VIDA

Madres brasileñas construyen una aldea donde el Zika casi las olvidó

En Maceió, en el noreste de Brasil, un bloque de viviendas pintado de amarillo cuenta la historia que los titulares olvidaron. Allí, un grupo de madres —a quienes alguna vez les dijeron que sus bebés no caminarían, no hablarían ni sonreirían— ha construido una red viva de cuidados, resiliencia y esperanza obstinada.

El virus se calmó, pero sus hijos siguen ahí

Cuando Rute Freires sostuvo por primera vez a su hija Tamara en brazos, supo que algo no estaba bien. Tamara nació con microcefalia —una cabeza anormalmente pequeña, consecuencia de la infección por el virus del Zika durante el embarazo—. Los médicos le dieron semanas, quizá meses de vida. Hoy, Tamara tiene nueve años.

Aún no puede caminar ni hablar. Se alimenta por una sonda, lucha por mantener la cabeza erguida y pasa sus días en una casa equipada con material de terapia. Pero está viva. “Me dijeron que nunca sonreiría”, cuenta Rute, “pero lo hizo. Yo la vi sonreír”.

Tamara es una de casi 2,000 niñas y niños nacidos con síndrome congénito por Zika durante el brote de 2015–2016 en Brasil. El virus acaparó titulares en todo el mundo mientras se propagaba por el país, encendiendo las alarmas antes de los Juegos Olímpicos de 2016. El gobierno declaró el estado de emergencia. La Organización Mundial de la Salud hizo lo mismo. Luego, para 2017, el pánico se desvaneció. El Zika desapareció de las noticias. Los casos bajaron. Los científicos nunca entendieron del todo por qué.

Pero para las familias afectadas, el Zika nunca se fue.

Las cifras oficiales estiman que más de 260 de esos niños han muerto. Otros, como Tamara, han visto un deterioro lento en su salud. La mayoría vive en el noreste de Brasil, una región golpeada de forma desproporcionada por el virus y desatendida históricamente.
¿Por qué allí? Los investigadores todavía no lo saben.

Una comunidad nacida de la necesidad

Sola y sobrepasada, Rute empezó a buscar a otras como ella. En 2016 las encontró: primero en un grupo de apoyo público, luego en una red informal de madres que también criaban hijos con las secuelas del Zika: convulsiones, problemas de alimentación, deformidades articulares, problemas de visión.
“Nos dimos cuenta de que estábamos pasando por lo mismo”, recuerda Rute. “Y empezamos a ayudarnos unas a otras”.

En 2017 formalizaron la red como un colectivo independiente. Cosieron camisetas amarillas para ser visibles, organizaron protestas y buscaron ayuda legal. Muchas habían dejado sus trabajos. La mayoría vivía con un subsidio estatal que apenas alcanzaba para pagar el alquiler y la comida, y mucho menos para una atención permanente.

Algunas criaban solas a sus hijos, abandonadas por parejas que no podían —o no querían— compartir la carga. “Lo escuché una y otra vez: ‘Estás eligiendo ser madre en lugar de esposa’”, dice Alessandra Hora, fundadora del grupo.

Cuando el colectivo pidió vivienda pública, su solicitud fue sencilla: déjennos vivir cerca. El gobierno aceptó. Quince madres se mudaron al mismo complejo habitacional, y desde entonces viven puerta con puerta, intercambiando fórmula y jeringas, compartiendo consejos de fisioterapia y cuidando a los hijos de todas.

Para Alessandra, era algo personal. Tras la muerte de su hijo en un crimen violento, asumió la custodia de su nieto Erik, también con síndrome congénito por Zika. Construir una comunidad, dice, era cuestión de sobrevivir.

Cuando el cuidado se convierte en aldea

Rute se mudó al bloque amarillo tras separarse de su esposo. No era solo un nuevo hogar: era un salvavidas.
Vive junto a Anne Caroline da Silva Rosa y Lenice França. Sus hijos —Moisés y Enzo— también nacieron con complicaciones ligadas al Zika. Las tres madres cuidan juntas a sus hijos. Cuando Rute asiste a clases nocturnas, Anne Caroline y Lenice cuidan de Tamara. Cuando Lenice se queda sin suministros médicos, Rute comparte los suyos.

Su forma de vivir —parte improvisada, parte intencional— ha hecho que lo imposible sea apenas alcanzable. Saben la posición exacta que ayuda a sus hijos a respirar mejor. Saben los nombres de buenos médicos y qué clínicas atienden hasta tarde. Han aprendido a detectar dolor en un niño que no puede hablar y a estirar los beneficios estatales más allá del límite.

Y celebran las pequeñas cosas. Durante años, Tamara no podía fijar la mirada. Ahora puede encontrarse con los ojos de su madre al otro lado de la habitación. Sigue su reflejo en un espejo. Su sonrisa —antes considerada improbable— aparece con el contacto, la música o lo familiar.
“No damos nada por sentado”, dice Rute. “Cada gesto significa algo”.

Una década después, la justicia llega por fin

Tomó diez años, pero la lucha de las madres por una compensación finalmente dio frutos.
En diciembre, el Congreso de Brasil aprobó una ley que concede a las familias un pago único de unos 8,800 dólares, más un apoyo mensual de 1,325 dólares —aproximadamente cinco veces más de lo que recibían antes—. Pero el presidente Lula da Silva vetó la ley, alegando problemas presupuestarios, y propuso solo el pago único.

Las madres lo rechazaron. El público también. Igual los médicos que habían seguido su lucha.
“No era solo por el dinero”, dijo la doctora Mardjane Lemos, una de las primeras en identificar el vínculo Zika–microcefalia en Alagoas. “Era por dignidad”.

El veto no prosperó. En julio, el Congreso lo anuló. Ahora la compensación completa llegará a las familias de casi 3,300 niños con discapacidades confirmadas por Zika.
“Quise gritar de alegría”, dijo Rute. Sus próximos pasos son claros: terminar sus estudios, conseguir un empleo estable y comprar un auto para llevar a Tamara a sus citas médicas. “Esperamos mucho tiempo”, dijo. “Pero nunca dejé de creer”.

EFE

El Zika se fue, pero las preguntas siguen

Brasil no ha tenido un brote importante de Zika desde 2017. Pero los científicos aún no saben por qué.
¿Se desarrolló inmunidad natural? ¿Funcionaron mejor de lo esperado los cambios en el control de mosquitos? ¿O el virus mutó y se volvió menos dañino? Nadie lo sabe con certeza.

Lo que sí está claro es que las mujeres pobres del noreste brasileño soportaron la peor parte. Sus bebés sufrieron las complicaciones más graves. Y, incluso ahora, su región ha recibido la menor inversión en investigación sobre atención a largo plazo, impacto neurológico o factores ambientales.

Algunos estudios apuntan a la desnutrición materna. Otros sospechan que bacterias locales en agua contaminada pudieron intensificar el daño del Zika en el cerebro fetal. Probablemente sea una combinación de factores. Pero sin financiación, el misterio puede quedar sin resolver.

Para familias como la de Rute, ese silencio es más fuerte que el virus.

El Zika puede haber desaparecido de los titulares, pero dentro de un humilde bloque de viviendas en Maceió, sus consecuencias siguen vivas —escritas en cada rutina, cada comida compartida, cada pequeña victoria—. Contra todo pronóstico, estas mujeres han encontrado en la comunidad su cura.

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“No tendremos todas las respuestas”, dice Rute. “Pero nos tenemos las unas a las otras”.

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