La búsqueda de un artista peruano demuestra que el quechua sigue vivo contra todo pronóstico

En medio del bullicio del Festival de Cine de Tribeca, en Nueva York, Runa Simi irrumpe con un rugido inesperado: un padre y su hijo peruanos redoblan El Rey León en quechua, demostrando que una antigua lengua andina aún puede provocar risa, asombro… y una ovación de pie.
El micrófono de un padre, el eco de una montaña
Antes de que algún reflector de festival lo alcanzara, el locutor Fernando Valencia se encorvaba sobre una computadora maltrecha en la calurosa Quillabamba, Cusco. Tras su turno nocturno, colocaba paneles de espuma en una pared del dormitorio, equilibraba un micrófono cubierto con un calcetín sobre diccionarios apilados y llamaba a su hijo Dylan, de seis años, para que se acercara. “¡Hakuchu, Simba! —empecemos, Simba”, susurraba.
Aquellas sesiones improvisadas se convirtieron en una cruzada de diez años para darle voz quechua a El Rey León de Disney. “Detrás de todo estaba solo una persona”, recuerda el cineasta Augusto Zegarra, quien se topó con los “clips quechuas” caseros de Valencia en YouTube en 2014 y “no podía creer el nivel de elaboración”, cuenta a EFE. Zegarra tomó su cámara, abordó un bus hacia los Andes y comenzó a filmar lo que se convertiría en Runa Simi, que significa “lengua del pueblo” en quechua.
Estudios de la Pontificia Universidad Católica del Perú estiman entre ocho y diez millones de hablantes de quechua en los Andes, pero la mitad de los niños peruanos hoy crece hablando solo español. Fernando temía que su hijo también se sumara a esa ola de olvido. Así que cada “Hakuna Matata” se volvió “Mana Kusisqa”, y cada “Círculo de la vida” una oportunidad para hacer resonar el quechua entre leones de Lego desperdigados por el suelo del estudio.
Una puerta se cierra, otra se abre
A mitad del documental, Valencia sube en un ascensor estrecho en el reluciente distrito empresarial de Lima, con una memoria USB llena de grabaciones y una solicitud impresa para obtener una licencia oficial de Disney. Los guardias de seguridad miran su chullo trenzado; las luces fluorescentes zumban.
“Con mucha cortesía —mucha— me dijeron que no”, recuerda Valencia en cámara, mientras la llovizna gris de la ciudad resbala por la ventana detrás de él. Podría haber guardado el proyecto entonces. En cambio, se internó más en las montañas y terminó el doblaje por su cuenta, asumiendo los riesgos legales.
El director Zegarra enmarca la negativa no como villanía, sino como muestra de una maquinaria mediática global que rara vez se detiene ante las lenguas indígenas. “El sistema no fue construido para escucharlas”, dice a EFE, “así que Fernando construyó su propio altavoz”. Investigadores de Arqueología Peruana señalan que el quechua ha sobrevivido cinco siglos precisamente gracias a esa tenaz improvisación.
Luces de estadio, risas de niños
Las cámaras tiemblan de emoción en el clímax del documental: una proyección improvisada al aire libre en un estadio de fútbol cerca de Cusco. Las familias se apretujan en las gradas, con los chales ondeando al frío viento andino. Cuando Scar suelta su primer gruñido en un quechua áspero, una mujer mayor se sobresalta… y luego se ríe tanto que se seca las lágrimas con su rebozo.
Niños que apenas entienden el español gritan “¡Mana Kusisqa!” con felices errores de pronunciación. “El humor lleva la historia más lejos que el lamento”, sonríe Zegarra, citando una idea del historiador cultural Carlos Iván Degregori sobre la resiliencia indígena.
Tras la pantalla, Valencia observa a Dylan —ya adolescente— irradiar orgullo. “Quería que sintiera que nuestra lengua merece las mejores historias”, murmura el padre. En ese instante, el viejo estigma —el quechua como símbolo de pobreza o atraso— parece disiparse bajo un coro compartido de carcajadas y aplausos.
Estreno en un festival, horizonte más amplio
Nueve años después de aquel primer clip en YouTube, Runa Simi ilumina una sala repleta en el Tribeca. Críticos neoyorquinos se inclinan con curiosidad; migrantes andinos se sientan más erguidos, con los ojos húmedos. Zegarra sabe que su timing es deliberado: el Congreso peruano debate una ley cinematográfica que reduciría el apoyo a producciones indígenas. “Esta película es prueba de lo que está en juego”, declara a El Comercio. Llega justo cuando la UNESCO advierte que el 40% de las 7.000 lenguas del mundo podrían desaparecer este siglo.
¿Y ahora qué? Valencia aún espera que Disney lo llame algún día. “Pero incluso si no lo hacen”, se encoge de hombros en la última escena del filme, “Simba ya habla quechua”. Dylan, con unos auriculares de estudio enormes para su cabeza, sonríe: “¿Imayna kanki? —¿Cómo estás?— Así saluda ahora”.
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Aunque una corporación nunca dé su bendición oficial, Runa Simi ya ha abierto un espacio más amplio para el quechua en las pantallas y en la imaginación. Recuerda al público que el lenguaje no es solo gramática: es una canción de cuna, una broma, un regalo de padre a hijo. Y, como insiste el lente de Zegarra, puede rugir lo suficiente como para sacudir salas de juntas a miles de kilómetros de los Andes.