AMÉRICAS

Manaos, Brasil, recuerda una pesadilla pandémica olvidada

En Manaos, la capital de la Amazonia brasileña, la escasez de oxígeno llevó a fosas comunes y a una desesperación inimaginable durante la crisis del COVID-19. Ahora, cinco años después de la primera muerte oficial de la pandemia en Brasil, los residentes que fueron testigos de la tragedia recuerdan la desolación y las cicatrices que aún perduran.

Una ciudad envuelta en tragedia

Manaos, hogar de más de dos millones de personas, se encuentra en medio de una de las selvas tropicales más grandes del mundo, un entorno famoso por su biodiversidad y su intensa humedad. Sin embargo, durante la arremetida del COVID-19, esta ciudad del estado de Amazonas se convirtió en sinónimo de catástrofe. Los hospitales se desbordaron de pacientes que luchaban por respirar. Las morgues improvisadas no daban abasto ante el creciente número de muertos. Las familias corrían desesperadas de un centro de salud a otro, en busca de oxígeno o cualquier suministro médico que pudiera salvar a sus seres queridos.

Durante aquellos meses agonizantes, barrios enteros quedaron sumidos en el luto, aislados del resto del país por las aguas del Amazonas y la escasa conectividad vial. La situación era inimaginable y, para quienes la vivieron, aterradoramente real. El clima de la región—caluroso, húmedo y asfixiante—agravó aún más las dificultades. Muchas familias en Manaos subsisten con ingresos mínimos en favelas hacinadas, donde el distanciamiento social es prácticamente imposible. Funcionarios de salud y ONG lanzaron llamados urgentes de ayuda, pero las respuestas fueron insuficientes y descoordinadas.

“De repente, todo colapsó”, recuerda Wellington Felipe Benfica, un conductor de 35 años del programa funerario público SOS Funeral, en una entrevista con EFE. “Los cuerpos estaban por todas partes—en hospitales, en casas, incluso en la calle. El sistema no podía más.”

Las imágenes de las fosas comunes y de familias desesperadas dieron la vuelta al mundo. El peor momento llegó durante la segunda ola, en enero de 2021, cuando los cilindros de oxígeno se agotaron por completo. Según la Fiscalía, al menos 560 personas murieron por asfixia. Aunque la ciudad ha superado lo peor, la huella del trauma sigue presente en quienes estuvieron en primera línea.

La crisis del oxígeno y las consecuencias legales

El colapso de Manaos durante la segunda ola tuvo un factor determinante: la falta de oxígeno para tratar a los pacientes en estado crítico. “Un día lo teníamos, al siguiente, se había acabado”, explica Benfica a EFE, recordando cómo las familias intentaban llenar sus propios cilindros o instalar concentradores de oxígeno en casa. Las autoridades locales recurrieron a transportar tanques en camiones por carreteras precarias—a un viaje de 96 horas que resultó en retrasos irreparables. Muchos murieron esperando.

Esa decisión es ahora el centro de una batalla legal. Los fiscales buscan obtener hasta 4.000 millones de reales (690 millones de dólares) en compensaciones por parte de las autoridades del gobierno de Jair Bolsonaro, quien desestimó públicamente la gravedad de la pandemia. La Fiscalía alega que la negligencia oficial y la mala gestión contribuyeron a la “tragedia humanitaria” en Manaos. La negación de Bolsonaro respecto al COVID-19 fue ampliamente documentada y, para muchos, su postura condujo a una falta de preparación crítica. La demanda pone en evidencia errores administrativos que agravaron una crisis de por sí devastadora.

Un dato particularmente alarmante provino del sindicato médico, que estimó que solo el 14 de enero de 2021, unas 60 personas murieron por asfixia. Familias enteras sufrieron pérdidas en cuestión de horas debido a la falta de oxígeno durante los tratamientos. En una ciudad donde el clima tropical y las barreras geográficas ya dificultan la vida diaria, la segunda ola de la pandemia fue una tormenta perfecta—un enemigo invisible que desmanteló las instituciones y expuso profundas fallas sistémicas.

