En el lodo y la memoria de Puebla, los sobrevivientes de la tormenta en México piden algo más que resiliencia

En Huauchinango, un pueblo escondido entre la neblina y las montañas de Puebla, el dolor y la fortaleza caminan por las mismas calles inundadas. Los vecinos aún cavan entre el lodo donde antes había casas, buscando a los desaparecidos por nombre y por memoria. Mientras México cuenta a sus muertos, sus desaparecidos y los daños que dejaron las lluvias de octubre, una verdad emerge como el agua misma: la resiliencia no es un plan, y la recuperación sin políticas es solo resistencia.
Nombres en el lodo
En el barrio Santa Catarina, Abigail Cruz García no se ha ido desde que el cerro se deslizó y sepultó la casa de su familia. El deslave llegó tras días de lluvia incesante—un sonido cotidiano que se volvió fatal. Ella sigue llamando a sus dos familiares desaparecidos: su sobrino Lázaro Galloso, de 37 años, y su sobrina Celeste Barrios, de 38. “Como familia estamos desesperados. No nos hemos ido y aquí estaremos hasta encontrarlos”, dijo a EFE, con una voz tan terca como su esperanza.
Cruz García ha revisado hospitales y morgues, y ha caminado las orillas del río, donde el agua a veces entrega lo que la tierra retiene. No ha encontrado nada. Soldados y voluntarios cavan a su lado, guiados por perros y por el cansancio. A unas casas de distancia, los rescatistas sacaron cinco cuerpos de lo que había sido el hogar de una sola familia. “Los niños siguen preguntando por sus padres, y duele no tener una respuesta”, dijo a EFE.
La tormenta pasó hace días, pero la espera se volvió ritual: gritar nombres al silencio mojado, escuchar ecos que nunca llegan. El olor de la lluvia ahora huele a pérdida. A su alrededor, el lodo es más que tierra; es el residuo de una promesa rota mucho antes de que el cerro cediera.
Cuando los vecinos se vuelven rescatistas
Cuesta abajo, en la colonia Adolfo López Mateos, el desastre tuvo otro ritmo—menos súbito, pero igual de cruel. Los ríos Ahuacatal y El Potro se desbordaron, convirtiendo una calle pavimentada construida sobre un cauce en una corriente marrón llena de escombros. “Esas casas se llenaron de lodo, troncos, basura, y todos los drenajes se taparon”, recordó el vecino Javier Vargas, en entrevista con EFE.
Cuando la corriente subió dos metros, la hermana de Vargas, su esposo y su bebé quedaron atrapados dentro. Los vecinos no esperaron sirenas ni órdenes: rompieron paredes y ventanas para alcanzarlos. “Nos juntamos varios, rompimos las guarniciones para que saliera el agua, sacamos gente por las ventanas”, contó.
Esa noche, la línea entre víctima y rescatista desapareció. Las mismas manos que se taparon la boca del miedo durante el deslave fueron las que salvaron a un niño. Es un tipo de valentía que México conoce demasiado bien: gente común haciendo cosas extraordinarias porque nadie más llega a tiempo.
El país lo llama resiliencia, y lo es. Pero también es un síntoma—un recordatorio de que el valor se ha convertido en sustituto de la política. En Huauchinango, a la gente no le falta corazón. Le faltan herramientas, tiempo e infraestructura que no se derrumbe con la lluvia. El heroísmo es noble. No debería ser obligatorio.
Contar pérdidas no es reducir riesgos
Las últimas cifras del gobierno, reportadas por EFE, dibujan un mapa sombrío: al menos 47 muertos en todo el país, 38 desaparecidos y 150 municipios dañados. Las mayores pérdidas están en Veracruz, Hidalgo, Puebla y Querétaro. Solo en Puebla, 30 000 personas resultaron afectadas, 16 000 viviendas dañadas y 91 comunidades incomunicadas.
Cada número oculta un nombre, una foto, una casa que ya no existe. Y cada número también es una promesa: reconstruir, compensar, prepararse para la próxima tormenta. Pero los datos por sí solos no llenan las grietas del cerro ni los vacíos del sistema de desastres mexicano.
El patrón se repite con precisión cruel: asentamientos informales en laderas que nunca debieron tocarse, drenajes pensados para un siglo más amable y alertas que viajan más lento que los rumores. Cada vez que la tierra cede, las autoridades culpan al cambio climático—y sí, las lluvias son más intensas, las temporadas más violentas—pero el clima es solo la mitad de la historia. La otra mitad es la gobernanza.
El país tiene mapas de riesgo que pocos hacen cumplir, códigos de construcción que casi no se actualizan y presupuestos que siempre se reducen cuando se apagan las cámaras. “Hemos aprendido a resistir, no a prevenir”, dijo en voz baja un funcionario local mientras observaba a voluntarios remover escombros, según EFE. La resistencia, sin embargo, no es resiliencia—es cansancio con otro nombre.

De la memoria del desastre a la prevención
La memoria puede construir monumentos, pero también puede construir políticas. México necesita lo segundo. La preparación no es un lema: es una lista que debe financiarse, cumplirse y adaptarse a lo local.
Comencemos con honestidad: dejar de otorgar permisos de construcción en laderas inestables o cauces disfrazados de calles. Actualizar los mapas de riesgo y hacerlos obligatorios, no decorativos. Reparar lo que no da titulares—drenajes, alcantarillas y muros de contención—antes de que el próximo pronóstico se pinte de amarillo.
Invertir en sistemas de alerta temprana que hablen todos los idiomas y lleguen a todos los teléfonos. Las sirenas deben sonar antes del deslave, no después. Capacitar y equipar a las brigadas locales que siempre llegan primero, a personas como Vargas y sus vecinos, que ya arriesgan todo. Denles cascos, botas, radios y protección legal.
Cuando llegue la ayuda de emergencia, que sea transparente y vinculada a la prevención: si un municipio no limpia sus drenajes ni estabiliza sus laderas en temporada seca, no debería esperar fondos federales en la de lluvias.
Y para las familias obligadas a reubicarse, construir viviendas que respeten los lazos comunitarios, para que no regresen al peligro por necesidad. Cada reubicación une dos políticas—vivienda y dignidad—y su éxito debe medirse no en pesos gastados, sino en vidas desenterradas y minutos ganados.
También existe un balance ético que rara vez se calcula. Los niños que mencionó Cruz García—los que aún preguntan dónde están sus padres—deberían estar presentes en cada reunión de planeación y debate presupuestal. Cada alcantarilla sin limpiar, cada permiso vencido, es una pregunta que queda sin respuesta para ellos.
México nunca ha carecido de solidaridad. Su gente cava, rescata y reconstruye con una gracia asombrosa. Lo que falta es un gobierno dispuesto a igualar ese valor con competencia.
Cuando Abigail Cruz García dijo a EFE: “Aquí estaremos hasta encontrarlos”, no hablaba solo de su familia; hablaba por un país entero que espera ser encontrado por las instituciones que prometieron protegerlo.
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Las tormentas volverán. Que terminen en tragedia o en testimonio dependerá de si México finalmente trata la prevención como la verdadera medida de la resiliencia. Hasta entonces, los sobrevivientes de Huauchinango seguirán cavando—en el lodo, en el duelo y en el silencio de un Estado que aún debe aprender a quedarse antes de que el cerro vuelva a moverse.