AMÉRICAS

La caza del tesoro en Colombia se intensifica al revelarse que las monedas del San José son de origen limeño

A seiscientos metros bajo las cálidas aguas del Caribe, el naufragio más legendario de Colombia ha comenzado a hablar. Imágenes ultranítidas revelan agrupaciones de cobs de oro acuñados en Lima en 1707, ligando irrevocablemente el sitio al galeón perdido San José y arrastrando a Bogotá a un duelo de ciencia, política y fiebre del tesoro.

Reflectores en la medianoche perpetua

Nada en la superficie sugiere lo que espera en la pendiente continental al suroeste de Cartagena. Solo el buque de investigación de la Armada Colombiana marca el lugar, bajando un ROV Lynx Saab Seaeye que desaparece en la oscuridad azul-negra. Seis minutos después, los monitores del piloto se llenan de color: cañones moteados de coral, fragmentos de porcelana azul y blanca, y—lo más impactante—óvalos amarillo sol que reposan como galletas dispersas sobre el sedimento. Esos óvalos son cobs de ocho escudos, cada uno acuñado a mano en Lima el año anterior a la explosión del San José.

La nueva prospección, detallada en Antiquity, cosió 50,000 fotografías en un modelo digital que permitió leer la inicial del ensayador, una “H”, en una moneda del tamaño de una tapa de botella. “Antes teníamos siluetas hermosas pero fantasmales”, dice la autora principal Pilar Jiménez. “Ahora tenemos un barco en el que puedes caminar en realidad virtual, hasta el detalle de los milímetros.” Tres pilas ordenadas de monedas flanquean la popa, como si los marineros hubieran intentado—en vano—mover el tesoro antes de que la santabárbara estallara.

Una línea de tiempo acuñada en oro

Los cobs coloniales son toscos e irregulares, pero esa irregularidad es una marca de tiempo. La casa de moneda de Lima usaba troqueles distintivos: una cruz de Jerusalén en el anverso, las Columnas de Hércules en el reverso, apoyadas sobre unas olas caricaturescas que ninguna otra ceca se molestó en grabar. Bajo las columnas figura el número mágico: 707. Eso sitúa la acuñación en el cuarto año de la Guerra de Sucesión Española, cuando el virrey del Perú estaba bajo presión de la Corona para saldar años de impuestos reales impagos. Barriles de oro andino fueron fundidos, acuñados y transportados al norte a través de los Andes.

A finales de 1707, esos mismos barriles fueron amarrados en las bodegas del San José junto a esmeraldas de Quito y cacao para satisfacer el gusto madrileño. El convoy zarpó de Portobelo en la primavera de 1708. Frente a la isla Barú, tres navíos británicos, en busca de presas para financiar su esfuerzo bélico, atacaron. Registros españoles de la época dicen que el cielo sobre Bodden Bar “se iluminó como a mediodía” cuando el San José estalló. Se hundió con seiscientos marineros y, según la leyenda, con suficiente oro para hacer flotar un reino. Permaneció en silencio durante siglos—hasta ahora, cuando los lúmenes de un reflector robótico encontraron su brillo intacto.

Ciencia versus el canto de sirena de la fortuna

Los titulares sensacionalistas gritan “bote de mil millones de dólares”, pero los arqueólogos predican un evangelio mucho menos romántico: mirar, no tocar—aún. A 600 metros, el pecio reposa en noche perpetua, con corrientes calmadas, poco oxígeno y condiciones casi perfectas de conservación. Si se levanta un cañón de forma incorrecta, las maderas de 300 años se desintegran; si se desplaza el sedimento, podrían perderse rastros de polen que permitirían mapear los vientos alisios. Por ello, el equipo—mitad Armada Colombiana, mitad académicos civiles—insiste en completar el mapa completo del sitio antes de extraer siquiera una cuchara.

Su cautela también es geopolítica. Basándose en convenciones de la ONU, España reclama el naufragio como “buque soberano inmune”. Grupos indígenas aymaras de Bolivia recuerdan a quien quiera escuchar que la plata y gran parte del oro provienen de mineros en Potosí que murieron por decenas de miles. Mientras tanto, empresas de salvamento huelen las ganancias y ofrecen sumergibles de alta tecnología y reparto de porcentajes. El presidente Gustavo Petro, cuyo gobierno heredó una licitación pública estancada, enfrenta ahora un dilema: demostrar que Colombia puede extraer y conservar el cargamento, o ver cómo empresas comerciales convierten un tesoro científico en lotes de subasta.

Mientras tanto, el gemelo digital—explorable desde cualquier aula escolar—garantiza que la constelación original de monedas se conserve, incluso si las olas o los saqueadores las dispersan mañana. “Podemos correr simulaciones de flujo de sedimentos, reconstruir la secuencia del hundimiento, todo sin romper una sola capa de lodo”, explica Jiménez. El modelo ya ha revelado que varios cañones yacen boca abajo, con los fogones fundidos por el calor, evidencia de que la explosión comenzó en popa, donde la pólvora estaba más cerca de la cabina del capitán. La historia se está reescribiendo, píxel por píxel.

Oro, gloria y el futuro de Cartagena

El gobierno colombiano ve una oportunidad mucho mayor que el oro. Cartagena sueña con un museo marítimo de talla mundial donde los turistas puedan contemplar el espejo de popa recuperado del San José o mirar dentro de un tanque donde se elimina la sal de un escudo. Economistas de la Universidad de los Andes estiman que el turismo patrimonial podría generar más en veinte años que una venta rápida de monedas. La maestra local Mariela Cortés coincide y dice a EFE que quiere que sus alumnos “escuchen la historia del imperio desde los artefactos, no desde un martillo en Sotheby’s”.

Sin embargo, congresistas de departamentos sin costa ven poco beneficio en una conservación larga y costosa cuando las carreteras en sus regiones siguen siendo de barro. Prefieren asociarse con una firma privada de salvamento que financie la recuperación y comparta beneficios. El debate ha teñido las audiencias legislativas con frases como “justicia histórica” y “saqueo neocolonial”, haciendo eco de controversias similares sobre los mármoles de Elgin y los bronces de Benín. Petro ha prometido una excavación “pública y científica”, pero cada ciclo presupuestario pone a prueba esa promesa.

De vuelta en el fondo marino, el ROV termina una línea de prospección y se detiene. Sus luces iluminan algo nuevo: una pila de platos chinos azul y blanco, con marcas de horno que los datan del reinado del emperador Kangxi. Viajaron desde los hornos de Jingdezhen hasta los galeones de Manila, cruzaron el Pacífico hasta Acapulco, atravesaron tierra firme hasta Veracruz y se unieron al San José en Portobelo—todo antes de desaparecer bajo la arena caribeña. En un solo encuadre, la red comercial global del año 1700 vuelve a brillar.

La frontera final de la memoria colonial

El San José es más que un tesoro; es una cápsula del tiempo del primer siglo globalizado de España. Ábranla con cuidado y contará por qué mineros andinos, artesanos chinos, marineros africanos y artilleros andaluces terminaron a bordo de la misma isla de madera condenada. Si se apura, sus maderas se disolverán y las respuestas desaparecerán con ellas. Colombia se encuentra en una encrucijada: pionera de un modelo científico del siglo XXI para el patrimonio submarino o un país más en la vieja historia de riquezas rápidas y arrepentimientos duraderos.

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Por ahora, el oro permanece donde brilló por última vez—congelado en imágenes de alta definición, seguro bajo 600 metros de presión y calma absoluta, susurrando secretos imperiales a cualquier nación lo suficientemente paciente para escuchar.

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