósito sencillo: grabar el futuro antes de que olvide el pasado.
Junto con los músicos Christian Loveday y Efraín Vassallo, fundó la Asociación Jarana de los Bachiches, un colectivo que tiende puentes entre generaciones.

Desde entonces han lanzado dos álbumes —Dejar el alma en cada canción y Desbordes de emoción— reuniendo a los grandes nombres del criollismo: Bartola, Lucy Avilés, Carlos Castillo, Carmen Flórez, Rosita Guzmán, Coco Linares, entre otros.

“Descubrí la riqueza de la música criolla, lo difícil que es ejecutar correctamente sus distintos géneros y ritmos respetando los códigos tradicionales”, contó Llaque a EFE. “Decidí investigar cada sonido y sabor para conservar ese sonido criollo.”

Sus palabras tocan el núcleo del dilema del resurgimiento.
El criollismo nació de la mezcla —guitarra española, ritmo africano y fraseo andino— y su fuerza está en no haber pretendido nunca ser puro. Llaque lo llama una mistura: la mezcla original de la costa peruana.
Lo que protege no son las melodías, sino los códigos: la frase rítmica, el calor vocal, el “swing” que hace que uno reconozca de inmediato: “esto es nuestro”.

Incluso halló inspiración en titulares internacionales. Este año escribió el tondero “De Chiclayo al Vaticano”, un ritmo costeño que celebra la elección ficticia de un papa peruano-estadounidense, grabado junto a Sonia Valderrama.
“Quizá es mi canción con más difusión”, dijo a EFE. “Fue incluida en un documental de Vatican News sobre la visita del papa al Perú.”
El humor, el orgullo y el alcance de esa canción confirman su punto: el criollismo no le teme al mundo, dialoga con él.


De YouTube al barrio: un resurgir con ritmo propio

En la era del streaming, incluso los géneros más tradicionales encuentran nuevos oídos.
“Noté un resurgimiento, un poco más de interés”, contó Llaque a EFE, atribuyéndolo a YouTube y las redes sociales, que han devuelto grabaciones antiguas a las nuevas generaciones.
Adolescentes que tropiezan con videos de Óscar Avilés o Chabuca Granda se enamoran de un riff y luego buscan un maestro o una jarana.

Los conservatorios ahora forman músicos bilingües en jazz y festejo, Mozart y marinera.
“Hoy ves jóvenes formados que tienen proyectos musicales que incorporan nuestras expresiones”, dijo Llaque.
Y cuando esos proyectos regresan a los barrios —a las peñas, patios y clubes vecinales—, cierran el círculo entre la academia y la calle.

Se nota cualquier noche: un joven cajonero cita un ritmo de Willy Terry, mientras un guitarrista de conservatorio añade floreos al estilo Ernesto Hermoza.
El público lo sabe. Aplaude no porque sea nuevo, sino porque es verdadero.

En la asociación Giuffra, las mesas vuelven a llenarse mientras octubre se despide.
Afuera, los desfiles de Halloween se desvanecen en la oscuridad. Adentro, la música insiste, paciente, imposible de ignorar.
Aquí, la tradición no es un museo: es una conversación que aún se canta.

Ninguna tradición garantiza la inmortalidad, pero el criollismo no la busca. Busca continuidad: pasar el ritmo de mano en mano, de compás en compás.
Cuando Mercedes Mendoza exhorta: “Celebren la herencia criolla, porque resume nuestra esencia”, no defiende el pasado; defiende la capacidad del Perú de recordarse a sí mismo en melodía.

Al final, Lima no necesita elegir entre máscaras y marineras.
Solo necesita marcar el tiempo con ambas manos: una aplaudiendo el cajón, la otra levantando el sombrero a sus fantasmas.
Porque por cada rasgueo que corta el ruido de octubre, el mensaje es claro: el corazón de la ciudad sigue latiendo en 6/8, y no piensa quedarse en silencio.

Lea También: Lima Turns Purple: The Procession of the Lord of Miracles Returns to the Heart of Peru

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