La masacre estudiantil de El Salvador aún atormenta a una nación que no abre sus archivos

Cincuenta años después de que las balas atravesaran una marcha estudiantil en San Salvador, sobrevivientes como Mirna Perla todavía cargan metralla en sus rodillas y preguntas sin respuesta en el corazón, mientras el Estado continúa mirando hacia otro lado.
Una protesta nacida en las sombras de la represión
Todo comenzó en las primeras horas del 30 de julio de 1975, cuando un puñado de líderes estudiantiles se reunió en el campus de la Universidad de El Salvador, ya ocupado por fuerzas militares. Días antes, las tropas habían irrumpido en la universidad de Santa Ana, pisoteando su autonomía constitucionalmente protegida y desatando la indignación nacional.
Esa noche, bajo el zumbido de aeronaves volando bajo que lanzaban panfletos intimidatorios, se tomó una decisión: marcharían de todas formas.
“Sabíamos que podía costarnos la vida”, dijo Mirna Perla, entonces estudiante de derecho y ahora una de las pocas sobrevivientes dispuestas a hablar públicamente. Sentada a la sombra del mismo edificio de la Facultad de Jurisprudencia donde alguna vez estudió, relató a EFE cómo los estudiantes se prepararon—no para la violencia, sino para hacerse visibles.
Al mediodía, cerca de 2,000 estudiantes salieron por las puertas de la universidad. Algunos vestían uniformes escolares. Otros levantaban pancartas pintadas a mano exigiendo el fin del régimen militar del presidente Arturo Armando Molina y de su ministro de defensa, Carlos Humberto Romero. Los manifestantes planeaban llegar al Parque Cuscatlán, en el corazón de San Salvador.
Nunca llegaron tan lejos.
Emboscada en la Calle Arce
A las 4:30 de la tarde, la columna alcanzó la Calle Arce, cerca de un paso a desnivel. Allí, vehículos blindados y agentes vestidos de civil bloquearon la ruta. Lo que vino después aún se repite en la memoria de Mirna.
Primero fue el gas lacrimógeno, denso y abundante. Luego, fuego real.
“Recuerdo el sonido antes de ver nada. Después, la gente empezó a gritar”, dijo. Atrapada en el paso elevado con balas atravesando el aire, Mirna saltó—una caída desesperada que le fracturó la rótula izquierda y la dejó inconsciente por los gases lacrimógenos.
El ejército selló rápidamente la calle. Los cuerpos fueron cargados en camiones. La sangre se lavó del pavimento. Nunca se publicó un conteo oficial de muertos. Observadores internacionales estimaron hasta 100 estudiantes muertos o desaparecidos—una cifra que Mirna considera demasiado baja.
“Borraron la evidencia antes de que alguien pudiera contar”, afirmó.
Sus amigos la arrastraron a un taller mecánico, ocultándola bajo un camión hasta que cesaron los disparos. Ya entrada la noche, alguien se atrevió a llevarla a un hospital, donde los médicos reconstruyeron su rodilla con alambres.
Memoria sin justicia
Aunque la guerra civil no estallaría sino hasta cinco años después, la masacre del 30 de julio anticipó las tácticas brutales y la impunidad que definirían los años ochenta. Las familias buscaron a sus seres queridos en vano, advertidas de guardar silencio o convertirse ellas mismas en blanco.
Mirna terminó la carrera de derecho con muletas. Años más tarde, se convertiría en magistrada de la Corte Suprema, utilizando su cargo para documentar los mismos abusos del Estado que casi le costaron la vida. Sin embargo, el caso que marcó su destino permaneció intacto en los tribunales.
“Para el Estado, las víctimas no existimos”, dijo a EFE.
En 2018, con el respaldo del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana, presentó una denuncia formal, señalando la masacre como crimen de lesa humanidad. Ese expediente sigue estancado. Sin arrestos. Sin testimonios. Sin acceso a los archivos militares.
“Seguiremos tocando la puerta de la justicia hasta que se abra”, afirmó.
Lo que más atormenta a Mirna no es el dolor de su rodilla, aún incrustada con fragmentos de aquel día. Es la ausencia de reconocimiento. El silencio. El hecho de que, cincuenta años después, la historia permanezca enterrada en polvo burocrático resulta estremecedor.
El puente, la bala y la memoria que no se borra
Cada año, el 30 de julio, sobrevivientes y jóvenes activistas se reúnen en el paso a desnivel donde ocurrió la masacre. Hoy se conoce como el Puente de la Verdad. Allí colocan flores, leen los nombres de los desaparecidos e intentan arrancar rendición de cuentas a un sistema que sigue desviando la mirada.
La multitud suele ser multigeneracional. Estudiantes que no habían nacido durante la guerra caminan junto a profesores canosos que la vivieron. No solo lloran el pasado—advierten al presente. Muchos trazan paralelismos entre la violencia militarizada de 1975 y las políticas de mano dura del presidente Nayib Bukele, quien ha suspendido libertades civiles bajo su estrategia de seguridad contra las pandillas.
“Para muchos de nosotros, 1975 explica por qué tantos empuñaron armas después”, dijo un historiador. “Muestra por qué la reconciliación de hoy aún se siente incompleta”.
Para Mirna, aquel día vive en su cojera, en su negativa a olvidar y en los documentos legales que guarda en su portafolio. Sueña con ver reabierto el caso. Con obligar al ejército a liberar sus archivos sellados. Con honrar a los compañeros que nunca regresaron a casa.
“El dolor más grande no es mi rodilla”, dijo. “Es que los sueños de esos estudiantes nunca tuvieron oportunidad”.
El Salvador podrá haber enterrado a las víctimas del 30 de julio de 1975, pero su ausencia sigue resonando en las escuelas, los tribunales y los libros de historia del país. Con los años, los sobrevivientes envejecen. La memoria, sin embargo, permanece joven—sostenida por quienes se niegan a dejar que la masacre se desvanezca en el silencio. Hasta que la justicia hable, la historia seguirá inconclusa.