La biblioteca oculta de Chile: un hallazgo en el ático revive la historia de los libros que la dictadura intentó quemar

Casi cincuenta años después de que la dictadura de Pinochet persiguiera textos de izquierda, bibliotecarios en Santiago descubrieron en el ático de la Biblioteca Nacional un escondite olvidado: discursos de la era Allende, panfletos y libros prohibidos. El hallazgo revive la historia de editores, lectores y catalogadores que se negaron a dejar morir la cultura.
El ático que el tiempo olvidó
El hallazgo fue accidental, digno de una novela. El personal de la Biblioteca Nacional de Chile abrió un desván polvoriento y encontró cajas de libros y panfletos ligados al gobierno de Salvador Allende: textos socialistas, tratados comunistas e incluso discursos presidenciales que nunca habían sido catalogados.
“Cuando sacamos los libros, nos dimos cuenta de que eran de la época de Salvador Allende”, dijo a EFE el bibliotecario Fernando Echeverría, agregando que el motivo por el cual esos discursos nunca fueron catalogados “sigue siendo un misterio”.
Que hayan sobrevivido parece improbable. Tras el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, los soldados irrumpieron en editoriales, casas y bibliotecas. Libros fueron quemados en patios, cargamentos confiscados y triturados, catálogos revisados en busca de títulos “peligrosos”. Sin embargo, algunos bibliotecarios idearon tácticas de supervivencia: retirar fichas de los catálogos para que los libros “prohibidos” quedaran invisibles entre millones de volúmenes, o esconder cajas enteras en áticos y depósitos fuera del alcance de los soldados.
“Tener un libro era un acto de resistencia”, explicó el investigador José Ignacio Fernández a EFE. La mera posesión se trataba como subversión. Esa rebeldía resuena ahora en cada discurso cubierto de polvo y en cada volumen que esperó, oculto, a un siglo más seguro.
Quimantú y el peligro de los libros baratos
La furia de la junta no se dirigía solo a los títulos, sino también a su alcance. En 1971, el gobierno de Allende creó Quimantú, una editorial estatal que convirtió los libros de bolsillo en política pública. Al imprimir en masa y a bajo costo, Quimantú hizo que novelas y ensayos fueran asequibles para los trabajadores, esparciendo literatura por buses, cocinas y talleres.
Ese éxito selló su destino. Tras el golpe, los soldados ocuparon la planta, trituraron miles de ejemplares y prohibieron largas listas de autores. “El libro no era peligroso en sí mismo, sino en el contexto en que se promovía”, explicó a EFE la historiadora Karen Donoso. Si una novela podía llegar a un banco de fábrica al precio de un café, entonces cada novela se volvía sospechosa.
Dentro de las bibliotecas, las tácticas para proteger libros parecían sacadas del espionaje. Se retiraban discretamente fichas de los catálogos y se escondían. Los inspectores que exigían títulos “prohibidos” a menudo se marchaban con las manos vacías porque los libros parecían imposibles de rastrear. En la Universidad de Chile, algunas colecciones igualmente ardieron. Pero en otros lugares, los libros sobrevivieron: guardados en escritorios, ocultos en casas o, como demuestra el hallazgo del ático, esperando sobre las vigas de la Biblioteca Nacional.
Editar bajo la sombra de la censura
Tras la “fase del terror” de allanamientos y quemas, la censura se volvió burocrática. De 1975 a 1983, todas las publicaciones requerían revisión previa. Muchas editoriales cerraron; la producción se desplomó. Pero algunos editores encontraron resquicios.
“Mientras no contradijeras a la dictadura en términos políticos, sociales y económicos, había un cierto margen”, dijo Donoso a EFE. En ese margen se coló APSI, una revista de noticias fundada por el exeditor de Quimantú, Arturo Navarro. Presentada como “internacional”, logró infiltrar historias que desafiaban los límites. “No queríamos someternos, y siempre intentamos empujar la cerca”, recordó Navarro. “A pesar de la censura, cada vez que la desafiabas, avanzabas un poco”.
Era un juego de ingenio y nervios. Los titulares tenían dobles significados—seguros para los censores, punzantes para los lectores. Los impresores aprendieron a silbar advertencias ante las redadas. Los libreros escondían estantes “equivocados” detrás de los “correctos”. El historiador Jaime Rosenblitt dijo a EFE que la dictadura carecía de la “fineza intelectual” para desmantelar toda la cultura literaria chilena. La represión la marcó, pero no pudo borrarla. La cultura permaneció terca, plural y silenciosamente rebelde.

Lo que sobrevivió, y lo que Chile aún debate
Con el retorno a la democracia en 1990, la literatura enfrentó un nuevo desafío: el mercado. Un IVA del 19 % sobre los libros—uno de los más altos del mundo—encareció la lectura. Los defensores aún luchan por reducirlo, argumentando que un país que alguna vez se enorgulleció de novelas al precio de un pasaje de bus no debería tratar la lectura como un lujo.
Sin embargo, la escena literaria chilena volvió a florecer. Pequeñas editoriales y autores debutantes llenan las ferias del libro; jóvenes editores lanzan revistas; los lectores regresan a las plazas públicas a hojear y comprar. “A pesar de todo el daño causado por la dictadura, han seguido existiendo instancias de apoyo al libro y la lectura”, dijo Navarro a EFE. “Hoy estamos llenos de ferias, nuevos proyectos y editoriales jóvenes”.
Esa resiliencia lleva el ADN de Quimantú—la convicción de que la cultura es un derecho—y honra a los bibliotecarios que arriesgaron sus carreras, incluso su libertad, para preservar lo que no podía salvarse a la luz del día. Las cajas del ático cosen la historia: el impulso democrático que difundió libros, la mano autoritaria que los persiguió y la astucia que los mantuvo vivos en la clandestinidad.
El ático de Chile recuerda. Recuerda al obrero que llevó libros escondidos bajo el abrigo, al catalogador que sacó una ficha de su cajón, al editor que aprendió a imprimir en diagonal. Como dijo Navarro a EFE, citando a Neruda: “no cantamos en vano”.
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La dictadura pudo quemar bodegas, prohibir autores y clausurar imprentas. Pero no pudo prever dónde una sociedad guardaría lo que se negaba a olvidar. Casi cincuenta años después, esas cajas olvidadas susurran de nuevo a la luz del día: prueba de que, incluso en los tiempos más oscuros, la cultura chilena se negó al silencio.