Los colibríes colombianos danzan mientras el Monserrate brumoso revela un vibrante refugio

Antes del amanecer en Bogotá, la neblina envuelve el empinado sendero hacia Monserrate, donde un deslumbrante ballet de colibríes hechiza a los caminantes. Este santuario natural —dentro de un sitio de peregrinación religiosa— revela la singular capacidad de Colombia para entrelazar la espiritualidad con una biodiversidad asombrosa.
Niebla, oración y destellos de color en la cima sagrada de Bogotá
Mucho antes del amanecer, cuando el tráfico citadino apenas murmura en sueños, un goteo constante de peregrinos se congrega al pie de Monserrate. Los grises escalones se retuercen cuesta arriba —1.500 en total— a través del bosque andino de niebla, rumbo a un santuario de muros blancos casi un kilómetro más arriba. La mayoría sube por fe. Un número creciente se detiene por algo más pequeño, pero igual de conmovedor: el zumbido de alas que brillan como joyas caídas en la penumbra.
“Las mañanas nubladas son las mejores”, le dice el guía Luis Eduardo Parra a un grupo cansado de caminantes, sus palabras elevándose en la bruma. “El sol los incomoda. Con niebla así, los colibríes aparecen justo cuando las piernas ya no dan más… como si te animaran en el último tramo.” Su risa se pierde con el vapor. Las palabras de Parra, compartidas con EFE, marcan el tono de un sendero donde la devoción se entrelaza con el asombro natural.
Escalinatas de piedra y corazones acelerados
Colombia presume la lista de aves más rica del mundo, y Bogotá —con ocho millones de habitantes— aún reserva rincones para la vida silvestre. Monserrate es uno de ellos. Entre las campanas de la basílica y el bullicio de los puestos de recuerdos, arbustos nativos de fucsia y verbena atraen a 18 especies de colibríes cuyos colores desafían la paleta apagada de la montaña. Colas rufas se despliegan; gargantas destellan en añil; las alas se difuminan con 80 aleteos por segundo.
Un nuevo sendero, el Sendero de Aves El Paramuno, ha convertido un desvío de 300 metros en una verdadera peregrinación. Alrededor de 6.000 personas lo recorren cada año, con los binoculares empañados y sonrisas absurdamente amplias. Una pareja británica, sujetando tazas humeantes de tinto, le dijo a EFE que nunca había estado tan cerca de colibríes fuera de un documental: “Actúan como si no estuviéramos aquí”.
Si se observa el tiempo suficiente, se despliegan escaramuzas territoriales en miniatura. Colibríes pico de espada —cuyos picos parecen de aves el doble de grandes— se baten con rivales de garganta ardiente por un enredo de flores. Cada victoria otorga unos segundos de néctar; cada derrota lanza al perdedor, indignado, hacia la siguiente flor.
Vidas vividas a todo gas
Parra mantiene un relato constante. “¿Ritmo cardíaco en el día? Unos 1.200 latidos por minuto. ¿Temperatura corporal? Cuarenta grados. Siempre están a un sorbo de la inanición.” Le habla a EFE pero proyecta para que todos escuchen. La noche trae un milagro de autopreservación: el letargo. Las aves apagan su fuego interno, bajan el pulso a menos de 100, esponjan las plumas contra el frío. Es una apuesta calculada: gastar menos energía, arriesgarse a los depredadores. Sobreviven en el filo de la navaja, ocultas por encima de las luces de la ciudad.
Los visitantes contienen el aliento cuando dos machos colisionan en el aire con el chasquido de sus minúsculos picos, girando como hojas de otoño antes de separarse. “La naturaleza nunca es gentil”, murmura un excursionista, secándose el sudor. “Pero es un teatro perfecto.”

Azúcar, flores y un pacto con la montaña
Comederos escarlata salpican el sendero, rellenados cada madrugada con agua azucarada fresca. Déjala fermentar al sol, y podrías dañar a las criaturas que viniste a admirar, advierte Parra. Las flores nativas completan el banquete: chuquiraguas rosadas, salvias de garganta profunda, espigas de diente de león que parecen iluminarse desde dentro cuando un colibrí sumerge su cabeza.
El trabajo detrás de este espectáculo pasa desapercibido para la mayoría. Conservacionistas de Audubon Colombia colaboran con autoridades locales para instalar señalización, eliminar plantas invasoras y convencer a los bogotanos de ver el cerro como algo más que un escenario para selfies de fin de semana. “Cada colibrí es un embajador ecológico”, dice Camilo Cardozo, director de Audubon, en entrevista con EFE. “Si logramos que la gente se enamore de ellos, lucharán por mantener vivo el bosque.”
Lea Tambien: El Misterio Congelado de Argentina: El destino sin resolver de la Dra. Janet Johnson
Al final de la mañana, la niebla se disipa y el sol cae como un reflector. Los colibríes se internan en el follaje, su espectáculo brevemente terminado. Los turistas hacen fila para bajar en funicular o se adentran en la iglesia para orar en voz baja. Pero la mayoría se lleva el mismo recuerdo: una memoria que vuelve cuando las preocupaciones urbanas se acumulan —un destello esmeralda, un latido demasiado rápido para contar, prueba de que la vida puede arder con intensidad incluso en el aire delgado donde la devoción se encuentra con el cielo.