AMÉRICAS

Chile enfrenta su pasado convirtiendo un recinto sectario en un memorial del terrorismo de Estado

El alambre de púas solía ocultar los secretos enterrados en Villa Baviera. Ahora, el gobierno chileno planea abrir las puertas —a escolares, archivistas y sobrevivientes—, convirtiendo el sitio de tortura de la dictadura en un espacio público de confrontación con traumas superpuestos que aún resuenan entre generaciones.


De utopía bávara a prisión sin rejas

La promesa de Colonia Dignidad era una vida pastoral sencilla. Fundada en 1961 por Paul Schäfer, un exmédico nazi convertido en líder de una secta evangélica, la comuna de estilo alemán en el sur de Chile atrajo a cientos de inmigrantes con sus casas blancas, cooperativas agrícolas y danzas folclóricas. Pero tras su fachada de postal se escondía algo mucho más oscuro. Schäfer impuso un control totalitario sobre los colonos, separando familias, imponiendo castigos corporales y abusando de niños con total impunidad.

Luego llegó la dictadura.

Cuando Augusto Pinochet tomó el poder en 1973, Schäfer abrió las puertas del recinto a la policía secreta del régimen, la DINA, ofreciendo las celdas subterráneas y el terreno boscoso para detenciones encubiertas. La tortura se realizaba en sótanos bajo la capilla, mientras los himnos religiosos resonaban arriba. Según documentos desclasificados revisados por Reuters, Schäfer intercambió apoyo logístico y suministros médicos por protección, transformando Villa Baviera en un monstruo de dos cabezas: bastión sectario y centro clandestino patrocinado por el Estado.

El ministro de Justicia de Chile, Jaime Gajardo, calificó el sitio como “un laboratorio de crueldad” al anunciar una audaz medida: el gobierno planea expropiar 117 hectáreas de la antigua colonia y convertirlas en un memorial nacional de las violaciones a los derechos humanos. Finalmente, un lugar donde nadie se atrevía a decir la verdad podría convertirse en un sitio donde el silencio termine.


Un ajuste de cuentas, postergado pero en marcha

Schäfer huyó de Chile en 1997 ante crecientes denuncias de abuso y fue capturado en Argentina ocho años después. Murió en una prisión de Santiago en 2010. Pero el control que dejó atrás siguió siendo fuerte. Sus seguidores rebautizaron el sitio como Villa Baviera, un poblado turístico que servía schnitzel y organizaba festivales bávaros. Sobrevivientes de la tortura política y excolonos reaccionaron con horror al ver cervecerías construidas sobre fosas comunes.

Entre los residentes actuales —unos 100 descendientes de los colonos originales— los sentimientos son complejos. Josef Patricio Schmidt dijo a Reuters que nunca supo lo que ocurría en los búnkeres. “Cantábamos salmos mientras venían gritos del subsuelo”, relató. Otros, como Juergen Szurgeleis, quien escapó del trabajo forzado siendo niño, temen ser dañados en el proceso. “Nací aquí. Ahora quieren quitarme mi tierra y dejarme sin nada”, dijo.

El ministro Gajardo reconoció las tensiones y prometió que una comisión de expertos evaluará cada terreno para asegurar una compensación justa. El presidente Gabriel Boric ha prometido completar el proceso antes del final de su mandato en marzo —un calendario ambicioso, pero que los defensores de derechos humanos consideran largamente esperado.

“Durante décadas, Villa Baviera se vendió como una Disneylandia alemana mientras el trauma quedaba sin reconocer”, señaló un reciente informe del Instituto Nacional de Derechos Humanos. “Convertirla en memorial asegura que las futuras generaciones vean no fantasía, sino realidad.”


Memoria versus propiedad

En el fondo del conflicto yace una pregunta que resuena en países desde Alemania hasta Ruanda: ¿Qué ocurre cuando los sitios de atrocidades aún están habitados?

Hoy, Villa Baviera sigue recibiendo turistas. Ciclistas recorren sus chalets. Los restaurantes sirven pastel Selva Negra. Pero a pocos pasos del comedor al aire libre, detenidos políticos fueron encadenados y electrocutados en celdas subterráneas. Luis Jaque, un sobreviviente, visita con frecuencia. “No se puede beber cerveza sobre cámaras de tortura”, dijo. “Memoria y ocio no pueden coexistir aquí.”

Aun así, la línea entre víctima y espectador es difusa. Muchos de los residentes actuales también fueron abusados por Schäfer, con infancias marcadas por el control sectario. Defensores legales de la comunidad advierten que eliminar hogares y medios de vida sin reubicación o reparación podría infligir nuevas heridas.

Equilibrar justicia y desplazamiento nunca es simple. Pero grupos de derechos humanos argumentan que memorializar Villa Baviera no es negociable. Así como Alemania preservó Auschwitz y Argentina convirtió la ESMA en museo, Chile también debe enfrentar su pasado de forma pública, no privada.

Wikimedia Commons


Construir una aula abierta a partir de un pasado cerrado

La propuesta del gobierno es clara: transformar el trauma en testimonio.

Los planes incluyen convertir la clínica donde vivía Schäfer en un centro de interpretación, abrir el búnker de acero al público y establecer laboratorios de investigación para analizar archivos de la DINA y descubrir entierros clandestinos. Senderos guiarán a los visitantes entre huertos, salas de oración y una exhibición permanente de testimonios de sobrevivientes, no solo de detenidos políticos, sino también de quienes nacieron dentro de la secta.

Arqueólogos y equipos forenses analizarán muestras de suelo en busca de desaparecidos. El proyecto podría asociarse con fundaciones alemanas para financiar la restauración y programas educativos, siguiendo modelos ya utilizados para brindar terapia a sobrevivientes que viven en Alemania.

Hoy, en lugar de turistas, periodistas y familias de víctimas se congregan en las puertas de Villa Baviera. Algunos traen frascos con tierra de otras fosas comunes, con la esperanza de compararlas con muestras encontradas aquí. Otros solo traen nombres, oraciones susurradas y la esperanza de que Chile finalmente esté listo para reconocer lo que Villa Baviera fue —y lo que debe llegar a ser.

Para el sobreviviente Luis Jaque, el cambio es agridulce. “Esperé toda mi vida para que alguien dijera que lo que pasó aquí importó”, dijo. “Ahora necesitamos construir algo que le diga al mundo que no lo imaginamos.”

A medida que Chile se acerca al 50° aniversario del golpe de Pinochet en 1973, en la Plaza Dignidad se leen pancartas que claman por “verdad sin turismo”. El proyecto de Villa Baviera podría cumplir esa promesa —y ofrecer un modelo para países que buscan honrar a los muertos sin borrar a los vivos.

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Porque la memoria, si se deja sin cuidar, puede endurecerse en mito. Pero si se abre lo suficiente, puede convertirse en un aula donde las naciones finalmente aprenden a decir la verdad.

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