Puerto Rico combate el sargazo con palas, drones y pura fuerza de voluntad

Mientras una marea récord de sargazo asfixia la costa de Puerto Rico, ciudadanos comunes y funcionarios sobrepasados se apresuran a frenar el deterioro, proteger la vida marina y rescatar el turismo —un rastrillo, una caja y una patrulla al amanecer a la vez.
Una pelea matutina en Escambrón
A las 6:30 a. m., antes de que el sol convierta la playa en un horno, Juan Manuel Vérgalo agarra un rastrillo y se une a una fila de voluntarios que cargan cajas de algas en descomposición fuera de la playa Escambrón. Trabaja en silencio al principio, el aire agrio y espeso con olor a podredumbre, el océano apenas visible más allá de las alfombras marrones.
—Esto es un desastre —murmura finalmente. No es una metáfora; lo dice literalmente—. Es como un huracán, un terremoto o un tsunami —le comenta a EFE.
Originario de Argentina, Vérgalo se mudó a Puerto Rico hace cinco años por el agua: por los arrecifes, la vida marina, la posibilidad de vivir cerca de algo vivo. Ahora, esa vida se ahoga en lodo. Los voluntarios han llegado en pequeñas oleadas: familias, turistas, instructores de buceo y lugareños que recuerdan cómo era antes esta playa. Recogen el sargazo en contenedores negros, formando cadenas hombro con hombro que pasan el peso resbaladizo de mano en mano. A lo lejos, un tractor gruñe, listo para llevar las pilas a un contenedor.
—Mire lo que le está haciendo a las tortugas —dice, mostrando videos en su teléfono: criaturas marinas enredadas e inmóviles, privadas de oxígeno por las algas densas. Señala hacia la línea de coral a poca distancia de la costa, un cementerio en progreso—. Esto no es solo algo feo. Está asfixiando todo.
A su lado trabaja el buzo dominicano Alexander Ravelo, que asiente. Añade que el daño no es solo biológico, sino económico:
—Esto es nuestro sustento —dice a EFE—. Y cuando huele a muerte, los turistas no se bañan, no reservan excursiones, y el efecto dominó nos golpea a todos.
Una crisis que apesta—literalmente
El sargazo no es nuevo. Ha flotado en el Atlántico durante siglos. Pero el volumen que llega a la costa puertorriqueña este año no tiene precedentes. Según agencias ambientales estadounidenses e investigadores marinos del Caribe, 2025 podría ser el peor año de floración de sargazo registrado, con hasta 40 millones de toneladas métricas moviéndose por las corrientes tropicales hacia las islas.
La ciencia es precisa: en pequeñas dosis, el sargazo forma parte del ecosistema marino: refugio para peces juveniles, buffet flotante para aves migratorias. Pero cuando atasca la orilla, se vuelve letal. Sin luz solar, el pasto marino muere. El coral se blanquea. La fotosíntesis se detiene. Luego, las algas comienzan a pudrirse.
—Cuando se acumula, empieza a descomponerse —dice Vérgalo—. Y lo que libera —sulfuro de hidrógeno, metano, amoníaco— no solo es desagradable. Es peligroso. Los gases pueden irritar pulmones, ojos y piel. Los visitantes se quejan de náuseas. Los trabajadores de playa reportan dolores de cabeza, tos y fatiga.
—Estamos trabajando en una zona de riesgo biológico —añade Ravelo—. Pero si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará?
Drones, botes y estado de emergencia
El gobierno de Puerto Rico no ignora la crisis. La gobernadora Jenniffer González emitió el 1 de julio una orden ejecutiva para acelerar permisos de emergencia y eliminar trabas regulatorias, de modo que las agencias puedan actuar más rápido. El Departamento de Recursos Naturales y Ambientales ahora despliega drones para detectar campos de sargazo en alta mar y dirige nuevos botes recolectores para interceptarlo antes de que llegue a la arena.
Pero el tiempo lo es todo.
—Cada hora que el sargazo se queda en la playa es una hora más cerca de una emergencia sanitaria —dice un trabajador municipal entre turnos.
Los nuevos botes, que cuestan alrededor de 750 000 dólares, pueden levantar toneladas de algas directamente del mar a tanques a bordo. Pero todavía son muy pocos y demasiado nuevos para marcar una diferencia visible.
A nivel comunitario, manda la improvisación. Los bañistas llevan sus propias herramientas. Los vecinos se coordinan por WhatsApp e Instagram. Los voluntarios identifican las playas más afectadas por el olor, no por datos. Saben qué guantes funcionan, cuándo parar para buscar sombra y cómo enseñar a los niños a no tocar las algas equivocadas.
Todos coinciden: la batalla a corto plazo es por la supervivencia. La pregunta a largo plazo es más difícil: ¿puede Puerto Rico tratar el sargazo no como basura, sino como un recurso que pueda gestionarse e incluso aprovecharse? ¿Compost? ¿Combustible? ¿Biogás?
—Ahora mismo, solo intentamos mantener las playas utilizables —dice Vérgalo—. Pero necesitamos un plan real.

Arena, sudor y algo parecido a la esperanza
A media mañana, el calor sube. Las cajas pesan más. El olor a azufre se intensifica. Pero nadie se detiene. Cavan. Arrastran. Bromean tras las mascarillas. Una niña, de no más de ocho años, llena su cubo junto a su padre. Su camiseta dice: “Protege lo que amas”.
Estas escenas se repiten no solo en Escambrón, sino en toda la costa este de Puerto Rico—de Luquillo a Culebra, de Fajardo a Humacao. Las comunidades improvisan frente a una verdad compartida: esto no es algo aislado. Es la nueva marea. Y si no actúan, las playas que aman podrían quedar inutilizables durante semanas, incluso meses.
Ravelo lo llama “una emergencia silenciosa”. Una que avanza poco a poco en lugar de golpear de golpe. Y eso la hace más difícil de combatir. No hay sirenas. No hay imágenes dramáticas. Solo una lenta degradación y un hedor que empuja la sangre vital de la isla—el turismo—a quedarse bajo techo.
Aun así, regresan cada mañana. Vérgalo y Ravelo. Los escolares y buzos. Los camareros y jubilados. Levantan los rastrillos y las cajas. Registran la cantidad de algas y comparten videos. Organizan jornadas de limpieza y avisan a los vecinos.
No esperan una solución perfecta. La están construyendo, una caja a la vez.
La próxima oleada ya se forma en alta mar. En algunos lugares llegará en horas. En otros, en pocos días. Cuando lo haga, los puertorriqueños la enfrentarán otra vez—con botas en la arena, guantes puestos, espaldas dobladas, porque esta es su costa, su arrecife, su economía y su hogar.
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No hay una forma fácil de mantener la línea. Pero sí está la decisión de hacerlo.
Puerto Rico ha tomado esa decisión. Y cada mañana, en cada playa, la prueba está allí, en el sudor y la sal.
Créditos: Reporte basado en entrevistas de EFE.