Recuerdos olvidados y ecos de pérdida

Nueve meses antes de la segunda ola, Manaos ya había experimentado una primera ola “surrealista”. Excavadoras cavaron fosas comunes en el cementerio público Nossa Senhora Aparecida, imágenes que recorrieron el mundo y sembraron el miedo entre los habitantes. “Parecía una escena de guerra”, dice José Roberto de Souza, de 57 años, quien lleva 18 años trabajando en SOS Funeral. En una entrevista con EFE, describe el caos de familias que inundaban el servicio con llamadas, todas con la misma necesidad: enterrar a un ser querido. “Había tanta confusión, nadie sabía qué hacer”, recuerda.

El equipo de De Souza también sufrió pérdidas significativas. “Perdimos a nuestro coordinador, a nuestra trabajadora social y a varios colegas”, lamenta. Como muchos trabajadores de primera línea, contrajo el virus, se ausentó brevemente para recuperarse y luego volvió al trabajo en medio de la crisis. “No ayudar no era una opción”, dice con gravedad. “Las familias estaban desesperadas. Necesitaban que siguiéramos funcionando.” En el taller, donde aún se apilan trajes de protección blanca y ataúdes, rememora la magnitud del duelo que pasó por sus manos.

Hoy, mientras Manaos intenta seguir adelante, las secuelas de aquellos días permanecen en los rincones silenciosos de la ciudad. En el cementerio Nossa Senhora Aparecida, una placa dice: “Aquí descansan las víctimas del COVID-19, 1ª ola”. Más allá, un campo de cruces se extiende, cada una marcando una vida que terminó demasiado pronto. Muchas están rotas o caídas, desgastadas por el tiempo y el olvido—vestigios silenciosos de una tragedia que transformó a toda una región y que, sin embargo, ha desaparecido de la memoria pública.

Según las autoridades locales, la sensación de olvido es dolorosamente real. Aunque Brasil ha registrado más de 700.000 muertes por COVID-19, los peores horrores de la pandemia parecen distantes para muchos. Chile, Argentina y otros países latinoamericanos sufrieron pérdidas devastadoras, pero el caso de Manaos destaca por la rapidez y magnitud de su colapso. Incluso hoy, algunos residentes dudan de si el sistema de salud realmente está preparado para otra crisis. En muchas favelas, el acceso al agua sigue siendo irregular y la electricidad falla constantemente, dificultando la conservación de medicamentos o el uso de equipos médicos. Organizaciones locales insisten en que se necesitan políticas de salud más sólidas e inversiones en infraestructura para evitar otro desastre.

Para personas como Benfica y De Souza, los recuerdos de familias luchando por respirar o esperando una ambulancia que nunca llegó son imborrables. “A veces cierro los ojos y todavía los veo”, confiesa Benfica. “Me hizo valorar más la vida, pero también darme cuenta de lo rápido que la sociedad olvida.”

Esta tensión entre recordar y avanzar define el estado de Manaos hoy. La ciudad vivió una pérdida que parecía inimaginable. Las historias de quienes transportaron cuerpos y enterraron a sus seres queridos corren el riesgo de desvanecerse en la memoria colectiva.

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Manaos sigue siendo una advertencia, un testimonio de lo que ocurre cuando las desigualdades persistentes chocan con una emergencia global. Cinco años después de la primera muerte por COVID-19 en Brasil, la vida en la ciudad parece haber vuelto a la normalidad, pero aún está marcada por los ecos de la tragedia. Las cruces desgastadas, las tumbas olvidadas y el frágil sistema de salud susurran una pregunta: ¿Brasil aprenderá de las lecciones dolorosas de Manaos o permitirá que se pierdan en el olvido? Para quienes trabajaron día y noche proporcionando servicios funerarios o transportando oxígeno, la esperanza es que el recuerdo de esa “pesadilla surrealista”, como la llamaron, motive a un país a estar mejor preparado para lo que venga.

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