Tesoros mexicanos inspiran asombro mundial en el emblemático Museo de Antropología

Bajo el dosel frondoso del Bosque de Chapultepec, el Museo Nacional de Antropología de Ciudad de México ha custodiado las memorias más profundas de la nación durante sesenta años. Su más reciente distinción —el Premio Princesa de Asturias de la Concordia 2025— confirma lo que los visitantes ya perciben: estos pasillos aún respiran.
Voces de piedra en un santuario moderno
Al cruzar las puertas de bronce, el bullicio capitalino se desvanece. La luz se filtra por tragaluces ocultos y se posa alrededor de una colosal cabeza olmeca que parece exhalar la humedad selvática de Veracruz. El arquitecto Pedro Ramírez Vázquez concibió el museo en 1964 para reflejar la confianza moderna y el orden prehispánico; críticos de El Universal lo describieron después como “una pirámide al revés”. Cada sala se despliega como un capítulo de una sola epopeya: figurillas femeninas de barro de Tlatilco, el rey maya de piedra caliza Pakal, la Piedra del Sol azteca cuyos glifos concéntricos anclan el tiempo mismo al suelo.
El director Antonio Saborit suele recorrer las vitrinas antes de que lleguen los primeros grupos escolares. “El edificio te enseña”, dijo a EFE. “La luz, el silencio y el peso de los objetos hacen la mitad del trabajo; nosotros solo traducimos”. Esa traducción importa. Más de 7,700 tesoros arqueológicos y casi 5,800 piezas etnográficas hablan docenas de lenguas—mosaicos mixtecos de turquesa, cuadros de estambre huicholes, tambores tarahumaras—pero juntas narran una sola historia de resistencia.
Lugares donde el silencio lo explica todo
A sus sesenta años, el museo es un cuerpo veterano: las tuberías crujen, los pisos de terrazo llevan las huellas de millones de pasos. Pero la edad ha afinado sus sentidos. La luz matutina se filtra por los lucernarios tal como lo imaginaron los diseñadores, deslizándose sobre dinteles tallados con serpientes con el mismo ángulo que alguna vez tocó Teotihuacán durante un equinoccio. Al atardecer, el bosque parece colarse, y los visitantes se detienen a observar partículas de polvo danzar sobre una urna zapoteca. “He venido quince veces”, contó la periodista Esperanza Ramos a EFE. “Cada visita, un objeto distinto habla primero—a veces es un perro de barro de Colima, a veces una minúscula cuenta de collar. El silencio te invita a escuchar”.
Ese silencio es intencional. Ramírez Vázquez instaló paneles acústicos entre las salas para que los idiomas y pasos se disipen en un murmullo. El diseño aún asombra a los arquitectos del Instituto de Investigaciones Estéticas: los materiales naturales amortiguan al público sin borrarlo, permitiendo una intimidad compartida.

Guías que abren corredores ocultos
Los intérpretes del museo se sitúan justo más allá de la monumental fuente paraguas—una cortina de agua que cae alrededor de un solo pilar de concreto. Julio, un guía con veinte años de experiencia, lleva en la solapa un pin con forma de la Piedra del Sol. No es arqueólogo, pero entrelaza rigor académico con calidez callejera. “Nuestro trabajo”, dice, “es convertir el basalto tallado en chisme: ¿Por qué eligieron este jade? ¿Cómo lo transportaron los comerciantes? ¿Qué bromas contaban en el camino?” Los visitantes se inclinan; objetos que antes parecían distantes se vuelven vecinos de otro siglo.
Un estudio publicado en Estudios de Cultura Náhuatl elogia a estos guías como “oráculos de la memoria colectiva”, moldeando la forma en que los forasteros conectan la mitología azteca con el México contemporáneo. Saborit añade que ningún visor de realidad virtual puede reemplazar el destello de humor de un guía—“Cuando Julio imita a un astrónomo maya entrecerrando los ojos hacia Venus, los dioses parecen estar a punto de tocarte el hombro”.
Un premio, una promesa y los próximos sesenta años
El jurado del Premio Princesa de Asturias reconoció la capacidad del museo para “armonizar la pluralidad de México”. En Chapultepec, el galardón se tradujo en tareas concretas: reemplazar tragaluces con filtraciones sobre el oro mixteco, ampliar el almacén climatizado donde esperan figuras recién excavadas, y crear catálogos digitales para que alfareros zapotecos en Oaxaca puedan ver las obras de sus ancestros en línea. En 2025, la asistencia se disparó a casi cuatro millones, prueba de que la curiosidad global va de la mano con el orgullo local.
Aun así, los guardianes del museo insisten en que el premio no es una meta, sino una señal de salida. “Estos objetos no son muebles”, recuerda Saborit a su equipo. “Son ciudadanos activos de la república de la cultura”. Los planes para la próxima década incluyen exposiciones regionales itinerantes—joyería de concha huasteca el próximo invierno, máscaras ceremoniales yaquis en la primavera siguiente—y un programa móvil para escuelas rurales donde los estudiantes manipulen réplicas impresas en 3D.
Críticos en El País compararon al museo con un corazón que bombea historia hacia afuera: cada restauración, cada etiqueta bilingüe actualiza el pulso. Para Esperanza, el reconocimiento valida su ritual personal de visitas anuales; para Julio, garantiza fondos para formar a la próxima generación de narradores. Para quienes llegan por primera vez desde el Metro, es la promesa de que el silencio aún caerá, la cabeza olmeca seguirá mirando con ojos entrecerrados, y la crónica estratificada de México seguirá latiendo con asombrosa vitalidad.
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Fuentes: Entrevistas con Antonio Saborit, Julio Pérez y Esperanza Ramos para EFE (2026); comentario arquitectónico en La Jornada (2025); Light, Space, and Silence in Ramírez Vázquez’s Museo Nacional de Antropología, documento de trabajo del Instituto de Investigaciones Estéticas (2024); estadísticas de visitantes publicadas por el INAH (2025); acta del Premio Princesa de Asturias (2026); análisis en Arqueología Mexicana, El Universal y archivos de El País.