La llama perdurable de Szyszlo: cómo el maestro pintor del Perú transformó la memoria antigua en forma moderna

Un siglo después de su nacimiento, el Perú recuerda a Fernando de Szyszlo no solo como pintor, sino como una fuerza cultural. Dos exposiciones en Lima rinden homenaje al hombre que fusionó el mito precolombino con la abstracción global, transformando tanto el lenguaje del arte latinoamericano como el alma de su país.
Desde la neblina gris de Barranco, un mundo en color
Fernando de Szyszlo nació en Lima el 5 de julio de 1925, bajo la garúa característica de la ciudad, esa fina e inquebrantable neblina costera. Creció en Barranco, un distrito bohemio encajado entre acantilados oceánicos y jardines tranquilos, moldeado por historias familiares y linajes literarios—su tío fue el escritor Abraham Valdelomar.
Inicialmente estudió arquitectura, pero no pudo resistirse al llamado de la pintura. En la Pontificia Universidad Católica del Perú, Szyszlo estudió bajo la tutela de Adolfo Winternitz, un emigrado austríaco que valoraba la audacia emocional por encima del pulido técnico. Para cuando debutó en 1947, los críticos ya percibían una tensión: sí, había líneas cubistas, pero también algo más profundo, un intento por alcanzar el pasado enterrado del Perú.
“Sus primeros lienzos ya formulaban preguntas que América Latina aún no había expresado con palabras”, dijeron académicos de la Universidad de Texas, señalando el papel de Szyszlo en alejar el arte del folclórico indigenismo hacia algo más radical: un lenguaje visual que ahora llaman ancestralismo.
Szyszlo no se conformaba con ilustrar mitos—quería construir nuevos con las herramientas de la abstracción moderna.
París, el surrealismo y el nacimiento de la abstracción ancestral
En 1948, recién casado con la poeta Blanca Varela, Szyszlo partió del Perú hacia el París de la posguerra—entonces un imán para artistas latinoamericanos. Ingresó en la órbita de André Breton, intercambió ideas con Rufino Tamayo y Julio Cortázar, y se sumergió en las técnicas del tachisme y la abstracción gestual.
Absorbió las herramientas europeas—pero no su visión del mundo.
“Trajo una abstracción subjetivamente peruana”, dijo Breton a EFE en una entrevista de 1962, elogiando cómo los rojos de Szyszlo evocaban los textiles preincaicos y sus negros capturaban el peso de la noche costera.
Natalia Majluf, historiadora del arte en la Universidad del Pacífico, dijo que su pincel se movía como el ala de un cóndor—pero su paleta citaba a la cerámica Moche, no a Matisse.
Al regresar a Lima en 1951, Szyszlo introdujo este audaz lenguaje híbrido. Causó revuelo. La Escuela Nacional de Bellas Artes, entonces dominada por el muralismo tradicionalista, no supo cómo responder.
Sin embargo, a mediados de los años 50, obras como Paracas y luego Intihuatana definieron un movimiento—lo que los críticos hoy llaman abstracción ancestral. Ni nostálgica ni mimética, honraba el mito sin caer en el cliché. Daba nueva vida al pasado prehispánico, no como imagen, sino como atmósfera.
Un pintor entre poetas y fuegos políticos
El estudio de Szyszlo no era solo un lugar de pintura—era un punto de encuentro.
Por allí pasaron los poetas Octavio Paz y Javier Sologuren, el compositor Edgar Valcárcel y el novelista Mario Vargas Llosa. Con Vargas Llosa, cofundó el Movimiento Libertad en 1987—una respuesta intelectual liberal al colapso económico de Alan García y al ascenso de Sendero Luminoso.
“Eran artistas con manifiestos en el bolsillo trasero,” dijo el politólogo Alberto Vergara. “Veían la democracia no como teoría, sino como práctica—y defensa.”
El reconocimiento internacional no tardó. Francia le otorgó la Orden de las Artes y las Letras en 1981. Chile le concedió la medalla Bernardo O’Higgins en 1987. Aun así, Szyszlo nunca dejó Lima. Pintaba en el mismo barrio, bajo los mismos cielos nublados.
“La garúa,” dijo una vez, “es un gris que agudiza el color en la mente.”
Esa tensión—la niebla afuera, el fuego adentro—nunca abandonó su obra.

Un centenario tan complejo como el hombre
Ocho años después de su muerte, Lima conmemora el centenario de Szyszlo con dos exposiciones que buscan iluminar tanto al artista como al mundo que ayudó a reimaginar.
En el Museo de Arte Contemporáneo de Barranco, se exhiben treinta pinturas clave—desde los ocres dentados de Culebrones hasta los eléctricos azules tardíos de Amarupa. Las etiquetas revelan su transición de óleos europeos importados a pigmentos terrestres locales mezclados con resinas sintéticas—otra forma en que Szyszlo unió lo global con lo intensamente local.
Al otro lado de la ciudad, el Centro Cultural Inca Garcilaso muestra al hombre detrás del mito. Álbumes nunca antes vistos lo muestran riendo con Breton, dibujando la tumba de Vallejo en París, brindando por el Nobel con Vargas Llosa. Una vitrina contiene algo casi sagrado: un mechón del cabello del poeta César Vallejo, que Szyszlo guardó durante décadas.
“Estoy abrumado,” dijo su hijo Vicente de Szyszlo, flanqueado por diplomáticos y estudiantes en la inauguración. “Estas fotos han dormido en cajones durante años.”
Críticos de arte de la Pontificia Universidad Católica esperan que el centenario reabra debates sobre el lugar de Szyszlo en la abstracción global, un ámbito en el que los movimientos del Atlántico Norte han opacado con demasiada frecuencia. Artículos recientes en la revista Art History argumentan que su fusión de mito y modernismo anticipó las estéticas decoloniales actuales, convirtiéndolo en “una bisagra entre la forma vanguardista y la cosmovisión indígena.”
Un legado escrito en fuego y silencio
En sus memorias de 2015, La vida sin dueño, Szyszlo escribió:
“Soy pintor. Esas dos palabras simples le dieron sentido a mi existencia.”
Cien años después, esa convicción aún late en estudios desde Cuzco hasta Quito, donde jóvenes artistas citan su rechazo a lo decorativo, su obsesión por la luz más que por la línea, y su guerra de por vida contra el sentimentalismo.
Conservadores trabajan hoy para proteger sus rojos volátiles del deterioro por rayos UV. Sus obras viajan en retrospectivas, trazando cómo el arte moldea una nación. Pero quizás el homenaje más duradero está en Barranco: sus calles, antes silenciosas, ahora florecen con murales que evocan sus rojos dentados, sus blancos lunares, su geometría sagrada.
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Szyszlo nunca quiso un santuario. Pero bajo la eterna neblina limeña, su legado brilla en cada rincón donde el arte se niega a quedarse quieto—y sigue alcanzando hacia atrás, y hacia adelante, al mismo tiempo.