VIDA

Lima se viste de morado: el Señor de los Milagros vuelve al corazón del Perú

Antes del amanecer, el viejo centro de Lima resplandecía en tonos púrpura y blanco, renacido bajo el brillo de la devoción. Balcones cubiertos con estandartes, confeti flotando como ceniza sobre un mar de rostros, el aire espeso de incienso y ecos de trompetas… solo podía significar una cosa. El Señor de los Milagros había salido una vez más del templo de Las Nazarenas, cargado sobre su anda dorada, balanceándose sobre la multitud como un altar en movimiento. Cada octubre, este ritual convierte la capital en una catedral de calles, uniendo a ricos y pobres, locales y migrantes, creyentes y curiosos, en un solo y lento latido.


Una ciudad rehecha en púrpura y blanco

Con la primera luz del día, las calles coloniales de Lima se habían vuelto un río de fe. Cintas blancas y moradas colgaban entre balcones. Arcos de globos cruzaban callejones estrechos. Fuegos artificiales y estrellas de papel caían mientras la multitud avanzaba para ver la imagen que había sobrevivido siglos de caos.

El origen de esta devoción está tejido con catástrofe y resistencia. El 28 de octubre de 1746, Lima —entonces capital de la colonia más próspera de España— fue sacudida por un terremoto de magnitud 8.5 y un tsunami que borró del mapa al puerto del Callao. Solo una pared quedó en pie: la de una humilde capilla en Pachacamilla, donde estaba pintado un Cristo al que pronto los vecinos comenzaron a llamar milagroso. De ese muro, y de los escombros que lo rodeaban, nació una fe que hoy mueve a millones.

Cada octubre, veinte cuadrillas —equipos de cargadores de la Hermandad del Señor de los Milagros— llevan el anda por las avenidas limeñas. Visten hábitos morados sobre ternos negros, camisas blancas y corbatas violeta. Bajo sus pasos, las calles florecen con alfombras de aserrín y pétalos de rosa. Las filas policiales apenas contienen a la multitud; los vendedores se abren paso ofreciendo banquitos y dulces; y cada cuadra inventa su propia forma de saludar lo divino: una banda en la avenida Tacna, un coro frente al hospital San Bartolomé, una ola de velas reflejada en mil pantallas de celulares.


Mujeres al frente de la procesión

Al frente de esta fortaleza en movimiento de plata y madera van mujeres cuya devoción marca el ritmo. Las cantoras dirigen los himnos; las sahumadoras dejan tras de sí incienso que se eleva como recuerdos. Sus cantos se mezclan con el compás de los pasos, formando el pulso que lleva al Cristo por la ciudad.

“Me llamo Rosa Palermo. Pertenezco a la Hermandad de las Nazarenas de Nueva York”, contó a EFE, su mantilla blanca ondeando en la brisa matutina. “Allá en Patterson, se hace igual que aquí”, dijo con orgullo, describiendo cómo los migrantes peruanos han recreado la misma coreografía de canto y humo en ciudades estadounidenses. Para ella, este año marcó un regreso al hogar, compartido por decenas de mujeres que viajaron desde Estados Unidos para unirse a la procesión limeña.

“La fe se está derramando por todo el mundo”, añadió Rosa Herrera, quien lleva 53 años con la devoción y ahora vive en Washington D.C. Allí, el Cristo Moreno recorre las calles cada octubre, cargado por grupos de hombres y mujeres. “También hay en Virginia, Maryland, Patterson, Connecticut, Atlantic City”, dijo a EFE. “Es una bendición; él es el único que puede resolver lo que nosotros no podemos”.

Si Lima reclama al Señor de los Milagros como su patrón, la diáspora lo reclama como migrante: un Cristo viajero, llevado en réplicas y oraciones desde Newark hasta Queens, desde los callejones limeños hasta salones parroquiales suburbanos perfumados con copal.


Cuando la ciudad se detiene, los hospitales abren sus puertas

A media mañana, la procesión se detuvo frente a las puertas del Hospital Arzobispo Loayza, cumpliendo un ritual que une la fe con el cuidado. Cada año, Cristo entra al patio para visitar a quienes no pueden salir a las calles. “Lima se detiene cuando él pasa”, dijo el doctor Yinno Custodio, oncólogo del Loayza, mientras los himnos resonaban por los pasillos. “Decoramos los pabellones con globos, imágenes… Es muy emotivo”, contó a EFE. “Para nosotros no es solo tradición, es sanación”.

Dentro, las enfermeras se colocan cintas moradas en el cabello. Un paciente alza una estampa del Cristo desde la mesa de noche. Un médico, aún con su bata quirúrgica, se apoya en la ventana para ver el anda dorada cruzando el patio. Por unos minutos, la frontera entre la fe y la medicina desaparece. El hospital se convierte en otra calle de la procesión, y la devoción de la ciudad deja de ser espectáculo para volverse servicio: una promesa de que nadie queda fuera del milagro.

La marcha del 28 de octubre fue la penúltima del año; la última, el 1 de noviembre, devolverá la imagen a Las Nazarenas, donde descansará tras rejas de hierro hasta el próximo octubre, cuando el pueblo vuelva. El ritmo perdura por generaciones: abuelos señalando esquinas, niños aprendiendo el sonido de la fe entre colores, humo y el crujir de las andas de madera.

EFE/Paolo Aguilar

Devoción multiplicada en miniatura

La fe en Lima no termina con la gran procesión: se multiplica en pequeños milagros. Mientras la multitud esperaba al Cristo de Pachacamilla, una imagen diminuta —no más alta que el brazo de un niño— emergió sobre la multitud, sostenida por las manos de una mujer. “La hice durante la pandemia”, contó Nora, con los ojos brillantes mientras equilibraba la pequeña anda contra la marea humana. “No había dónde saludarlo, así que comencé a tocar puertas para que todos pudieran verlo”, dijo a EFE.

Aquella improvisación se volvió tradición. Cada año, los vecinos de Nora esperan su procesión casera: unas pocas cuadras de himnos y campanillas, un milagro portátil nacido del aislamiento. “Él es el amor y la devoción de mi familia”, dijo con suavidad, “y la paz y la tranquilidad del pueblo peruano. Él es mi vida.”

Al caer la tarde, el confeti se derretía en los charcos, las alfombras de pétalos se difuminaban bajo los pies y los últimos acordes se desvanecían en el rumor del tráfico que regresaba. Un niño arrastraba su banquito de regreso a casa, orgulloso del lugar que consiguió. Los vendedores guardaban su incienso.

Para los forasteros, el Señor de los Milagros podría parecer folclore o teatro cívico. Pero en Lima, el morado no es un disfraz: es un lenguaje público de pertenencia. Une el corazón colonial de la ciudad con los pasillos de los hospitales; conecta Washington y Nueva Jersey con el jirón Cañete; y enlaza el himno de una abuela con el video de un adolescente.

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El Cristo pintado que sobrevivió al terremoto de 1746 ha superado imperios, migraciones y pandemias. Su verdadero milagro, dicen quienes caminan a su lado, es que cada octubre convierte una ciudad de desconocidos en una sola procesión de hermanos: un río vivo de fe y púrpura que fluye hacia el mismo e inquebrantable muro.

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