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Latinoamérica se despide con nostalgia mientras Sabina se retira de los escenarios para siempre

Cuando Joaquín Sabina cerró su gira Hola y adiós en Madrid, 12,000 fanáticos vieron cómo la banda sonora de una generación se convertía en un ritual de despedida que resonó mucho más allá de España, haciendo eco en los bares, dormitorios y autobuses fronterizos de Latinoamérica, hasta altas horas de la noche.

Una última reverencia en la ciudad que lo vio crecer

“Este concierto en Madrid es el último de mi vida y por eso el más importante”, dijo Joaquín Sabina al público el pasado domingo, con la voz desgastada pero firme, en el Movistar Arena que antes fue el WiZink Center. A sus 76 años, el cantautor de Úbeda (Jaén) se plantó ante unas 12,000 personas y calificó este show como el que recordará “con más emoción” en los años venideros.

El concierto marcó el final de Hola y adiós, una gira de despedida que también fue, en sus propias palabras, un adiós a los grandes escenarios. Describió la noche como “una despedida enormemente agradecida” por haber visto crecer sus canciones, colándose de alguna manera en la “memoria sentimental de varias generaciones”. Para quienes crecieron entre dictadura y democracia en España, o entre regímenes militares y transiciones frágiles en Latinoamérica, no era una exageración. Sus letras han flotado en marchas estudiantiles, bares llenos de humo y autobuses de larga distancia desde Buenos Aires hasta Ciudad de México, convirtiendo desventuras personales en mitología compartida.

La sala misma daba fe de su alcance. Entre el público estaban políticos como Alberto Núñez Feijóo y Borja Sémper, y artistas como Víctor Manuel, Ana Belén, Dani Martín, Ara Malikian, Fernando León de Aranoa, Manuel Carrasco, David Trueba, Clara Lago, Alejo Stivel y Vanesa Martín, según los organizadores. No eran solo celebridades rindiendo homenaje; eran representantes del ecosistema cultural y político que Sabina ha acompañado, provocado y a veces herido desde finales de los años setenta.

Antes de que apareciera, un video se proyectó en las pantallas que rodeaban el escenario, acompañado de “Un último vals.” Luego, apenas nueve minutos después de la hora prevista de inicio, las 8:30 p.m., salió al escenario. Durante más de dos horas, alternó canciones y relatos, secándose de vez en cuando lágrimas que no se molestó en ocultar. Su banda, igualmente emocionada, a veces cantó por él: las 23 canciones de la noche incluyeron cuatro interpretadas por miembros de su grupo, recordando que incluso en la despedida, el espectáculo es un oficio compartido.

Estudiosos de la música que escriben en el Journal of Spanish Cultural Studies han analizado cómo cantautores como Sabina ayudaron a construir un puente narrativo entre la dictadura y la democracia, mezclando ironía con confesión y lenguaje callejero con referencias literarias. Viéndolo en Madrid, era difícil no ver este último concierto como una extensión de ese papel: un hombre de Jaén diciéndole al país, y a un mundo hispanohablante más amplio, cómo envejecer sin abandonar la dignidad terca del “canalla”, ese pícaro entrañable.

EFE / Javier Lizón

Un catálogo de heridas, valses y sueños rotos

El repertorio funcionó como una autobiografía comprimida. Desde “Yo me bajo en Atocha” (de “Enemigos íntimos”, 1998) hasta “Princesa” (“Juez y Parte”, 1985), la última canción, recorrió muchos de los 17 discos que ha publicado desde aquellos primeros en los años setenta, cuando comenzó su carrera como cantautor. El público coreó “Calle Melancolía” (“Malas compañías”, 1980), una canción que recordó fue solo la segunda que escribió, hace más de 40 años. Confesó que la rescató del “baúl de canciones viejas, oxidadas y medio olvidadas” para darse el gusto en esta última gira. A juzgar por el rugido de reconocimiento, el gusto fue compartido.

Uno de los momentos más cargados llegó cuando relató el origen de otro clásico. Explicó que Chavela Vargas le dijo que vivía en el “Boulevard de los sueños rotos”, y él sintió que le regalaba una frase maravillosa que merecía su propia canción. Esa frase se convirtió en “Bulevar de los sueños rotos”, incluida en su disco de 1994 “Esta boca es mía.” Describió cómo empezó a escribirla en la pequeña libreta que siempre lleva, y cómo tuvo el honor de cantársela primero a la propia Chavela, solo los dos, mirándola a los ojos. Solo entonces comenzó la canción, mientras el público se ponía de pie.

