Una vida de dinero se convierte en museo para el pueblo boliviano

Para conmemorar el bicentenario de Bolivia, una familia en Cochabamba ha abierto una puerta hacia 8.000 años de valor: piedras, sal, hojas de coca, reales de plata, billetes hinchados por la hiperinflación e incluso fichas de bitcoin. Para el coleccionista Víctor Borda, el dinero ya no es solo un artefacto. En sus manos, se ha convertido en una memoria que los bolivianos pueden tocar.
Un pasatiempo de infancia se convierte en museo del bicentenario.
Dentro de un luminoso salón en Cochabamba, las monedas brillan en hileras ordenadas de cobre y plata, mientras los billetes se despliegan como flores prensadas. En conjunto, conforman la colección Borda-Luna: casi 3.000 piezas que trazan el intento humano de medir el valor—desde objetos de trueque primitivos hasta medallones de la era digital.
Su artífice, el bordador de 74 años Víctor Borda, comenzó la búsqueda con la curiosidad de un niño. “Empecé a coleccionar a los 10 u 11 años; era un pasatiempo sano, y aquí estoy”, contó a EFE, sonriendo al recordar cómo una distracción infantil se volvió una pasión de toda la vida.
La obsesión se profundizó entre 2004 y 2009, cuando Borda vivió en Estados Unidos y tuvo acceso a piezas tan raras que incluso pensó en perseguir un Récord Guinness. El deber familiar lo trajo de vuelta, pero también le dio a la colección su verdadero propósito. Junto con su esposa, Sara Luna, catalogó cada pieza—primero a mano, luego a máquina de escribir y más tarde en computadora—para que, como le dijo a EFE, “mi pueblo pueda ver el mundo sin pagar un centavo”. En un país donde muchos nunca saldrán de los Andes, el museo ofrece un pasaporte estampado en plata, papel y polímero.
De piedras y sal a plata y satoshis
La historia de la exhibición comienza mucho antes de la acuñación de monedas. Hace más de 8.000 años, comunidades nómadas comerciaban con lo que podían cargar: piedras pulidas, el brillo de la sal, el “kisi penny” de hierro de África Occidental—forjado para durar. En los Andes, el giro fue inconfundiblemente local. “Incluso las hojas de coca servían como dinero primitivo—un puñado era el jornal de un día en la era inca”, explicó Borda a EFE.
Las siguientes salas despliegan el pasado monetario profundo de Bolivia. Los reales coloniales de plata de la Casa de la Moneda de Potosí anclan la sección: algunos finamente acuñados, otros crudos “macuquinas” martilladas a prisa para saciar el apetito mundial por la plata. Vitrinas cercanas capturan las fichas de la vida cotidiana—fichas telefónicas, de casino, de futbolín—cosas pequeñas que alguna vez abrieron puertas, compraron tiempo o concedieron un juego.
Y luego, con una guiñada, llega el presente. Borda ha reunido conmemorativos físicos de monedas virtuales: medallones de bitcoin que no compran pan, pero permiten imaginar los flujos intangibles que remodelan el mundo financiero. Al otro lado de la sala, el nuevo billete conmemorativo de Bolivia, diseñado para el bicentenario, brilla con hilos de seguridad y orgullo patrio.
Rostros, crisis y el poder del papel
El papel moneda no solo porta valor, también personas. Y este museo insiste en preguntar quién falta tanto como quién está presente. “Debemos dar a las mujeres su espacio; la gran mayoría de monedas y billetes han mostrado hombres”, dijo Borda a EFE. Una vitrina especial honra a las mujeres que sí llegaron a circular: Eva Perón, la antropóloga colombiana Virginia Gutiérrez, la británica Jane Austen y la cantante peruana Chabuca Granda. Sus retratos, reunidos, recuerdan que figurar en la moneda es figurar en la historia.
Otra sala late con la adrenalina del colapso. La hiperinflación boliviana de los años 80—que superó el 4.000%—llena una fila con abrumadoras denominaciones que llevan las imágenes de Juana Azurduy y Eduardo Abaroa. Pero la lección es global: billetes de Zimbabue y la ex-Yugoslavia arrastran cadenas de ceros que se vuelven absurdas. Tener ese papel en las manos es sentir el poder evaporarse entre los dedos.
La guerra también escribe su capítulo. Una vitrina guarda billetes militares japoneses de la Segunda Guerra Mundial—papel frágil con tinta pobre, instrumentos de ocupación. Cerca, el “dinero heroico” de guerrillas filipinas da testimonio de economías de resistencia en tierras sitiadas. El mensaje es claro: el dinero nunca es neutral. Puede imponer control, financiar rebelión o documentar supervivencia.

El aula boliviana que el mundo necesita
La genialidad de Borda está en hacer tangible lo técnico. Los visitantes pueden iluminar billetes falsos con lámparas ultravioletas para ver dónde fallan, alinear dólares estadounidenses para estudiar cambios de símbolos o examinar billetes de polímero que resisten la humedad y duran más. Los niños se pegan al vidrio, maravillados con el hilo oculto de un billete; los mayores susurran lo que se podía comprar con 100 pesos. El dinero se convierte en diario social.
El espíritu familiar convierte al museo en algo más valioso que una sala de exhibición: un aula. La esposa de Borda comparte su pasión; sus hijos y nietos también la han heredado. “Soy cazador, acaparador y expositor de monedas y billetes; recuperar estas piezas para que mi pueblo las vea es mi pasión”, contó a EFE. Su decisión de mantener las exhibiciones gratuitas durante el bicentenario subraya esa misión: asombro sin boleto, historia sin torniquete.
En lugar de muestras estáticas, cada vitrina es una historia—por qué Potosí marcó al mundo, cómo una ficha se volvió llave, cuándo un retrato en un billete cambió su significado. Lo que Borda coleccionó no fueron solo objetos, sino narrativas, trazadas y escritas a mano, en máquina y en teclado. Al tejer esas historias, transformó un pasatiempo solitario en un acto cívico.
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Este año, mientras Bolivia celebra dos siglos de independencia, la colección Borda-Luna ofrece más que nostalgia. Reencuadra al dinero como espejo—mostrando lo que las sociedades valoran, lo que temen, cómo cambian. Más allá de la ficha de bitcoin y la macuquina de Potosí, la lección persiste: el dinero es tecnología, sí, pero también memoria. En Cochabamba, una familia ha creado un espacio para albergar ambas cosas—un museo donde el pasado de la nación tintinea, cruje y brilla, esperando volver a ser tocado.