AMÉRICAS

El verde del Amazonas regresa, incluso mientras las motosierras entonan un coro implacable

A lo largo de los trópicos, los bosques susurran dos verdades al mismo tiempo. En las imágenes satelitales, el nuevo verdor se eleva como un aliento sobre viejas heridas. Los retoños reclaman los claros talados. Jóvenes copas brillan donde antes hubo ceniza. Sin embargo, incluso mientras esos brotes crecen, el sonido de las motosierras no se detiene. Los bosques del mundo, especialmente el Amazonas, están creciendo y muriendo al mismo tiempo: un paradójico pulso ecológico que late rumbo al colapso.


El renacimiento es real — y nace de la pérdida

Entre 2015 y 2021, más de 11 millones de hectáreas de bosques húmedos tropicales —un área aproximadamente del tamaño de Cuba— entraron en alguna etapa de regeneración natural, según el Forest Declaration Assessment 2025. América Latina lideró ese frágil resurgimiento, con un aumento del 750% en la recuperación, seguida de cerca por Asia tropical con un 450%.
Sobre el papel, parece que el bosque recuerda cómo sanar. Pero sanar, advierten los científicos, no es lo mismo que recuperarse.

Solo en 2024, el mundo perdió alrededor de 8,1 millones de hectáreas de bosque, casi lo mismo que hace una década, y muy lejos de la trayectoria necesaria para cumplir la promesa global de cero deforestación para 2030. “Los bosques del mundo siguen en crisis”, concluye el informe. La paradoja es brutalmente simple: los bosques vuelven a crecer porque fueron talados.

“Los bosques tropicales no estarían regenerándose si no hubieran sido despejados en primer lugar”, dijo Erin Matson, autora principal de la evaluación, a Mongabay. “Un aumento en la regeneración suele correlacionarse con un aumento en la pérdida.”

Cada árbol que cae abre espacio y luz para nueva vida, pero cada claro borra la complejidad que tomó siglos en formarse. El resultado es una ilusión de resiliencia. Los mismos datos que muestran recuperación también documentan el duelo que la hizo posible.


El humo de El Niño, la alarma del Amazonas

En ninguna parte esa contradicción arde con más fuerza que en la cuenca amazónica. Durante el fenómeno de El Niño 2023–2024, se registraron unos 150.000 incendios forestales cada mes de la estación seca —siete veces más que en cualquier otro año de El Niño previo. El humo volvió el día en crepúsculo sobre Brasil, Perú y Bolivia, liberando más carbono que muchos países industrializados en un año.

“Aunque estén reduciendo la deforestación, la pérdida de bosque sigue siendo muy alta”, dijo el científico de la NASA Sassan Saatchi a Mongabay.

El Amazonas, antes el mayor depósito de carbono del planeta, se convirtió en una fuente neta de gases de efecto invernadero. En Bolivia, las llamas devoraron casi una décima parte de los bosques húmedos intactos que quedaban. Ese solo país representó casi un tercio de las emisiones globales de carbono provenientes de bosques tropicales ese año.

El problema va más allá de las llamas. Desde 1990, unos 51 millones de hectáreas de bosques húmedos tropicales se han regenerado, pero más de la mitad de esa regeneración ocurre en regiones bajo fuerte presión de deforestación. Entre 2015 y 2023, alrededor de 260.000 hectáreas de estos bosques jóvenes fueron taladas nuevamente, a menudo antes de alcanzar la madurez. Desde el espacio, los mapas satelitales pueden mostrar píxeles verdes reapareciendo; en el suelo, esos verdes son vida efímera, que crece solo el tiempo suficiente para volver a perderse.


Promesas, beneficios y la aritmética del fracaso

Cuatro años después de que 127 países firmaran la Declaración de Glasgow para poner fin a la pérdida de bosques para 2030, la tendencia sigue estancada. Para mantenerse en el objetivo, la deforestación anual debería haberse reducido a cinco millones de hectáreas para 2024. En cambio, sigue por encima de ocho millones. Los autores del informe dicen que la tala tendría que reducirse a la mitad en un solo año para recuperar el rumbo, una fantasía que ni los analistas más optimistas creen posible.

