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Yolocamba I Ta: Canciones que llevaron esperanza en las noches más oscuras de El Salvador

Durante cincuenta años, Yolocamba I Ta ha llevado guitarras a huelgas, capillas, refugios y escenarios del mundo, sembrando música allí donde el miedo intentó imponer silencio. Su nombre, “la alegría de la siembra”, ha sobrevivido a la guerra, el exilio y la censura en El Salvador.

Un nombre que prometía cosecha

Todo comenzó en 1975, cuando cuatro compañeros del Colegio Externado de San José, en San Salvador, descubrieron que la música no solo podía entretener, sino también acompañar. Ese mismo año, la policía abrió fuego contra estudiantes universitarios durante una protesta el 30 de julio, una masacre que marcó a toda una generación. Los hermanos Franklin y Roberto Quezada, junto con Paulino Espinoza y Manuel Gómez, respondieron formando un grupo y adoptando como estandarte una frase en lengua lenca: Yolocamba I Ta, “la alegría de la siembra”.

Desde el inicio, el nombre fue una declaración. Aun en medio de la represión, la temporada de siembra llegaría. “Siempre tratamos de estar donde debíamos estar. Cantando, acompañando al pueblo, sin importar el riesgo. Aunque la Guardia Nacional o la Policía nos persiguieran”, contó Espinoza a EFE.

Sus primeras canciones bebían de las tradiciones andinas y del Cono Sur—Violeta Parra, Víctor Jara, Atahualpa Yupanqui—pero se arraigaban en el suelo salvadoreño: el folclor campesino, la memoria indígena, el rito católico. Cantaron en plazas, salones parroquiales y reuniones obreras, tejiendo testimonio con ternura. Lo que comenzó como rebeldía juvenil se convirtió en vocación: caminar junto a organizaciones campesinas, sindicatos y comunidades eclesiales frente a la desigualdad y la violencia estatal.

Una misa para un país en duelo

Para 1980, El Salvador había caído por completo en la guerra civil. Los grupos guerrilleros se unieron bajo la bandera del FMLN; los paramilitares cazaban disidentes. En medio de marchas y represión, el nuevo arzobispo, Óscar Arnulfo Romero, denunció la injusticia hasta su asesinato el 24 de marzo.

En ese clima, Yolocamba I Ta cruzó tanto fronteras como umbrales. Viajaron a Nicaragua y México, y grabaron una de sus obras más perdurables: La Misa Popular Salvadoreña. Era una liturgia entretejida con duelo. “Cada canto está hecho para un mártir, y la misa recoge ese testimonio”, recordó Espinoza a EFE.

Principalmente compuesta por Guillermo Cuéllar, la misa se convirtió en voz de las comunidades de base, donde los nombres de los desaparecidos se susurraban como oraciones. El propio Romero leyó en voz alta una estrofa de uno de sus himnos pocos días antes de ser asesinado. El álbum sigue siendo himno y archivo a la vez: prueba de que la cultura podía sostener lo que las instituciones no, y que la fe, en las horas más oscuras, podía resistir al silencio cantando.

De patios clandestinos a escenarios globales

En las décadas siguientes, el itinerario de Yolocamba I Ta trazó el mapa del movimiento de solidaridad global. Tocaron en centros comunitarios de América Latina y Europa, recorrieron 44 países y compartieron escenario con gigantes como Mercedes Sosa, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Daniel Viglietti y Vicente Feliú. En el Queen Elizabeth Hall de Londres, sus canciones llevaron la memoria salvadoreña a oyentes que conocían el país solo por los titulares de la Guerra Fría.

La agrupación también creció. Cecilia Regalado, Andrés Espinoza, Álvar Castillo y Víctor Cañizalez se unieron, enriqueciendo el sonido del ensamble. Publicaron diez discos originales y varias recopilaciones. Para los exiliados, sus conciertos eran un salvavidas; para los estudiantes en el extranjero, eran lecciones cantadas.

“Uno siente que Yolocamba despierta no solo amor, sino también conciencia social y la reivindicación de causas justas”, recordó José Guerra, un joven guitarrista y abogado que creció con su música. Tras girar en más de 600 ciudades, hicieron que las luchas de El Salvador fueran portátiles. Y en 2016, el gobierno reconoció formalmente lo que el pueblo ya sabía: Yolocamba I Ta recibió el Premio Nacional de Cultura, consolidando su lugar en el patrimonio del país.

EFE/ Rodrigo Sura

El coro que sigue regresando

Los movimientos nacidos en crisis a menudo se disipan cuando la emergencia termina. Yolocamba I Ta ha perdurado porque sus canciones se volvieron parte del vocabulario local. Su longevidad no solo es causa, sino también oficio: arreglos ricos en charango, guitarra y percusión; letras que van de la nana al lamento; y una humildad que los mantuvo aprendiendo con las comunidades en lugar de cantarles desde fuera.

Su nombre nunca fue ingenuo. La alegría de la siembra era sabiduría agronómica: sembrar suficientes semillas para que algo brote cuando vuelvan las lluvias. En el El Salvador de hoy—donde la conversación pública gira en torno a cárceles, seguridad y la promesa de orden—el legado del grupo recuerda que la cultura es más que entretenimiento. Es músculo cívico.

Su Misa aún abre espacio para el duelo colectivo en un país al que demasiado seguido se le insta a “superar” el pasado. Sus cantos campesinos siguen humanizando a los agricultores y comerciantes que las políticas reducen a estadísticas. Y su medio siglo de acompañamiento ofrece una alternativa a la propaganda: música como solidaridad, delicada y terca, resonando mucho después de que se apaga el último acorde.

Al cumplir cincuenta años desde que cuatro adolescentes convirtieron el duelo en líneas de guitarra, El Salvador aún decide qué merece recordarse. La respuesta de la banda no ha cambiado: recordar a los mártires, a los sobrevivientes, a los campesinos y estudiantes, a las mujeres de iglesia y a los obreros que llenaron las plazas con valentía. Recordar que la belleza puede ser militante sin perder la ternura. Y, como dijo Espinoza a EFE, recordar que acompañar—estar cerca con una canción, incluso cuando la policía confiscaba listas de temas como si fueran manifiestos—es en sí mismo un acto de valentía.

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Medio siglo después, la cosecha de esa decisión sigue siendo visible: melodías que se niegan a desaparecer, regresando como un coro obstinado, pidiendo a una nación mantener el compás unida.

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