Chefs peruanos transforman sobras en joyas culinarias en Bolivia

Un movimiento de “cocina óptima” liderado por peruanos ha cruzado los Andes hacia Bolivia, enseñando a las familias a convertir restos en comidas. En un bullicioso comedor de La Paz, chefs y madres descubren que las cáscaras de plátano, las hojas de zanahoria y los huesos de ave pueden estirar el presupuesto… y la esperanza.
De la sabiduría ancestral a la alquimia moderna
Mucho antes de que los chefs famosos llenaran los estudios de televisión, los pueblos andinos ya eran maestros del aprovechamiento. Una encuesta publicada en el Journal of Andean Gastronomy relata cómo las comunidades de montaña salaban, secaban y molían cada fragmento comestible de tubérculos, granos y animales silvestres para sobrevivir en épocas de escasez. Esa misma ingeniosidad impulsa ahora la “cocina óptima”, una filosofía de desperdicio cero creada por los chefs peruanos Palmiro Ocampo y Anyell San Miguel, cofundadores de la organización culinaria sin fines de lucro Ccori.
“Nuestros abuelos no botaban la comida, simplemente la rebautizaban”, dijo Ocampo a EFE durante un taller en La Paz. “Estamos recuperando esa sabiduría con técnica moderna: alargando la vida útil, inventando sabores y reduciendo costos.”
El momento no podría ser más oportuno. La Food Sustainability Review estima que casi un tercio de los alimentos del mundo se estropean o terminan en la basura. Ocampo sostiene que los hogares pueden combatir el hambre y el desperdicio transformando cáscaras de cítricos en sazonadores picantes o huesos de pescado en harina rica en calcio. Las demostraciones de su equipo—licuadoras zumbando con purés de cáscara, molinos triturando esqueletos quebradizos—convierten el escepticismo en un silencio fascinado.
“Tukuy”: todo tiene valor
El lanzamiento en Bolivia, bautizado como “Tukuy” (que significa “todo” en quechua), une a Ccori con el célebre restaurante Gustu de La Paz, el colectivo comunitario Cosecha Colectiva y la Fundación Unifranz. Su aula: el comedor Virgen de Copacabana, a 3.600 metros de altura en el empinado barrio de La Portada. Allí, docenas de madres alimentan a más de 200 vecinos cada día con presupuestos mínimos.
El día de apertura, Ocampo alinea sobre una mesa lo que la mayoría de cocinas desecha: cáscaras de plátano, pieles de zanahoria, tallos de cilantro y corazones de lechuga marchita. A su lado, el chef ejecutivo de Gustu, Jairo Michel, enciende una estufa portátil y hierve una picante salsa de rocoto teñida con semillas de ají que normalmente se tiran. Los asistentes observan con asombro cómo las pieles de zanahoria se ablandan en una salmuera rápida, adquiriendo un color naranja brillante.
“Nunca imaginé usar esto”, susurra Marisol, madre de tres hijos, mientras toca una tira de brillante cáscara de plátano. Momentos después, la prueba: ahora dulce, ácida y aromática, mezclada en una ensalada de arroz. La risa recorre la sala. Michel sonríe: “Si renombramos el desecho como ‘ingrediente’, la mente lo sigue”.
El programa de tres meses certificará a un grupo de “formadores comunitarios”, que llevarán el mensaje de Tukuy a otros comedores y escuelas. Ccori aporta deshidratadores y molinos; Gustu ofrece mentoría continua. Para la coorganizadora Cosecha Colectiva, el objetivo es tanto cultural como económico: recuperar el orgullo por la autosuficiencia indígena.

Economía de sobras, química del sabor
Cuando Ocampo convierte huesos de pollo asado en un polvo marrón nuez, la nutrición se vuelve tangible. El Latin American Nutrition Bulletin señala que muchas dietas bolivianas de bajos ingresos carecen de proteínas y micronutrientes; la harina de hueso aporta ambos casi sin costo. “Una cucharada espesa una sopa y aporta calcio”, explica. “¿Para qué comprar suplementos?”
El ahorro es inmediato. Auditorías preliminares muestran que el comedor Virgen de Copacabana redujo en un 18 % sus gastos semanales en vegetales simplemente reutilizando tallos, cáscaras y semillas. Ese margen vuelve asequibles las comidas para familias cuyo ingreso promedio es de unos dos dólares diarios.
Aun así, hay desafíos. Deshidratar restos requiere horas adicionales y moler huesos puede intimidar a principiantes. Algunas cocineras temen que los comensales rechacen las texturas nuevas—Ocampo responde con estaciones de degustación: ceviche de cáscara de plátano, chimichurri de hojas de betabel y pesto de tallo de cilantro. Cuando un abuelo escéptico repite porción, la sala estalla en aplausos.
Los ecos históricos dan peso. Los Anales de la Cultura Alimentaria Precolombina describen cómo los ejércitos incas llevaban chuño—papas liofilizadas que duraban meses en los caminos abiertos. Las chips de zanahoria deshidratadas de Tukuy canalizan ese mismo espíritu, ahora sazonadas con hierbas silvestres bolivianas. “No estamos inventando el aprovechamiento”, dice Michel. “Lo estamos modernizando.”
Sembrando futuro sin desperdicio
Si Tukuy prospera, los organizadores imaginan una red continental de cocinas de desperdicio cero. Un estudio de la Revista Iberoamericana de Prácticas Sostenibles predice que su adopción generalizada podría reducir el desperdicio urbano de alimentos hasta en un 15 %, al tiempo que crea microemprendimientos—vendiendo harina de hueso, cáscaras encurtidas y mezclas de especias hechas con cáscaras de semillas.
En La Portada, Marisol vislumbra nuevas posibilidades: “Si ahorro en verduras, puedo comprar zapatos escolares.” Se ofrece como voluntaria para certificarse como formadora, ansiosa por enseñar a otras madres la alquimia de las sobras. A su lado, una adolescente toma fotos para TikTok, ya planeando un video sobre el picante de cáscara de plátano.
El chef Ocampo observa el bullicio, con los ojos brillantes. “Cuando el desperdicio se convierte en riqueza”, le dice a EFE, “la esperanza se vuelve contagiosa.” Las autoridades bolivianas ya lo han notado: el gobierno municipal invitó a los líderes de Tukuy a redactar lineamientos para programas de compostaje y educación a nivel ciudad.
Los críticos advierten que, sin financiamiento estable, los equipos podrían acumular polvo tras los talleres. Ocampo reconoce el reto, pero confía en la apropiación comunitaria. “Estamos entregando las llaves”, dice, señalando a la madre que ajusta los temporizadores del deshidratador. “Ellas mantendrán el motor encendido.”
Al caer la tarde sobre La Paz, el comedor libera los aromas del día—sopas con vinagre de piel de zanahoria, pasteles endulzados con mermelada de cáscara de plátano. Los niños limpian los platos, sin saber que sus almuerzos son actos silenciosos de resistencia contra la escasez y el desperdicio.
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Ochocientas palabras no alcanzan para embotellar la energía de esa sala, pero sí capturan su esencia: todo tiene valor, nada se desperdicia, y una antigua lección andina encuentra nueva voz en la Bolivia moderna. Si Tukuy se extiende a otros barrios, ciudades o países, su primera prueba ya hierve en estas ollas—donde la magia de la cocina convierte sobras en sustento y el ingenio en dignidad.