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En Celaya, México, un alcalde despidió a la mitad de la policía —pero la guerra del narco sigue

Según reportó The Los Angeles Times, después de que sicarios ejecutaran en pleno día a una candidata a la alcaldía, el nuevo alcalde de Celaya respondió despidiendo a más de la mitad de la fuerza policial de la ciudad. Sin embargo, incluso con soldados patrullando las calles, la violencia persiste—y la lucha más profunda podría ser por la confianza pública, no solo por el control del territorio.

Una campaña truncada por una bala

Gisela Gaytán llevaba chaleco antibalas cuando salió a hacer campaña en Celaya. No era un adorno. La ciudad tenía una tasa de homicidios de 87 por cada 100,000 habitantes, una de las más altas de México, y Gaytán, abogada de 38 años, sabía los riesgos.
Saludaba a simpatizantes en colonias donde los asesinatos del narco se habían vuelto tan comunes que los vecinos dejaron de denunciarlos. Una tarde, mientras extendía la mano a un hombre en un camino de terracería, él sacó una pistola y le disparó en la cabeza.

La ejecución sacudió no solo a Guanajuato, sino a todo el país. En su funeral, un sacerdote lo dijo sin rodeos: “Una muerte causada por asesinos que creen que controlan la sociedad.”

El partido de Gaytán, Morena, se apresuró a encontrar un reemplazo. Eligieron a Juan Miguel Ramírez Sánchez, un académico de carácter tranquilo que había asesorado su campaña—y cuya familia ya había sufrido la violencia de la ciudad. El asesinato de su yerno quedó impune. Cuando la policía le pidió un soborno para “ayudar” a mover el caso, Ramírez comprendió algo escalofriante: los uniformados no eran mejores que los asesinos.

Al ganar la elección, no dudó.

Depurando una fuerza que había dejado de proteger

En su primer día como alcalde, Ramírez despidió a 340 de los 600 policías de la ciudad. La decisión fue radical, incluso para los estándares mexicanos. Pero para él era necesaria. “No estábamos despidiendo policías”, dijo a los reporteros. “Estábamos despidiendo soldados del narco con uniforme.”

Celaya ha sido devastada por años por la guerra entre el Cártel de Santa Rosa de Lima y el Cártel Jalisco Nueva Generación, dos ejércitos criminales que ordeñan ductos de combustible, asaltan trenes y rafaguean colonias enteras. Con sueldos de apenas 900 dólares al mes, muchos policías aceptaban sobornos para sobrevivir—o por miedo.

Las encuestas federales muestran que nueve de cada diez mexicanos desconfían de la policía. Y en 2024, un policía de Celaya tenía 400 veces más probabilidades de ser asesinado que un agente en Estados Unidos.

Alcaldes anteriores habían intentado limpiar la corporación, pero los periodos cortos y los presupuestos limitados volvían fáciles de prometer las reformas e imposibles de cumplir. El movimiento de Ramírez fue el más agresivo hasta ahora—y dejó a la ciudad más expuesta que nunca.

Llenando el vacío con camuflaje y convoyes

Superado en número y en armas, Ramírez recurrió a una solución conocida: militarizar.

Celaya recibió 500 elementos de la Guardia Nacional y a dos coroneles, Pablo Muñoz Huitrón y Bernardo Cajero, para tomar el control de la seguridad. Llegaron al palacio municipal en vehículos blindados, con rifles listos. Una de sus primeras observaciones: “La gente odia a la policía”, dijo Cajero, quien cambió el uniforme militar por uno azul para ayudar a reconstruir la imagen de la corporación.

Su estrategia empareja a cada policía con un soldado. La idea: la camaradería genera rendición de cuentas. Los retenes bloquean las carreteras clave. La esperanza es que la presencia de uniformes disuada tanto el crimen como la corrupción.

Hay señales de progreso: funcionarios municipales dicen que los homicidios bajaron de 257 a 158 en la primera mitad de 2024. Pero la sangre sigue manchando las calles. En un patrullaje, Cajero encontró un taxi volcado. El chofer había sido ejecutado. Su hija de 12 años seguía gritando en el asiento trasero.

Ni siquiera el ejército es inmune. Once soldados de la Guardia Nacional fueron sorprendidos ordeñando combustible robado—el mismo negocio de los cárteles. Los vecinos, golpeados por balaceras en hoteles, emboscadas en funerales y ataques con granadas a bares, agradecen la presencia militar. Pero lo hacen con mirada cansada, sabiendo que no es una cura, solo un soporte temporal.

EFE

¿Puede un sistema roto reconstruirse?

En la carretera, una maltrecha academia policial apenas logra entrenar reemplazos. No hay dinero para balas reales. Los reclutas practican rappel en muros agrietados. La clase más reciente es diminuta.

José Francisco Hernández, de 29 años, se inscribió después de que su hermano mayor—un vendedor de fruta—fuera asesinado a plena luz del día. Quiere evitar que otros sufran lo mismo. Pero cuando se le preguntó si le habían enseñado a resistir los sobornos del narco, se rió: “Nos dicen que no los aceptemos. Pero no nos dicen cómo.”

El alcalde Ramírez señala a cadetes como Hernández como prueba de que la ciudad puede reconstruir su fuerza policial desde cero. Pero con apenas veinte nuevos agentes graduándose al mes, los números no alcanzan. Ahora la ciudad anuncia vacantes para exmilitares. Es tanto un signo de desesperación como de estrategia.

La abogada de derechos humanos Estefanía Vela advierte que la militarización, aunque necesaria ahora, no puede volverse permanente. “El ejército está entrenado para pelear guerras, no para investigar homicidios”, dijo a la prensa. “Eventualmente, se irán. ¿Qué quedará?”

Incluso el coronel Muñoz, uno de los actuales comandantes, admite que la presencia militar es solo un parche temporal. “Es necesaria hoy”, dijo. “¿Mañana? Quién sabe.”

En Celaya, el mañana sigue siendo una incógnita. Una ciudad donde las boletas y las balas coexisten, donde el chaleco antibalas forma parte del vestuario, y donde el asesinato de una mujer se convirtió en espejo del fracaso de un país para proteger a los suyos.

El chaleco ensangrentado de Gisela Gaytán aún cuelga en la alcaldía, recordando que la seguridad no puede surgir del miedo. Debe reconstruirse—agente por agente, calle por calle—hasta que la confianza pueda caminar por los mismos caminos donde reinaba el terror.

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Si eso es posible en Celaya, o en México entero, aún es incierto. Pero el costo de no intentarlo está escrito en el silencio que dejan las sirenas.

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