La noche también se apoyó mucho en el disco que disparó su fama más allá de España. De “19 días y 500 noches” (1999), interpretó el tema homónimo y un puñado de canciones que se han vuelto himnos compartidos: “Ahora que…”, “De purísima y oro”, “Una canción para la Magdalena” y “Noches de boda.” Cada una llegaba ya medio cantada por el público, con estribillos aprendidos en cocinas y taxis durante un cuarto de siglo.

De “Yo, mi, me, contigo” (1996) llegaron otros pilares: “Y sin embargo”, “Tan joven y tan viejo”, “Contigo.” Se alternaron con himnos como “Y nos dieron las diez” de “Física y química” (1992), canciones que han servido tanto para brindar por nuevos amores como para ahogar desamores a ambos lados del Atlántico. Investigaciones publicadas en Popular Music and Society han subrayado cómo estos repertorios se convierten en “archivos emocionales”, guardando recuerdos privados en melodías públicas. En el caso de Sabina, ese archivo pertenece tanto a Latinoamérica como a España, fruto de décadas de giras donde su voz ronca llenó estadios desde Buenos Aires hasta Ciudad de México.

El hombre que entrega esas canciones ahora carga el peso del tiempo de forma más visible. Anunció en julio de 2024, en un comunicado público, su intención de despedirse de los grandes escenarios. En menos de 24 horas, se habían vendido más de 200,000 entradas solo para la etapa española de la gira. Los conciertos habían comenzado ese mismo año, en febrero, en América, un último recorrido por el continente donde su “canallismo musical” lo hizo tan ícono como en su tierra.

Su cuerpo no ha salido ileso. Un infarto cerebral en 2001 lo obligó a replantearse la vida intensa que alimentó muchas de sus letras más queridas. Problemas de salud más recientes ocurrieron en público: en 2020, en este mismo recinto, cuando aún se llamaba WiZink Center, cayó desde casi dos metros al foso, sufriendo varios traumatismos, una estancia en la UCI y dos cirugías. Toda esa historia estuvo presente, tácitamente, cada vez que se movía con cuidado por el escenario o se aferraba al micrófono. Estudios en Popular Music and Society han señalado cómo las giras de despedida de figuras del rock y pop envejecidas pueden funcionar como rituales de ajuste colectivo ante la mortalidad, no solo para el artista sino para públicos que enfrentan su propio paso del tiempo.

EFE Agency

No es un final, sino una pausa ganada a pulso

A pesar del dolor de la despedida, Sabina y su círculo insisten en que esto no es el final de su vida artística. Como sugiere el título de la gira, “Hola y adiós” fue concebida como una bisagra, no una lápida. Se aleja de las exigencias físicas de los grandes recintos, pero no de escribir, dibujar o pensar en verso. Tanto en estudios literarios como musicales, en revistas como la Latin American Music Review, investigadores han descrito cómo los artistas mayores suelen pasar de la interpretación a la composición, manteniendo su presencia en la cultura incluso cuando sus cuerpos ya no resisten las mismas rutinas.

En ese sentido, el show del domingo en Madrid fue menos un funeral que un punto y aparte. Las ovaciones que cerraron la noche, mientras él y sus músicos se abrazaban entre lágrimas, parecían reconocer esa complejidad: gratitud por lo ya entregado y una demanda silenciosa de que siga hablando desde cualquier cuarto donde decida escribir lo próximo.

Desde una perspectiva latinoamericana, la despedida en el Movistar Arena también subrayó la extraña geografía de la música en español. Un hombre nacido en Úbeda, que cantó sobre Atocha y Calle Melancolía, se convirtió, con los años, en el poeta de cabecera de incontables oyentes en México, Argentina, Chile y Colombia, personas que nunca vieron las calles que él nombraba pero se reconocieron en sus héroes derrotados y narradores de lengua afilada. Cuando dice que sus canciones se han colado misteriosamente en la memoria sentimental de varias generaciones, describe no solo un fenómeno español sino uno transatlántico.

Cuando se apagaron los últimos acordes de “Princesa” y se encendieron las luces, las 12,000 personas en Madrid se quedaron un rato, como suele ocurrir cuando se sabe que se ha presenciado algo finito. Afuera, la ciudad seguía su típico domingo por la noche; adentro, una era se acercaba a su final. El hombre que convirtió el “boulevard de los sueños rotos” en una dirección compartida ha dejado el gran escenario. Pero su catálogo—esas 23 canciones bajo el techo del recinto, y muchas más en el “baúl” de piezas viejas y oxidadas—seguirá viajando por vidas españolas y latinoamericanas, llenando esa memoria misteriosa a la que agradeció con tanta ternura. El concierto fue, como él dijo, el último. La historia, como uno de sus versos largos y sinuosos, sigue abierta al final de la línea.

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