Tragedia colombiana: la vida, el legado y el violento final de Uribe Turbay

Miguel Uribe Turbay —el reformista conservador colombiano de 39 años— ha muerto a causa de las heridas de bala sufridas durante un mitin el 7 de junio. Su muerte cierra el círculo de promesas y tragedias de una dinastía, y obliga al país a enfrentar la violencia que nunca ha logrado enterrar del todo.
Un heredero forjado en la pérdida
Miguel Uribe Turbay nació el 28 de enero de 1986, heredero de uno de los linajes políticos más emblemáticos de Colombia. Su abuelo, Julio César Turbay Ayala, fue presidente del país; su madre, la periodista de investigación Diana Turbay, destapó secretos del narcotráfico hasta que los sicarios de Pablo Escobar la secuestraron y asesinaron cuando Miguel tenía cinco años. Esos ojos de niño vieron cerrarse la puerta del féretro y formularon una promesa que repetiría en cada discurso de campaña: nunca más.
Criado por su padre, el senador conservador Miguel Uribe Londoño, el niño ocultó el duelo en los libros. Profesores del Gimnasio Moderno de Bogotá recuerdan a un prodigio silencioso que arrasó en el club de debate y devoraba tratados de derecho “con el apetito que otros niños reservan para el fútbol”. Obtuvo una doble titulación en derecho y políticas públicas en la Universidad de los Andes, luego una maestría en la Harvard Kennedy School, financiada en parte dando clases particulares de teoría constitucional. Sus amigos dicen que los inviernos de Boston no hicieron más que afilar su obsesión: cortes modernas, presupuestos transparentes, un Estado lo bastante fuerte para vencer a los carteles y lo bastante ágil para dejar respirar al mercado.
Un meteoro sobre Bogotá
A los 25 años, Uribe se convirtió en el concejal más joven en la historia de Bogotá. En lugar de coleccionar fotos protocolares, subió todos los contratos municipales a una web de búsqueda pública, lo que enfureció a los intermediarios que vivían de los sobres pasados por debajo de la mesa. En 2016, el alcalde Enrique Peñalosa le confió el cargo más explosivo: Secretario de Gobierno. Las mafias de la basura amenazaron con paros; Uribe clausuró botaderos ilegales e invitó a ONG veedoras a transmitir en vivo las licitaciones.
Pero el logro que más apreciaba estaba a 20 metros bajo tierra: colocar pilotes de acero para el largamente prometido Metro de Bogotá, un proyecto más viejo que él. “Si el túnel se inaugura a tiempo”, bromeaba con los ingenieros, “pongan mi nombre en un tornillo, no en una placa”.
Su candidatura a la alcaldía en 2019 no prosperó—quedó cuarto—pero lo consolidó como un “conservador reformista”. Argumentaba que la prudencia fiscal y las ciclovías podían coexistir, y que las pymes y la defensa del clima eran aliadas naturales. Esas ideas le valieron un escaño en el Senado en 2022 bajo el partido Centro Democrático del expresidente Álvaro Uribe, aunque nunca adoptó el tono beligerante del partido. En el Senado, criticó a Gustavo Petro por “endeudarse hoy hipotecando a nuestros nietos” y copatrocinó un proyecto para proteger los ríos amazónicos. Los conservadores lo llamaban demasiado verde; los progresistas, demasiado de derecha; los votantes, especialmente los menores de 40, simplemente lo llamaban diferente.
Un candidato que cargaba la sombra de su madre
En febrero de este año, Uribe abordó un bus intermunicipal azul con el lema “Mercados, Familias, Amazonas”. Su gira exploratoria presidencial serpenteó por cafetales y puertos caribeños. En cada plaza, repetía la misma historia: un niño de cinco años tocando el ataúd de su madre y decidiendo que la pistola no tendría la última palabra.
Las encuestas lo ubicaban segundo entre los votantes jóvenes, algo raro para un conservador. Prometía eliminar los “impuestos” de extorsión que las guerrillas cobran a camioneros, triplicar las becas de formación tecnológica y plantar 200 millones de árboles antes de 2030. Las multitudes llegaban por la frase final de su discurso: “No volveremos a vivir la noche en que la violencia decide las elecciones”, y alzaban las linternas de sus celulares en homenaje al legado de verdad de Diana en la oscuridad.
El 7 de junio, el barrio obrero de Modelia en Bogotá tenía aire festivo: tambores, humo de arepas, niños sobre hombros. Luego, seis disparos rompieron el ritmo. Un video de la cámara corporal de un policía muestra cómo detienen a un joven alto y delgado—15 años. “Lo hice por la plata, por mi familia”, sollozaba. Investigadores aseguran que narcotraficantes ligados a bandas ecuatorianas le ofrecieron 20 millones de pesos—unos 5.000 dólares—y una pistola robada. Dos balas impactaron el cráneo de Uribe. Cirujanos de la Fundación Santa Fe extrajeron fragmentos y lucharon contra la inflamación, pero la madrugada del 20 de junio llegó con los monitores en silencio. Tenía 39 años.

Cicatrices que no sanan
El asesinato de Uribe reactiva la galería de mártires colombianos—Rodrigo Lara, Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro—todos abatidos por balas que intentaron editar la democracia. Pero la edad del asesino añade una nota moderna. La Defensoría del Pueblo registró 409 casos de reclutamiento infantil el año pasado, el peor balance desde el acuerdo de paz de 2016. Los menores son baratos, los jueces indulgentes, y los carteles saben que una generación criada con TikTok valora más el dinero rápido que los ideales.
Uribe había impulsado penas más duras para adultos que recluten sicarios menores y programas de protección para testigos adolescentes. Su proyecto seguía en comisión cuando cayó. Ahora, el Senado se apresura a rebautizarla como la Ley Miguel Uribe, pero escépticos temen que la ira se enfríe antes de la votación.
Multitudes cubrieron de rosas blancas la alcaldía de Bogotá, evocando la vigilia de 1991 cuando el cuerpo de Diana Turbay volvió de la selva de Escobar. El presidente Petro decretó tres días de duelo y una auditoría de seguridad para los candidatos de 2026, admitiendo: “La muerte de un adversario disminuye a la República”. Llegaron homenajes desde Washington, donde Uribe alguna vez fue pasante, y desde Baskinta, Líbano, el pueblo ancestral de los Turbay.
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Entre las condolencias, circula una frase del último discurso de Uribe en el Senado, ya con resonancia de escritura sagrada:
“Hereditamos un país herido pero vivo; las cicatrices pueden guiarnos, pero nunca deben gobernarnos.”
Si esas palabras se convierten en epitafio o en hoja de ruta dependerá de una nación obligada, una vez más, a decidir cuál voz resonará más fuerte: la de los reformistas o la de los sicarios. Por ahora, Colombia sepulta a otro soñador y marca una nueva cicatriz en un cuerpo político que aún lucha por sentirse entero.