Mientras tanto, los bosques más antiguos y ricos —los que almacenan más carbono— están desapareciendo más rápido. En 2024, el mundo perdió 6,7 millones de hectáreas de bosques primarios, liberando 3,1 mil millones de toneladas métricas de CO₂ equivalentes, aproximadamente 1,5 veces las emisiones anuales del sector energético de Estados Unidos. Dentro de las Áreas Clave de Biodiversidad, la pérdida de cobertura arbórea aumentó un 47% respecto al año anterior.

El motor detrás de todo es dolorosamente familiar. La agricultura —pasturas para ganado en América Latina, palma aceitera y caucho en Asia— impulsa alrededor del 86% de la deforestación mundial. Los gobiernos siguen prometiendo reformas, las corporaciones siguen proclamando cadenas de suministro “libres de deforestación”, pero las cifras cuentan otra historia.
El financiamiento público para la protección forestal promedia 5.900 millones de dólares anuales, mientras que los subsidios a la agricultura industrial a gran escala alcanzan los 409.000 millones al año. Las matemáticas rozan lo absurdo: para cumplir las metas de restauración, la inversión en bosques tendría que multiplicarse por veinte.


El caso de dejar que los bosques jóvenes envejezcan

Oculta dentro de esta sombría aritmética hay una oportunidad silenciosa. La regeneración natural ya está ocurriendo, a menudo sin intervención ni gasto humano. Es espontánea, escalable y —si se protege— sorprendentemente eficaz.
Los bosques secundarios de entre 20 y 40 años absorben carbono a su ritmo más alto, aportando hasta ocho veces más beneficios de carbono por hectárea que los árboles recién plantados.

“Proteger estos bosques secundarios jóvenes es tan crucial como conservar los bosques primarios y vírgenes”, advierte la evaluación.

Pero protegerlos requiere verlos. La regeneración es irregular y a menudo se confunde con plantaciones. Las estimaciones globales siguen siendo inciertas, limitadas por datos dispares y definiciones nacionales contradictorias. Aun así, la restauración cubre apenas el 0,3% del área mundial con potencial para restauración forestal: una fracción desalentadora a una década del inicio del llamado Decenio de las Naciones Unidas sobre la Restauración de Ecosistemas.

La historia ofrece su propia advertencia. En los trópicos, las tierras taladas o quemadas suelen reverdecer solo para ser despejadas de nuevo cuando suben los precios de las materias primas. En ese ciclo, la regeneración no es recuperación: es recaída. La tala repetida agota el suelo, altera las lluvias y facilita los incendios. Cada vez que el bosque vuelve, lo hace más débil, más fragmentado, menos capaz de resistir el siguiente golpe.

EFE


Oscilación no es estabilidad

La historia de los bosques del mundo ya no es una lucha entre destrucción y recuperación: es un péndulo que oscila demasiado rápido para descansar. La regeneración natural se expande porque la deforestación nunca se detiene del todo. Desde el espacio, esa oscilación puede parecer estabilidad: cicatrices verdes que desaparecen, nuevas cicatrices que aparecen. Pero medida en integridad ecológica —edad, estructura, riqueza de especies—, los bosques del mundo se están reduciendo en silencio.

Cada parche de verde joven oculta una pérdida de memoria. Cada hectárea regenerada representa un bosque que nunca tuvo la oportunidad de envejecer.
El Amazonas, jadeando bajo otro El Niño, es la prueba viviente de que la regeneración por sí sola no puede salvar lo que se está quemando.

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La pregunta ya no es si el bosque puede regenerarse. Puede, y lo hará. La pregunta es si la humanidad puede aprender a dejar de talar más rápido de lo que la naturaleza puede sanar. Porque cada vez que las motosierras callan, el bosque comienza de nuevo —y también lo hace la cuenta regresiva.

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