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México llora a alcaldes asesinados mientras los cárteles atacan el eslabón más débil de la democracia

Tras el asesinato a plena luz del día del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, México enfrenta una realidad escalofriante: diez alcaldes asesinados en un año, cárteles convirtiendo los gobiernos locales en campos de batalla y municipios sin recursos obligados a enfrentar solos al crimen organizado.

Un asesinato en Día de Muertos que sacudió a una nación

Los disparos comenzaron mientras sonaba la música. Las velas titilaban, las familias llevaban cempasúchiles y la plaza de Uruapan brillaba con la luz naranja del Día de Muertos, el día en que México recuerda a sus muertos. Entonces se escuchó el estruendo de las balas y, en cuestión de segundos, el alcalde Carlos Manzo Rodríguez ya no estaba; su asesinato ocurrió a la vista de todos, ante una multitud que había acudido a honrar la memoria, no a crear nuevos fantasmas.

El asesinato sorprendió incluso a un país acostumbrado a titulares sombríos. Uruapan, una ciudad de 360,000 habitantes en Michoacán, no es ajena a la violencia. Se ubica en la intersección de cárteles rivales, cada uno dividiendo la región en feudos de miedo. El Cártel Jalisco Nueva Generación, Los Viagras y remanentes de Los Caballeros Templarios se disputan partes del mismo territorio, librando batallas por las ganancias del aguacate y las rutas de tráfico.

Autoridades dijeron a EFE que Manzo contaba con protección federal y municipal desde el año pasado, reforzada apenas unos meses antes de su muerte. El hecho de que hombres armados pudieran atravesar esas capas y atacar durante un evento público ha convertido el asesinato en un símbolo nacional de impotencia, un recordatorio de que, incluso rodeados de escoltas, los líderes locales de México siguen expuestos.

Según cifras oficiales reportadas a EFE, diez alcaldes en funciones han sido asesinados en los últimos doce meses, desde Oaxaca hasta San Luis Potosí y Guerrero. Cada muerte es más que una estadística; es un mapa de la fragilidad municipal, donde los palacios municipales son también frentes de batalla y donde el precio del servicio público puede ser un funeral.

El eslabón más débil de un sistema centralizado

La constitución de México promete el federalismo, el poder compartido entre los gobiernos nacional, estatal y municipal. Pero en la práctica, ese equilibrio se inclina fuertemente hacia el centro. “El nivel municipal es el eslabón más débil en la estructura de gobierno del país,” dijo el politólogo Javier Oliva de la UNAM a EFE. “El sistema mexicano parece federal, pero se comporta como uno centralista.”

La contradicción deja a los alcaldes con grandes responsabilidades pero sin el dinero ni el personal para cumplirlas. Se espera que los gobiernos locales atiendan desde la recolección de basura hasta la seguridad, pero muchos operan con presupuestos mínimos, dependientes de transferencias lentas de los gobiernos estatal o federal. La policía municipal, a menudo el único brazo visible del Estado en los pueblos, está mal capacitada y mal pagada, siendo blanco fácil de intimidación o infiltración.

Eso explica no solo el problema de seguridad, sino también los servicios urbanos, la salud, todo,” dijo Oliva. “Cuando la base de la pirámide se resquebraja, todo el sistema tiembla.”

Las grietas se agrandan. Los cárteles no necesitan controlar la Ciudad de México para controlar el país. Necesitan alcaldes que puedan ser presionados, jefes de policía que puedan ser comprados y cabildos dispuestos a mirar hacia otro lado. Basta una llamada o una visita: firma este permiso, ignora ese convoy, otorga este contrato. La negativa suele responderse no con negociación, sino con balas.

Como resultado, los funcionarios más arraigados en sus comunidades —los que deberían encarnar el alcance de la democracia— están siendo cazados.

EFE/ Iván Villanueva

Donde comienza el control territorial

La ONG Data Cívica tiene un nombre para este patrón sombrío: “Votar entre Balas”. En su análisis, citado por EFE, casi el 80% de las víctimas de violencia político-criminal en México son figuras locales. La lógica es clara: los cárteles gobiernan a través de la geografía, y la geografía comienza en el municipio.

Los ayuntamientos controlan contratos, rondines policiales y permisos. Si capturas uno, capturas las palancas de la vida diaria: quién construye las carreteras, quién vende combustible, quién recoge la basura. Por esas palancas fluye la sangre de las economías criminales: extorsión, contrabando y cobro de piso a plena vista.

Michoacán es tanto una tragedia como una advertencia. El estado ha registrado 25 ataques contra figuras políticas solo en 2025, el 88% de ellos municipales, según cifras compartidas con EFE. “Es una declaración de impunidad y desafío,” dijo Oliva a EFE, señalando que patrones similares acechan en Oaxaca, Guerrero, Tamaulipas, Sonora, Sinaloa y Guanajuato.

Cada ataque envía un mensaje: el Estado no puede proteger a los suyos. Cada funeral amplía el espacio donde debería estar la ley. Y cada nuevo alcalde que toma protesta lo hace sabiendo que ocupar el cargo ahora implica una sentencia de muerte esperando ser ejecutada.

Cómo sería una protección real

Esta semana, la presidenta Claudia Sheinbaum presentó el Plan Michoacán, una nueva iniciativa para combatir la violencia en el estado. Promete reforzar las fuerzas de seguridad y los programas sociales, pero, como señaló Oliva a EFE, no aborda el problema central: la vulnerabilidad de los gobiernos municipales.

Si México quiere mantener vivos a sus alcaldes, la protección no puede limitarse a camionetas blindadas y dos escoltas. Debe comenzar con financiamiento para que los municipios puedan contratar policías competentes en lugar de desesperados; con coordinación, para que la inteligencia fluya entre fuerzas municipales, estatales y federales; y con investigación, para que los asesinatos de funcionarios locales no se traten como crímenes aislados, sino como un patrón de terror político.

La protección es más que un guardaespaldas,” dijo Oliva. “Es una estructura que permite a los alcaldes hacer su trabajo sin vivir con miedo.”

Esa estructura debe incluir protocolos de emergencia claros, evaluaciones confiables de amenazas y canales legales para que los funcionarios denuncien extorsión sin temer represalias. También debe incluir transparencia, informes públicos que informen a la ciudadanía cuando sus líderes están en peligro y alertas tempranas que permitan cancelar eventos sin estigmas.

Por ahora, la brecha entre la promesa y la práctica sigue siendo mortal. En Uruapan, un alcalde con dos capas de seguridad murió frente a sus gobernados. El asesinato no solo terminó con una vida; expuso una ecuación rota en la que el músculo federal no alcanza a llegar a tiempo al ámbito municipal.

La democracia mexicana no caerá de golpe. Se irá erosionando municipio por municipio, un alcalde silenciado, una comandancia capturada, una plaza gobernada por el miedo. La única fuerza capaz de detener esa erosión es la misma que la constitución imaginó hace dos siglos: la ley respaldada por protección igualitaria.

En las plazas donde antes estaban los alcaldes, ahora las familias se reúnen para encender velas y pegar fotografías en muros rotos. Los cempasúchiles regresan cada Día de Muertos, pero el duelo no puede volverse rutina. “Diez alcaldes en doce meses no es política, es un fracaso del Estado,” dijo Oliva a EFE.

La plaza de Uruapan volverá a llenarse, sus vendedores abrirán de nuevo sus puestos y los niños jugarán donde antes cayeron balas. Lo que el pueblo y la nación no pueden permitirse es volver al silencio. Los alcaldes de México son la primera línea de su democracia, y la democracia no puede sobrevivir si su primera línea sigue cayendo.

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