VIDA

Costas uruguayas e inteligencia artificial resucitan ancestros perdidos a través de imágenes poéticas

El suave murmullo de las olas se mezcla con el zumbido de los procesadores en el Museo de las Migraciones de Montevideo, donde el fotógrafo uruguayo Federico Ruiz Santaesteban y su colaborador de inteligencia artificial utilizan agua de mar, arena y código para devolver a la luz los rostros olvidados de los inmigrantes.

Ecos transportados por el aire salino

Al entrar en Desembarco, lo primero que se siente es un leve picor salado en la lengua—un detalle olfativo que Ruiz exigió. Bombas ocultas tras las paredes de la galería nebulizan agua de mar diluida en el aire, envolviendo a los visitantes en el mismo aroma que recibía a los barcos de sus antepasados hace más de un siglo. En paneles cubiertos de lino cuelgan retratos luminosos en blanco y negro: una costurera italiana con cuello de encaje, un pescador vasco con las mejillas marcadas por el viento, una matriarca de África Occidental que equilibra dignidad y cansancio.

La mayoría comenzó como fotos del tamaño de un pulgar, con la emulsión deteriorada por la humedad tropical. Ruiz alimentó cada fragmento a un motor de inteligencia artificial entrenado con retratos de estudio de época; la máquina rellenó las grietas que el mar había devorado. “No busco precisión forense”, dijo a EFE. “Estoy ofreciendo una puerta para las familias”. Estudios académicos de la Universidad de la República respaldan su intuición: expertos en memoria señalan que una silueta creíble, aunque en parte imaginada, puede revivir narrativas familiares perdidas. En Uruguay—donde, según datos censales, dos tercios de los ciudadanos tienen raíces en llegadas transatlánticas—esas narrativas son el andamiaje silencioso del país.

Cuando la ficción cura el archivo

Un retrato muestra a una adolescente con una trenza tan brillante que parece mojada. La única foto que sobrevivía de su antepasada era un sello de pasaporte borroso, pero su nieto se quedó sin aliento al ver la imagen generada por IA. “Esa es la nariz de la familia”, susurró. Aunque el algoritmo había inventado gran parte del rostro, había dado con una verdad más profunda que los píxeles. Ruiz llama a esto “precisión emocional”: el punto donde termina el dato y comienza la historia.

En Estudios de Identidad, la antropóloga Silvia Brum argumenta que los descendientes de inmigrantes suelen reconstruir su historia a partir de rumores, cartas casi ilegibles y un solo objeto heredado. El vacío entre los hechos se vuelve terreno fértil para la imaginación colectiva. Ruiz abraza esa tensión. Imprime cada negativo de IA sobre papel de gelatina de plata, luego lo baña en agua de mar enriquecida con arena tamizada de la playa de la Rambla de Montevideo. Los minerales muerden la emulsión, dejando pecas que imitan la corrosión. “El mar ayudó a borrar estas imágenes”, dice. “Ahora ayuda a reescribirlas”.

Código, carbono y el costo de la memoria

El auge cultural de la inteligencia artificial trae consigo una factura ecológica: centros de datos masivos devoran electricidad y evaporan reservas de agua. La respuesta de Ruiz tiene un aire casi ritual. Su estación de trabajo es una laptop reciclada que apenas soporta videollamadas; alquila servidores por horas para el procesamiento intenso, luego los apaga. “Trato el tiempo de cómputo como los químicos del cuarto oscuro: solo uso lo que la imagen merece”, explica.

La periodista ambiental Lucía Sosa señala en La Diaria que la red eléctrica uruguaya, ya un 95 % renovable, amortigua la huella de carbono, pero el desarrollo con agua de mar añade una capa extra de contención. La salmuera que recoge se calienta con el sol en bandejas poco profundas detrás del museo; ningún fijador sintético va al desagüe. El arte se encuentra con la sostenibilidad en un ciclo tan ingenioso como los migrantes que homenajea. Los visitantes miran a través del vidrio las bandejas, observando cómo los cristales se forman lentamente: el tiempo mismo convirtiendo el líquido en memoria.

EFE

Donde la ascendencia se cruza con el algoritmo

El director del museo, Luis Bergatta, ve Desembarco como un aula sin pupitres. Grupos escolares se agrupan frente al retrato de un carpintero gallego; el guía los invita a imaginar el crujir de su taller en 1910. Un niño pregunta si la imagen es “real”. La respuesta llega con suavidad: “Real como para recordarlo”. Esa distinción importa en un mundo inundado de deepfakes impecables. Las impresiones de Ruiz lucen con orgullo sus imperfecciones—bordes granulados, cicatrices de sal—un recordatorio visual de que toda historia es en parte conjetura, y aun así esencial.

Las familias se marchan con cianotipos en miniatura de sus retratos elegidos; cada uno sellado Mar y Código – Museo de las Migraciones. Algunos los guardan en la billetera junto a sus cédulas modernas. Otros prometen enviar copias a primos en el extranjero, dejando que los rostros migren una vez más. En la cafetería del museo, una mujer llamada Elena Ferreira se seca una lágrima. “Mi abuela siempre decía que su madre tenía ojos serios. Ahora los he visto”.

Los estudios sobre la diáspora evocan con frecuencia el océano como metáfora: un cuerpo que divide pero también conecta. En Desembarco, el agua de mar es el código literal y digital del navío, y la memoria de la carga que por fin desembarca. La tensión entre la precisión y el afecto queda sin resolver—quizá ese sea el punto. Lo que importa es el reencuentro, por espectral que sea, entre el presente y el pasado.

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Créditos: Reportaje: corresponsalía de EFE en Montevideo. Contexto académico: Universidad de la República; Estudios de Identidad; Ministerio de Energía de Uruguay. Periodismo adicional: L. Sosa, La Diaria. Fotografía y concepto: Federico Ruiz Santaesteban.

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